A veces una cifra tiene la contundencia necesaria para hacernos guardar silencio y quedarnos un buen rato analizándola, consternados, quizás. Por ejemplo, aquel porcentaje con el que se encuentra Andrea Giunta cuando está investigando acerca de cuántas obras de mujeres hay en las colecciones de distintos museos o cuántas se exponen en galerías y en los eventos, como bienales, más importantes del mundo. En medio de eso, resalta aquella cifra que Giunta devela al pasar: en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, la colección cuenta con un poco más de 5.500 obras. De ese total, menos de un 12% son obras realizadas por artistas mujeres. Un miserable 12%.
Pero una cifra así —que no dista mucho de la de otros museos del mundo, hay que decirlo, lamentablemente— también encierra una serie de ideas, hechos y situaciones sobre las que es fundamental indagar, y eso es lo que la argentina Andrea Giunta, una de las historiadoras, teóricas y curadoras más importantes de Latinoamérica, hace en su último libro: Feminismo y arte latinoamericano. Historias de artistas que emanciparon el cuerpo (Siglo XXI), que acaba de llegar a librerías y que en el país trasandino ya va en una segunda edición. Un ensayo luminoso y estimulante, lleno de historias secretas y de datos rotundos que nos permiten entender por qué, durante tantos años, la obra de artistas mujeres de Latinoamérica estuvo relegada a un segundo plano a pesar de su valor.
Recién en los años 60 el panorama comienza a cambiar, pero de manera muy paulatina. Y Andrea Giunta registra esos cambios, pero también los orígenes, los primeros intentos que hubo por hacer al mundo consciente del machismo imperante en todas las dimensiones de la escena artística, y cómo se luchó contra eso a partir del surgimiento de una serie de obras que ella recorre —con lucidez— en este libro cuyo relato se vuelve fundamental mientras avanzamos por sus páginas.
"Este libro se detiene en los problemas que entre los años 60 y 80 tramaron, desde las obras de arte, una comprensión distinta del cuerpo femenino, entendido como espacio de expresión de una subjetividad en disidencia respecto de los lugares socialmente normalizados", anota Giunta en las primeras páginas. Entre esas obras y artistas, la ensayista argentina se detiene en el trabajo de una chilena: Paz Errázuriz.
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Andrea Giunta nació en Buenos Aires en 1960 y entró a estudiar a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA a fines de los 70, en plena dictadura. Se formó en aquellos años difíciles, donde la circulación de ideas estaba restringida. En una conversación que sostuvo con Nelly Richard —recopilada en el libro Diálogos latinoamericanos en las fronteras del arte (Ediciones UDP)—, Giunta recuerda ese tiempo: "Entonces no se enseñaba arte latinoamericano ni precolombino, ni un conjunto de materias teóricas. Había un curso de arte argentino, pero este se detenía en 1870".
A pesar de esto, o quizá impulsada por esos vacíos, Andrea Giunta se dedicaría a estudiar el arte argentino —y luego latinoamericano—, sobre todo el que se produjo después de 1870. Escribiría libros, enseñaría en universidades de Argentina y de Estados Unidos, y curaría exposiciones, algunas de ellas muy comentadas. Una de ellas fue una retrospectiva del artista argentino León Ferrari, en el Centro Cultural Recoleta en 2004, y que el entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio, quien años después asumiría como Sumo Pontífice, calificó de blasfema. Hubo protestas, rompieron algunas obras de Ferrari e incluso intentaron procesar a Giunta y a Ferrari penalmente, pero las acusaciones no llegaron a nada. Hoy, esa historia es sólo una anécdota en la prestigiosa carrera que ha desarrollado la historiadora de arte, en las que además el tema del género y el feminismo empezó a tomar un lugar central entre sus preocupaciones y proyectos.
Todo eso ha desembocado en Feminismo y arte latinoamericano, pero también en la exposición Radical Women: arte latinoamericano, 1960-1985, que se está exponiendo en la Pinacoteca de São Paulo, luego de haberse exhibido en el Hammer Museum de Los Ángeles y en el Museo de Brooklyn. Un proyecto inédito que curó Giunta junto a la venezolana Cecilia Fajardo-Hill, que les tomó más de diez años preparar y en el que se reúne la obra de más de 120 artistas mujeres de 15 países de Latinoamérica. Entre las chilenas, destacan piezas de Roser Bru, Gracia Barrios, Lotty Rosenfeld, Cecilia Vicuña y Paz Errázuriz, entre otras.
Pero antes de esta muestra, y antes de Feminismo y arte en Latinoamérica, Giunta recuerda que su interés por estos temas surgió hace varias décadas y por la lectura de un libro en particular. "En verdad, fue a partir de la lectura del libro de Nelly Richard Masculino/Femenino (1993), a comienzos de los 90, que comienzo a trabajar desde una perspectiva de género la obra de jóvenes artistas argentinas como Graciela Sacco o Alicia Herrero", cuenta Giunta desde São Paulo, donde estuvo en la inauguración de Radical Women a mediados de agosto.
¿Qué ocurrió al curar la exposición Radical Women, que se enfoca en el arte hecho por mujeres?
Todos los lugares comunes cayeron. Comencé a contraponer el pensamiento común con la realidad en el campo del arte. La exclusión de las artistas a las que las instituciones clasifican como mujeres, que sigue siendo poderosa, me permitió cuestionar conceptos y dogmas como el de "calidad". Porque nadie puede explicar en qué consiste la calidad, pero sí podemos demostrar cómo se produce la exclusión y en qué medida son las mujeres las que resultan excluidas en el mundo del arte. No es que no participen, pero lo hacen en porcentajes menores en los premios, en las colecciones privadas y públicas, en las exposiciones individuales.
Mientras Andrea Giunta escribía las últimas páginas de Feminismo y arte latinoamericano el año pasado, el movimiento feminista explotaba en Argentina y en otros países del continente. Hay algo de esa urgencia que se traspasa, inevitablemente, en la escritura de este ensayo, una urgencia política que se filtra en medio de una investigación que, de alguna forma, responde esa pregunta que hiciera en 1971 la historiadora del arte Linda Nochlin, y que le sirvió para titular su emblemático artículo: "¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?"
Giunta convoca a quienes antes que ella respondieron esa pregunta y entrega datos, cifras e historias que hablan de una violencia o de distintas violencias "que se replican bajo el formato de la exclusión, la desclasificación, los mecanismo de desautorización y de invisibilización", escribe ella. Hay dos historias, que nos sirven para ejemplificar todo esto. Una es la que protagoniza la condesa Elsa von Freytag-Loringhoven, una dadaísta alemana salvaje, cómplice de Man Ray y Duchamp en la Nueva York de las primeras décadas del siglo XX y, al parecer, la verdadera autora de la obra más importante de ese mismo siglo: La fuente, el famoso urinario que se expuso en 1917 en la Exhibición de la Sociedad de Artistas Independientes y que apareció firmado por "R. Mutt".
"La baronesa no es futurista: es el futuro", escribió alguna vez Duchamp, pero lo cierto es que el futuro le perteneció más bien a él, a quien se le atribuyó la autoría de esta obra clave. Andrea Giunta explica: "Toda la genealogía patriarcal del conceptualismo y la crítica institucional del siglo XX debería, entonces, cambiar de género. Pero carecería del heroísmo innovador masculino intrínsecamente vinculado a la idea de arte. Lo que es actualmente la historia de una intervención radical habría sido una intervención invisible".
También está la historia de la artista ucraniano-estadounidense Janet Sobel, cuyas pinturas las exhibió Peggy Guggenheim en 1945 en su galería neoyorquina Art of this Century. Entre quienes visitaron esa muestra estuvo un treinteañero Jackson Pollock, quien se impresionó con aquellas pinturas que serían una de las mayores referencias para lo que después se conocería como expresionismo abstracto, movimiento del que Pollock fue su principal figura. El famoso action painting y esas pinturas chorreadas sobre telas eran lo que venía haciendo Janet Sobel hacía años, pero la historia de la pintura estadounidense —y el triunfo que significó la aparición de la obra de Pollock— está marcada no por la obra de una artista mujer, sino por la de un hombre.
No es difícil escarbar un poco en la historia del arte latinoamericano y encontrarnos con lo mismo. Por eso Andrea Giunta se detiene en la obra de un puñado de mujeres artistas que empiezan a intervenir en el campo cultural a partir de los 60. Su trabajo sirve para mostrar cómo han operado estas invisibilizaciones y esta violencia patriarcal en Latinoamérica, pero también para ir reescribiendo la historia, para darles el lugar que se merecen. Ahí están las pinturas de la colombiana Clemencia Lucena (1945) discutiendo acerca de la representación de la mujer en el arte —un discurso en contra de los estereotipos de la belleza femenina—, y más allá, los filmes de militancia feminista que realizó la cineasta argentina María Luisa Bemberg en los 70, los que dialogan con las cintas experimentales de su compatriota Narcisa Hirsch, quien a pesar de no declararse feminista, en su trabajo ha abordado desde distintos lugares la constitución del sujeto femenino. Rostros de mujeres que se multiplican, el close-up de unos labios rojos, y distintos graffitis con los que intervino Buenos Aires en plena dictadura hablan de ese diálogo. Esas inquietudes fueron, también, las que se empezaron a analizar —de forma pionera— en México a partir de manifiestos, conferencias y distintas exposiciones. Giunta recuerda, de hecho, que la primera conferencia mundial sobre la mujer se realizó en México en 1975. Por esos años, también, la uruguaya Nelbia Romero (1938-2015) trataba de esquivar la dictadura cívico-militar que había empezado en junio de 1973. En ese contexto, produciría Sal-si-puedes, una instalación en la que el cuerpo femenino tenía un lugar central —un lugar de resistencia—, tal como lo tendría en las fotografías de Paz Errázuriz, en particular la serie Persona que se expuso en 1980: retratos de personajes que están durmiendo en la calle, donde pueden. Quizá son indigentes o quizá sólo buscan un poco de descanso, presentados como cuerpos que resisten, cuerpos que hablan.
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"Uno de los problemas más complejos para quienes producen imágenes es cómo lograr que estas representen aquello que carece de referentes. ¿Cómo dar cuenta del tiempo no vivido por los ausentes? Paz Errázuriz propone un archivo íntimo de los años previos al comienzo de la transición", anota Giunta en el capítulo que le dedica a la fotógrafa chilena, de quien justamente hasta el 14 de octubre se está exponiendo una retrospectiva en el Museo Bellas Artes, luego de haber obtenido el Premio Nacional.
¿Cómo llegaste a la obra de Paz Errázuriz?
Conocí la obra de Paz a través del libro La manzana de Adán, a través de los textos de Nelly Richard, de la lectura de Raquel Olea. No recuerdo cuándo vi su primera fotografía, pero fue en los años 90. Comencé a profundizar en su trabajo cuando Nelly Richard me invitó a participar con un texto en el catálogo del envío chileno a la Bienal de Venecia en 2015. Pude ver fotografías en el estudio de Paz que me impactaron mucho, porque no las conocía. Por ejemplo, la serie de "los dormidos".
Es una serie algo desconocida de Errázuriz, pero justamente ahora se pueden ver algunas fotos de ese trabajo en la retrospectiva del Bellas Artes.
Yo la entendí como una alegoría de un país paralizado durante la dictadura. El sol cae sobre esos cuerpos que duermen en el ruido del movimiento urbano. Muchas cosas suceden a su alrededor, pero ellos duermen. En un sentido se cuidan, se conservan, detienen los sentidos y también el dolor. Y me interesa ese dialogo entre lo quieto, cuerpos monumentalizados en algunos casos, y las miradas y los movimientos de quienes están despiertos. Hay una poética de los afectos, del cuidado en el contexto de lo precario que me resulta conmovedor, poderoso. Incluso cuando ella fotografía a un perro dormido, y entre lo humano y lo animal traza una relación de reacción ante la violencia y el dolor. Los une un comportamiento afectivo ante lo que sucedía en Chile. Yo admiro a Paz porque ella retrató lo que nadie pudo, porque trabajó sobre la empatía, que es la base de cualquier transformación: poder sentir lo que siente el otro, ser el otro. Ella nos trae una intimidad respetuosa y rescata de la marginalidad grupos humanos que se relacionan por afectos y con los que podemos sentirnos identificados.
Hace unas semanas apareció la noticia de que el museo de Baltimore decidió vender un par de obras de Warhol que tenían para poder comprar piezas de artistas poco representados en su colección, particularmente mujeres y afroamericanos. ¿Crees que estos gestos pueden cambiar el mundo del arte y acercar la idea de un trato igualitario entre artistas hombres y artistas mujeres?
Todo contribuye. Los números y los porcentajes para mí y para las artistas con las que trabajo no son un objetivo, son una estrategia. No se trata tanto de un reclamo de representación, sino de un llamado de atención respecto de lo que estamos perdiendo por no contar con los parámetros necesarios para comprenderlo. Por eso me refiero a la noción del conocimiento como emancipación y propongo pensar que la exclusión de las mujeres en el arte no sólo las afecta a ellas, sino a toda la comunidad a la que el sistema patriarcal del arte, con su censura sistémica, no le permite conocer formas alternativas de entender y comprender el mundo que esas obras proponen.
Y en este sentido, ¿qué crees que otorga el rastrear las huellas del feminismo en la historia del arte latinoamericano? ¿Nos hace comprender mejor el presente de ese vínculo, por ejemplo?
Sin duda poder conocer la obra de artistas que estaban fuera de la mirada pública es una gran contribución al debate. El feminismo actual redefine sus parámetros en varios sentidos. Fundamentalmente desde perspectivas transgeneracionales en las que la sororidad y el diálogo se definen como un horizonte político, antipatriarcal, que permite trazar redes. Contar con un caudal de experiencias y estrategias que formularon artistas del pasado no es importante para trazar una genealogía del arte, de un movimiento, sino para socializar estrategias de activismo, poéticas disidentes, revisión de propuestas, actualización de agendas. El pasado importa porque es también presente.
Porque es una discusión que todavía no se acaba, ¿no?
Hay muchas agendas incumplidas y agendas nuevas. Y el feminismo hoy tiene el poder de activar los márgenes, lo oculto y lo disidente, más allá del binarismo mujer/hombre. No tiene como horizonte la confrontación, sino la transformación. El feminismo es empatía y pedagogía, es la poética y la política del cambio. En el campo del arte, específicamente, el conocimiento de aquello que muchas artistas desconocidas plantearon implica hacerse de un tesoro de recursos, un conocimiento que es emancipador por sus intervenciones poéticas.
Haces clases en la UBA de Arte latinoamericano y de Arte internacional, y me imagino que abordas estos temas. ¿Crees que las nuevas generaciones de estudiantes son más conscientes de estas problemáticas (comparados con tu generación, por ejemplo)?
Es interesante que si presento mi clase desde una perspectiva de género los varones se sienten cómodos, pero si introduzco el término feminismo se sienten ajenos: no es su problema, es el de las mujeres. Lo abordan desde una relación de exterioridad, de extranjería. Mi trabajo ahora radica en que comprendan que también es un problema suyo, porque existe un poderoso sistema que no les deja siquiera conocer la existencia de muchas obras. Pienso que este año, cuando los varones comienzan a identificarse y a proclamarse como feministas, podrán dar el vuelco político que se necesita para comprender que el feminismo con su cuestionamiento al patriarcado también cuestiona el capitalismo, el poder sobre los cuerpos, la explotación.
A propósito del capitalismo, ¿cómo crees que hoy opera el mercado en esta discusión? ¿Qué crees que ocurre, en este contexto, con los vínculos entre feminismo, arte y mercado?
El coleccionismo de artistas mujeres es bajo. Y los museos no están llevando adelante una política de compras que priorice la necesidad de "llenar los vacíos" de esas artistas mujeres cuyas obras no están en sus colecciones. Es cierto que el problema se ha visibilizado. Es el resultado de la acción de artistas, curadoras e historiadoras que desde este momento del feminismo han decidido no ocultar más la fuerza incontestable de las cifras. Yo misma he perdido, en ciertos momentos, la sutileza. Busco formas de decir que resulten ineludibles. Hay síntomas de cambio, pero éste no se ha producido aún, y no ha llegado al mercado.
¿Y qué faltaría para que ese cambio sea completo?
Nosotras sostenemos que el feminismo no es una lucha que cierra etapas, es un movimiento permanente. En tal sentido, señalamos constantemente las desigualdades en todas las instancias que constituyen el mundo del arte. Estamos hartas, pero al mismo tiempo tenemos la certeza de que sólo persistiendo en nuestros señalamientos lograremos la transformación de los presupuestos de un mundo del arte que es patriarcal, blanco y racista. Llamamos 'arte' a un universo cerrado que supone que nos representa a todos. Afortunadamente se están realizando muchas investigaciones y trabajos. Desde todos los frentes contribuiremos a hacer del arte una experiencia más rica y compleja que aquella a la que ahora podemos acceder. Como en muchos otros campos sentimos que estamos en el comienzo de un tiempo distinto.