En mi vida, el cambio siempre ha sido una constante; una sinfonía de vaivenes que han dado forma a mi existencia. La inestabilidad ha sido la maestra que ha forjado todos los giros de mi existencia. El más profundo, a mis 28 años, cuando una cirugía cardiaca se convirtió en la partitura de una nueva vida, mi llamada de atención personal.
Al momento en que mi papá que me llevaba a la urgencia, el único pensamiento que me asaltaba era que había perdido tiempo en resentimientos, enojada y que ahora quizás nunca tendría otra oportunidad para decirles a mi mamá y hermana –con quienes llevaba un tiempo molesta– que las amaba.
Como mi corazón latía con una furia descontrolada, me inyectaron adenosina, fue una muerte breve, y luego, con la inyección de adrenalina, un despertar precipitado. Una parte de mi antiguo yo murió en esa sala de urgencias y al mismo tiempo otra nació.
Han pasado diez años desde entonces, y podría decir que mi gran aprendizaje es que he abrazado el desapego como mi guía en esta travesía. He aprendido a soltar expectativas, amores y amistades, a reconocer que nada es permanente. En nuestra infancia, nos enseñan indirectamente el apego, a aferrarnos a lo seguro, a lo que amamos y cuidarlo para que permanezca con nosotros el mayor tiempo posible, pero ¿por qué no nos enseñan del desapego?
Desde temprano, nos programan para resistir los cambios, incluso cuando la rutina, un amor complicado o una amistad exigente nos causa dolor. Por lo general, esta resistencia surge del miedo a la pérdida. Nuestro primer contacto con la vida implica un vínculo maternal que nos ofrece seguridad y protección, pero ¿y si desde pequeños nos enseñaran a entender la impermanencia de la vida y a abrazar el desapego como una herramienta para navegar por las fluctuaciones de la existencia?
Muchas veces el desapego se malinterpreta como frialdad o indiferencia hacia los demás, pero dista mucho de ser así. Al recordar que la vida es efímera, que nuestras expectativas son sólo ideas que pueden o no realizarse, y que las amistades pueden llegar a su fin, nos damos cuenta de la fragilidad de la existencia y de los lazos que creamos.
Hace poco perdí a mi mejor amiga, las diferencias entre ella y yo se hicieron insuperables y ya poco nos unía más que el cariño. Planteé mis puntos, no fueron de su agrado y decidió alejarse. Gracias al desapego, más que dolor, encontré serenidad. Descubrí una profunda gratitud por los momentos que compartimos. Siempre la llevaré conmigo. Abrazo lo bueno y suelto lo que ya no está, y decido conscientemente vivir más liviana y con el corazón lleno, independientemente de quién o qué ya no esté en mi vida.
Y así, en mi danza con el desapego, he descubierto que soltar no es perder, sino ganar libertad para vivir plenamente. Cada pérdida es también una ganancia. Podemos bailar con gracia en un mundo que cambia continuamente.