El incendio de valparaíso en abril del 2014 destruyó por completo su taller en el Cerro Merced y, con él, los cientos de adornos de Navidad en vidrio que Armando Estay (58) hace durante el año para vender en diciembre. "Lo perdí todo, me quedé sin nada, pero de a poco logré rearmarme y seguir con este oficio. Incluso vino el alcalde a inaugurar mi casa con varios periodistas, y todo el mundo quedó impresionado con mis adornos. Ahí me bautizaron como 'el último artesano del vidrio' y me encantó ese título. Esa es mi mayor gratificación, mucho más que el dinero, que la gente se emocione con mi trabajo, que reconozcan el valor de estos adornos tradicionales, que se transporten al pasado, a las navidades de antes que tenían un sentido mucho más especial", recuerda sentado en su taller, rodeado de banderines y pósteres de Santiago Wanderers, el equipo de sus amores.
¿Qué cambió?
La fabricación china transformó todo. Empezaron a llegar adornos harto más baratos y variados, mucho plástico, y la gente prefirió eso antes que adornos de vidrio que, más encima, se rompían. Tiene lógica, sin embargo, a mí me quedó el bichito de esta artesanía y decidí continuarla. Eso cambió en lo que tiene que ver con el arbolito, pero, además, toda la celebración se volvió más materialista. La Navidad de antes era más simple y auténtica, ahora muchos niños no son felices si no les regalan un celular sofisticado, el juguete de moda o ropa de marca, pero antes nosotros nos conformábamos de sobra con el palitroque, la pistola de madera o la pelota de fútbol. Para mí esa Navidad era la más feliz. Si estuviésemos en este tiempo, pero con esa Navidad, la sociedad sería otra.
La nostalgia de sus adornos es precisamente el gran atractivo que mantiene a sus clientes más fieles y que, según describe, los transporta al pasado: "Mucha gente se emociona cuando se para frente el caballete donde expongo mis piezas, quedan hipnotizados, retroceden en el tiempo. Se acuerdan de sus mamás, de cuando eran niños y abrían las cajas de zapatos donde se guardaban los adornos del año anterior para armar el arbolito. Incluso hay personas que me preguntan: '¡¿Estas son las pelotitas que se quiebran?!'. Eso es lo que les gusta, su delicadeza y fragilidad".
Valparaíso de su amor
"Le doy gracias a mi madre por haberme parido en Valparaíso. En estos cerros aprendí este oficio. Tenía 14 años cuando llegué a un taller improvisado de unos comerciantes de Santiago que venían a vender acá. Los vi trabajando el vidrio y me enamoré; me conquistó cómo lo fundían, soplaban, los colores de los adornos, los brillos. Me convertí en su asistente, me tenían para la patada y el combo, pero nunca lo dejé. De a poco logré vivir de esto, armé mi familia y crié a mis dos cabros con este trabajo", cuenta.
¿Y alguno heredó la técnica?
No, no les gusta, ¡no son capaces ni de hacer una uva (la forma más básica)! Mi mujer colaboró un tiempo, pero se aburrió. Mi viejo me ayuda a veces, tiene 85 años, así se entretiene. Pero no le he heredado la técnica a nadie, es que esto requiere mucha paciencia y se necesita tiempo y, como hoy en día el tiempo es plata, parece que nadie lo tiene para dedicarlo a algo así.
Por años se dedicó exclusivamente a producir adornos de enero a noviembre para venderlos en diciembre, pero con la llegada de la competencia de lo 'hecho in China' tuvo que reinventarse. Estudió Prevención de Riesgos y se empleó como guardia de seguridad, pero nunca dejó su pasión por el vidrio. "Con el tiempo esto se transformó en un hobby. Acá (en su taller) yo me escondo, soy feliz, escucho los partidos de fútbol, la música de mis tiempos, de la onda loca, Pink Floyd...".
La riqueza del vidrio
Esferas, cisnes, lágrimas, trompetas, pascueritos, pipas y puntas de lanza, el más cotizado por lejos, son algunos de los colgantes que acumula en su taller a lo largo del año para venderlos en diciembre. Todo lo hace en sus ratos libres, luego de sus turnos como guardia en la Universidad Católica de Valparaíso, momentos en que trabajar el vidrio se vuelve su terapia de relajación.
"Mi materia prima son los tubos fluorescentes. Todos son reciclados, los voy recolectando de diferentes facultades de la universidad. Lo primero que hago es limpiarlos, los fundo con calor y armo el cuerpo. Luego viene la parte más importante, darles forma con el soplete y el soplado a pulmón. De ahí viene el plateado, que es lo que les da la característica espejada, y finalmente darles color con el baño de pintura", explica mientras ordena las frágiles esferas plateadas sobre una especie de parrilla para secarlas.
En su estrecho taller hay que andar con cuidado para no tropezar con los delicados adornos que almacena en cajas de cartón, con los baldes de pintura y los tubos fluorescentes. Un lugar cargado de brillo en que cada adorno parece encenderse con la luz que entra por las ventanas, y donde el silencio del cerro se rompe cada cierto rato con el ruido intenso del soplete. "Este espacio es tranquilidad, no hay ruido, yo soy el único que mete bulla, pero me gusta así. Esto es mi libertad".