A comienzos de la pandemia escribí una columna, o mejor dicho, una especie de vómito de las emociones y sentimientos que me provocaron las primeras semanas de confinamiento. Recuerdo perfecto el caos en que se transformó mi vida intentando trabajar desde la casa con dos niños –en ese entonces de 5 y 7 años– que también debieron rápidamente ajustarse a un sistema de estudio a distancia, cuando nunca antes en su vida habían hecho una videollamada.

Los meses que vinieron, si bien lentamente nos fuimos ajustando, nunca logramos rendir los tres ciento por ciento en sus tareas, es más, decidimos que la más chica no entraría a los zooms y sólo retomó sus estudios cuando comenzó el sistema híbrido, en el que iba solo dos medias jornadas al colegio. El más grande se conectó siempre, pero a regañadientes, y dudo mucho que haya aprendido con esa disposición. Y por mi parte, si bien rendí y pude hacer todo lo que me correspondía en la pega, tuve que volcarme completamente a eso, lo que implicó usar cada momento libre –fines de semana y largas noches en que debía estar con ellos– en terminar la lista de pendientes. Porque al final nunca me permití fallar.

Entramos en una suerte de inercia, un modo combate. Había que sobrevivir a esa nueva realidad que incluso en algún momento normalizamos. Como normalizamos también el cansancio y las caras largas; las preguntas de los niños sin respuestas, porque el estrés te deja ciega. Ya no había grandes peleas ni gritos como las primeras semanas, porque me empezó a importar menos el desorden, pero lo que nunca cambió fue que, estando todos en el mismo espacio, dejamos de vernos. ¿Cuántas veces previo a la pandemia había deseado tener más tiempo en casa con mis hijos? ¿Cuántas veces dije que si eso alguna vez pasaba los iba a aprovechar? Bueno, llegó ese tiempo, pasó ese tiempo, y yo nunca cumplí mi promesa de aprovecharlos, de disfrutar ese valioso espacio con ellos.

Escribo esto tratando de mantener la lucidez necesaria para no culparme. Porque claro, estuvimos todo el tiempo juntos, pero en un contexto extraño, difícil, nunca imaginado, y con expectativas que seguían pegadas a la antigua normalidad. Pero a pesar de eso, no puedo evitar sentir algo de culpa –dicen que en inherente a la maternidad–. Ahora que mis hijos volvieron tiempo completo al colegio, en las mañanas me siento en la misma mesa que me senté durante la pandemia y por supuesto que avanzo mucho más; ya no me tirita el ojo como antes, ni me dan jaquecas. Recordé lo que era sentarse a trabajar tranquila, sin que nadie te pidiera nada entremedio. Pero también me vino la nostalgia de ese tiempo juntos, pensé en la cantidad de veces que se acercaron a pedirme cosas y yo respondí mal o simplemente ignoré. ¿Valió la pena?, me pregunto.

No me interesa romantizar la maternidad porque soy una convencida de que las madres no tenemos por qué ser las profesoras de nuestros hijos, y que ellos sin duda están mejor en el colegio .También estoy segura de que las mujeres tenemos momentos en que odiamos el rol de madre; que necesitamos concentrarnos en nosotras y que no pasa nada si de repente lo hacemos, es más, está bien hacerlo. Mi reflexión va más allá de un hecho puntual, tiene que ver con esa inercia, con nuestra tendencia a encender el modo combate sin dejar espacio a la reflexión. Y es que pasó un año o un poco más ¿y qué aprendí de todo esto? Pienso en que si alguna vez retrocedemos a fase uno, ¿me daría el espacio para pasar un día completo con mis hijos regaloneando y viendo películas, o nuevamente intentaría cumplir con todo, dejando de ver lo realmente importante?

No estoy segura de esa respuesta, porque aunque soy consciente de todo lo que escribo, también vivo con el peso de ser la madre y mujer perfecta sobre mis hombros. Ojalá algún día lo logre y que no se me pase el tiempo. Ojalá que estos escenarios raros y desconcertantes nos permitan reflexionar sobre lo que estamos haciendo con nuestras vidas. Ahora que mis niños volvieron al colegio me hizo sentido la frase: “no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos”. Y si bien yo no he perdido a mis hijos, sí perdí muchas de sus preguntas, juegos y emociones.