"Han pasado dos años desde que sufrí un accidente que, si bien no me cambió la vida, al menos influyó en el cómo enfrentarla. Tengo algunos borrones de ese día. Me acuerdo que crucé la calle en mi bicicleta por un paso de cebra y miré hacia los lados, pero de un segundo a otro tuve un furgón escolar encima. Después vino ese dolor que no sabría con qué compararlo. Fuerte, profundo, penetrante. Abrí mis ojos y me vi tirada en la cuneta con una de mis piernas totalmente quebrada. Tenía una forma distinta, como si estuviese desencajada. Al poco rato llegó corriendo un doctor que lo había visto todo. Me atendió y me subió al auto de la mujer que me había atropellado para que ella me llevara a la clínica. Ese recorrido fue como si lo hubiese vivido otra persona, algo irreal. Solo recuerdo que las dos íbamos llorando. Ella era súper joven, casi una niñita, y obviamente estaba en shock.

Cuando llegué a Urgencias y me atendieron, me dijeron que, además de la pierna, me había quebrado la mano derecha y se me había salido el hombro. Ese mismo día entré a pabellón y desperté con mi pierna inmovilizada. Estuve hospitalizada durante dos semanas y me dieron ocho meses de reposo. Apenas salí de ahí, tuve que empezar con terapia para aprender a doblar la pierna. Todos los días, durante toda mi licencia, una ambulancia pasaba a buscarme para llevarme a kinesiología.

Volver a mi casa fue súper fuerte, porque sentí que era una guagua. Mi pareja y mi mamá me tenían que hacer todo. Llevarme al baño, ducharme, darme de comer. Y, aunque era agotador, también me hizo darme cuenta de la suerte que tuve de tener casi un año entero a mi mamá a mi lado. Ella tiene 76 años, pero sacó una energía impresionante para estar con las pilas puestas todo el día. Yo creo que es porque sabía que la necesitaba.

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Este accidente me dejó varias lecciones. Aprendí el cómo somos capaces de adaptarnos a todo. Yo soy diestra, pero tuve que empezar a usar la mano izquierda. Aprendí a arreglármelas para, con una de mis piernas, poder agarrar cosas que no alcanzaba por el dolor que me generaba agacharme. A no pensar que porque algunas extremidades de mi cuerpo no funcionan me tenía que quedar acostada. En mi casa tengo un tallercito en el que me las ingenié para coser, pintar y bordar. Creo que el mantenerme ocupada me ayudó a sobrevivir mentalmente. También empecé a valorar cosas tan simples como ducharme. Cuando lo hice por primera vez sola después del choque me di cuenta de lo rico que es. Ahora, en cada una de mis duchas, doy las gracias por poder limpiarme, por tener agua, una cama rica para meterme después. Por tener un techo.

Obviamente, también hubo momentos en los que me deprimí. Me angustiaba pensar en cuánto tiempo me quedaba de recuperación. Echaba de menos mi independencia, moverme sin tener que acudir a la ayuda de otros. Tampoco podía dormir por los dolores. Así que decidí ir a terapia y creo que fue la mejor decisión. Ahí se me abrió un mundo que quizás nunca hubiese conocido sin el accidente. Me di cuenta de que tenía un tema muy heavy con la perfección y el orden.

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Con el paso del tiempo, aprendí que todas estas manías son producto del estrés, de no estar acá. De no respirar, parar y entender qué me pasa. Y eso me hizo valorar la simpleza de la vida y bajar el ritmo. Uno generalmente se pasa todo el día corriendo con el propósito de poder avanzar y así ganar tiempo para que mañana se pueda trabajar más. Gracias a esta experiencia aprendí a vivir más lento y a entender que para hacerlo no es necesario cambiar la vida, sino que enfrentarla de una manera distinta. El ser perfeccionista hace que me exija harto a mí misma y ahora, en vez de darle 30 vueltas a algo, trato de darle 10.

Creo que este accidente pasó en el momento indicado porque, por un tema de edad soy mucho menos castigadora en cuanto al físico. A veces pienso en cuántos años desperdicié hablándome mal a mí misma. Exigiéndome. A mis 46 me da lo mismo que mis piernas se vean asimétricas o tener una cicatriz. Hasta la encuentro linda. Y me encantaría poder hacerme un tatuaje para marcar que algo nació desde ahí. Unas raíces, quizás. Porque eso significó para mí este accidente: conectarme conmigo misma. Conocerme, aceptarme y atreverme a ser más yo".

Isabel Carrasco tiene 46 años y es directora de arte.

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