"A él lo conocí cuando tenía 16 años. Nunca pololeamos, pero salimos algunas veces, para luego dejarnos de ver y hablar por más de dos décadas. Entre medio me casé, tuve cuatro hijos y cuando me separé él reapareció en mi vida a través de Facebook. Yo estaba emocionalmente vulnerable y él era encantador y cariñoso, y yo lo encontraba varonil, macho. De a poco me fue conquistando y yo me fui entregando absolutamente.
Empezamos una relación al poco tiempo de reconectarnos, y a los seis meses le presenté a mis hijos. Cuando llevábamos un año y medio juntos se fue a vivir a mi casa. A mis niños nunca les gustó, porque encontraban que me trataba mal: siempre me ridiculizaba y hacía comentarios sarcásticos sobre mi forma de ser. Yo les decía que se tranquilizaran porque era una buena persona en otros sentidos y no decía esas cosas hirientes en serio.
Desde el primer momento, fue una relación difícil. Vivíamos entre lo maravilloso y lo terrible. Cuando salía sin él, me decía que era una mala madre por dejar que otras personas cuidaran a mis hijos, y que otras personas cuidaban mejor a sus perros que yo a mis niños. Así me iba destruyendo.
Mis amigas me decían que sus conductas no eran normales, pero yo siempre lo justificaba diciendo que su problema era que es muy sensible. Yo pensaba que iba a ser capaz de lograr una mejoría, porque, aunque tenía claro que era un agresor psicológico, creía que podía no afectarme si manejaba mis emociones y que, si no lo provocaba, iba a lograr mejores respuestas de su parte.
La violencia física empezó como a los 8 meses, cuando se descontroló y tiró el control remoto contra el muro, dejando un hoyo. Después, fue mi teléfono que destruyó tirándolo contra la pared y luego nuevamente al piso dejando una marca, todo ello porque leyó una conversación con mi ex marido acerca de mis hijos que no le gustó. Otras veces me torturaba sicológicamente buscando una reacción de mi parte. Una vez me torturó hasta tiré la colilla del cigarro hacia él. Luego dijo que yo le había quemado la cara y con eso trataba de hacerme sentir mal y culpable. Dejaba colillas en la pieza, tratando de torturarme, para que no contara lo del teléfono porque mis hijos me preguntaban cómo se había destruido de esa manera.
Cuando se ponía agresivo yo me congelaba, como los animales cuando se hacen los muertos para que no los agredan. Después de esos momentos yo no sentía nada, ni rabia ni amor, pero con el tiempo me recuperaba y seguía con mi vida.
Una empieza a anularse y no se da cuenta. Mis amigas me decían que no era la misma, que estaba apagada.
Él nunca me pidió perdón por nada. En una oportunidad estábamos comiendo en un restorán de Vitacura, cuando en medio de una discusión él se paró, tiró un vaso al suelo con fuerza, junto a las llaves de mi auto que destruyó y se fue. Me dejó ahí, muriéndome de vergüenza, y sin poder siquiera subir a mi auto. No me atrevía a pararme ni a mirar a nadie frente al murmullo y molestia de los que ahí estaban. Al día siguiente fue a pagar el vaso y pedir disculpas a los garzones, pero nunca a mí.
Pese a todo lo que me hacía y decía, lo que me unía a él era el proyecto que habíamos empezando y que ya era parte de la vida de mis hijos. Me sentía responsable y además estaba enamorada. Temía otro fracaso amoroso, no quería volver a fallar.
La violencia superó todos los límites después que nos compramos una casa juntos.
Los niños estaban de vacaciones con su papá y nosotros estábamos en la cocina cuando él empezó a hablar mal de una de mis hijas. Lo enfrenté y le dije que no se lo iba a permitir. Me tomó de los hombros y me tiró contra un mueble. Me caí al suelo y me pegué en la columna, tan fuerte que pensé que no iba a volver a caminar.
Su primera reacción fue preguntarme cómo estaba. Cuando vio que me movía me siguió agrediendo.
Me fui a esconder al segundo piso, avanzando a duras penas porque todo me dolía, y llamé a mi mejor amiga para que me llevara a la clínica. Ella se dio cuenta al tiro de lo que estaba pasando y llegó con su pareja a buscarme. Pese a todo, cuando él se dio cuenta que venían a buscarme, me ayudó a bajar las escaleras y me acompañó al auto. Mi amiga no entendía nada, pero él era así, por eso yo le decía Hulk. Era la templanza misma frente al resto, pero se transformaba en un monstruo cuando se molestaba y no lo veían.
Esa noche cuando volví a la casa publiqué en Facebook que había estado en la clínica, no porque quisiera que todos se enteraran, sino para no olvidarme, para no bloquear lo sucedido como la vez que me pegó en la cabeza en Coyhaique en una discoteque. Mi amiga le contó a mi hermana y ella le dijo a mi hija mayor, quien me dio un ultimátum: si ese hombre volvía a vivir conmigo, ella se llevaba a sus hermanos, porque no estaba dispuesta a que vivieran bajo el mismo techo.
Yo no fui la que decidió denunciar. Mi mejor amiga y mi hermana fueron, y yo estuve de acuerdo. Después conseguí un abogado para querellarme, pero fue muy difícil. A veces me arrepentía, no quería hacer un escándalo, pero mi hija me pedía que lo hiciera por ellos.
No lo volví a ver hasta la audiencia de formalización, y lo bloqueé de mi vida.
Cuando hablé con mis hijos menores, no quise entrar en detalles, pero les expliqué que así como uno debe ser respetuoso, también debe exigir respeto.
Si no hubiese sido por mis hijas, mis amigas y mi familia, yo no hubiese salido de esa relación. Seguiría diciéndome que me la puedo, que no es para tanto, y que cuando es agresivo en realidad no es su intención.
Ya no he vuelto a jugar hockey, mi pasión, y las heridas físicas y sicológicas existen, pero salí y me siento orgullosa de lo aprendido. Con el tiempo y la terapia me di cuenta que yo no me había merecido lo que me pasó. Mi error fue idealizar el amor y pensar que si estaba enamorada tenía que hacer que la relación funcionara pese a todo. Tenía miedo a estar sola, pero ahora conmigo me siento bien, y me disfruto. Aprendí que la violencia hay que frenarla a la primera palabra hiriente, a la primera agresión porque va en escalada, y siempre puede dar paso a algo peor. Se puede salir de esto, pero es importante saber aceptar las manos que te tienden y escuchar cuando las personas que te quieren se preocupan por ti".
Constanza Mira (48) es Sub Gerente General, abogada con un MBL y un Máster en Dirección y Gestión Tributaria.