Hace 240 años, cuando América todavía era conocida como las Indias y estas tierras las dirigían los españoles, un barco zarpó del puerto de Cádiz en España con un mandato claro: no detenerse hasta atracar en Perú.

La orden la había dado el mismísimo rey Carlos III y había razones poderosas. El navío trasladaba a 400 personas a las nuevas tierras. Además de la tripulación encargada del barco, venían religiosos, soldados, comerciantes y oficiales reales (lo que hoy serían funcionarios públicos), que se dirigían al virreinato del Perú. Había también cinco nobles que ocuparían cargos de autoridad en las Indias. Todos venían con sus familias, sus sirvientes y sus bienes –muebles, ropajes y libros–. Sus pertenencias más preciadas. Sus riquezas.

Eran 628 toneladas de un cargamento único, como un cajón enviado a Mateo de Toro y Zambrano con sus bienes personales, unos 10 metros cúbicos de libros de la época, violines y muebles. Ropas, telas, juegos de cubertería de plata maciza enchapados en oro, piezas únicas de la Iglesia Católica traídas de Jerusalén, escritos, medicinas guardadas en baúles y cristales. Muchos cristales. Eran 1.738 cajones con cristalería de La Granja de San Ildefonso, en España, que serían comercializadas en esta tierra. De los hornos de dicha fábrica salían piezas en cristal tallado, opalina y vidrio, con destino a los palacios españoles, especialmente las arañas de cristal y grandes espejos. Por eso no debía detenerse. La carga era demasiado valiosa y, en ese tiempo, los piratas de altamar no tenían piedad. El navío se llamaba Nuestra Señora del Buen Consejo y San Leopoldo y era de origen francés, aunque había pasado a manos españolas. Se le conocía con su nombre de origen: el Oriflama. Al rey le interesaba que el cargamento fuera comercializado y a las 400 personas les interesaba llegar a destino. Pero no pasó ninguna de las dos cosas. El Oriflama cruzó el Cabo de Hornos y venía llegando a Valparaíso.

Pero se desató un temporal inmenso. Los pasajeros ya venían enfermos, con escorbuto. Tenían hambre, frío. Los marineros no eran capaces de subir a los mástiles a hinchar las velas y salvarse del temporal. Del Oriflama no quedó tripulante vivo después de cinco meses de viaje. El navío llegó por su cuenta a la costa de una playa, llevado por el movimiento de las aguas. Esa playa es La Trinchera y está justo donde desemboca el río Huenchullami, en las costas de Curepto, en la Región del Maule. Allí, en ese lugar, descansa aún el Oriflama.

Buscar un tesoro

Cuando el barco naufragó, desde el virreinato del Perú se ordenó su búsqueda. Los españoles rescataron algunos bultos que habían llegado a la playa, pero el barco quedó hundido. No pudieron encontrarlo, pero toda la investigación quedó registrada. Por ejemplo, las declaraciones de algunos testigos que vieron el naufragio, como la hija de un hombre que se dedicaba a recorrer las playas. O el testimonio del corregidor del pequeño poblado de Huenchullami, donde hoy existe una iglesia construida en 1585.

Los testigos que vieron el naufragio tuvieron descendencia. Y ellos más descendencia. Y pasaron más de dos siglos y así, de cuento en cuento, de boca en boca, hasta que el comentario llegó un día de 1999 a los oídos de Mario Guisande (62), un historiador naval, miembro de la Academia de Historia Naval y Marítima de Chile, de Perú y de Ecuador.

Mario solía encerrarse en el Archivo Nacional a investigar los naufragios y, estudiando las leyes, se dio cuenta de que era posible sacar cargamentos hundidos legalmente. En ese tiempo andaba buscando cobre en una fragata británica en Pichidangui, junto a los hermanos Martínez: Rodrigo (47), biólogo marino, y Edmundo (50), geólogo. Pero un emporal aguó la aventura y el Oriflama surgió como otra alternativa. Los hermanos Martínez, a su vez, conocían a José Luis Rosales (52), un empresario con el que habían intentado poner un criadero de ostiones. Cuando supo del tema, Rosales también se interesó en el barco hundido.

Así que primero fue una idea. Guisande se puso a investigar y después de semanas buscando papeles antiguos en el Archivo Nacional de Chile, quedó maravillado: había cientos, cientos de documentos que hablaban del Oriflama. Estaban allí desde cuando la corona española mandó a investigar el naufragio. En pleno centro de Santiago, Guisande se encontró con cinco tomos de hojas viejas, de tonos sepia y escritas con pluma y tinta, de la investigación y Guisande leyó las declaraciones de testigos que lo habían visto sucumbir.

"Allí estaba todo. El mismo virrey del Perú había comandado la investigación y eso era una sorpresa, pues de los naufragios se sabe muy poco", comenta Guisande. Los datos los compartió con los hermanos Martínez y con Rosales y comenzó a dejar de ser un magín. Edmundo, que buscaba yacimientos mineros para asesorar a empresas del área, comenzó a sentir esa sensación de que él podía encontrar lo que otros no habían podido.

"Cuando supe que el naufragio era real, creí en mi capacidad de encontrarlo. Por eso me embarqué en esta historia", dice. A Rodrigo, que estudiaba y coleccionaba meteoritos para hacer un museo, el Oriflama también lo cautivó. Como buen biólogo marino, encontrar un tesoro parecía un sueño de niño. Rosales, un ex militar jubilado a fines de los 90 por un accidente en el brazo y reconvertido en empresario, también se sumó. "Hay personas que son adictas a la adrenalina, y yo soy una de ellas", dice. Entonces empezaron. De lo que había descubierto Guisande, dos datos eran claves. Primero, que el barco había naufragado en la playa La Trinchera, al lado de Putú. Y segundo, que el navío traía, al menos, 215 toneladas de fierro entre cañones, labrados y barras.

No tenían que buscar un montón de palos hundidos. Tenían que encontrar ese fierro.

Madera y fierro

Edmundo tenía experiencia rastreando minerales, así que pensó que esa cantidad de fierro acumulada en un solo sector daría una señal tan potente, que un magnetómetro podría captarla. Rodrigo se fue en una casa rodante a la playa a buscar esa señal. Era 1999. Mientras, Rosales y Guisande veían la parte administrativa y legal. Guisande –después de años estudiando de naufragios sabía bien lo que había que hacer, así que pidió permiso a la Dirección General del Territorio Marítimo y de Marina Mercante (Directemar) para extraer los restos del barco. Rodrigo buscaba día a día. El resto del equipo colaboraba los fines de semana o en las vacaciones. Cada jornada era la misma rutina: muy temprano en la mañana preparaban los equipos y luego se montaban en una moto de agua con el magnetómetro y un GPS en mano. Estaban tres horas en el mar, registrando las señales. En la noche descargaban los datos para ver si habían dado con algo. La primera huella, sin embargo, no tuvo nada que ver con fierro, sino con un pedazo de madera.

En marzo de 2000 encontraron en la playa una tabla que tenía huellas de tarugos de madera, a la usanza de la construcción naval antigua. Lo mandaron a analizar a Cuba, con una especialista. La pieza correspondía al falso abeto o abeto blanco, típico del sur de Francia, y databa de hace tres siglos. El Oriflama, según los datos históricos, había sido construido en Toulon, en el sur de Francia, a inicios del 1700. Todo coincidía.

Una mañana de febrero de 2001, Edmundo y Rodrigo estaban probando nuevo equipo que registraba "en vivo" la señal del magnetómetro. Así, cuando Rodrigo se metiera al mar, su hermano estaría viendo en la pantalla del computador si había alguna anomalía. Rodrigo se fue a la playa y Edmundo se quedó en la casa. Se comunicarían por radio.

–Rodrigo, veo una anomalía enorme. ¿Estás en el mar?

–No, estoy en la orilla y no se ve nada metálico.

–Mentira.

–¿Por qué? ¿Qué pasa?

–¡Voy bajando a la playa!

Ni Rodrigo ni Edmundo tuvieron que meterse al agua para encontrar el Oriflama. El barco estaba enterrado en la arena, porque aunque se hubiera hundido en el mar, en 240 años las condiciones geográficas cambiaron, y lo que fue agua hace un cuarto de milenio ahora era playa. En ese tiempo los españoles lo buscaron sin éxito, pues buceaban a puro pulmón. Lograron, sí, topar el barco con una especie de ancla.

Rodrigo y Edmundo tenían el navío bajo sus pies. Nadie había podido encontrarlo antes. Entonces, con el pedazo de madera, las mediciones y los permisos de la Directemar fueron al juzgado de letras de Curepto y demandaron la prescripción adquisitiva en 2004. El juez, un año después, se la otorgó.

En los años siguientes el trabajo pasó de la playa a la oficina. Había que ordenar las platas y planear lo que se haría para adelante. José Luis Rosales se hizo cargo del tema y formó la sociedad Oriflama S.A., convirtiéndose en su gerente. Había que pensar los aspectos legales y desarrollar un proyecto técnico para sacar el barco.

El trabajo se enfocó en llegar al barco. Y, en 2006, pasó lo que esperaban. Lo tocaron con tubos de un sondaje, lo sintieron desde arriba. El Oriflama estaba ahí, en esa playa, justo donde lo decía el magnetómetro: a 9,5 metros de profundidad.

De quién es el barco

Pero adueñarse de un tesoro enterrado no es simple. Aunque Oriflama S.A tenía una sentencia de propiedad de los restos del barco, el Consejo de Monumentos reclamó que el navío era del Estado. De nadie más. Su argumento era que todo lo que estaba enterrado –los huesos de personas, el fierro, las joyas, los muebles, la madera– era patrimonio arqueológico. Y, por el solo ministerio de la ley, pasaba a ser cautelado por él. Rosales y sus socios no tenían derecho a excavar ni a quedarse con un solo pedazo de nada si no pasaban antes por la aprobación del Consejo.

Si se sometían a Ley de Monumentos Nacionales, de 1970, que dice que una comisión científica extranjera puede excavar bienes arqueológicos, con su autorización, podían quedarse, en el mejor de los casos, con el 25% de los bienes.

Oriflama S.A. había trabajado demasiado en esas aguas como para soltar así como así el navío que había encontrado. En 2006, mientras la empresa realizaba nuevos sondajes para volver a tocar el barco enterrado, el Consejo los denunció por excavación arqueológica ilegal.

Los hermanos Martínez, Rosales y Guisande tenían montado un escenario de equipos técnicos en La Trinchera: perforaban el suelo y desde las profundidades emergían chorritos de arena con pedazos de metales, madera, cristales y moneditas del siglo XVIII. Los metales aparecían brillantes. Los granos de pimienta salían redondos, lisos, perfectos.

Las moneditas traían un león grabado a uno de los lados. Las investigaron y se percataron de que eran fichas de cambio de la época. Los hallazgos no son muchos: todo junto cabe en una taza grande que hoy el alcalde de Curepto guarda en su oficina. Pero iluminan lo que puede haber allá abajo.

El juzgado sobreseyó la causa de excavación ilegal por no encontrar motivos suficientes para que se constituyera delito. Pasaron cuatro años de discusiones semánticas y tironeos de propiedad. Oriflama S.A, que necesitaba lograr algún acuerdo con el Consejo para iniciar el rescate del barco, propuso en cinco oportunidades que el Estado se sumara a su proyecto, explicitando que el navío seguía siendo de ellos. No hubo trato.

Recién en septiembre de 2010 comenzó a salir algo de humo blanco. Oriflama S.A presentó, esta vez, una propuesta acorde a la Ley de Monumentos. Ahora sí explicitaba que el 75% quedaba para el Estado y que ellos optaban al 25%. "Nuestro espíritu siempre ha sido quedarnos con una cantidad de piezas que nos permita asumir los costos. Si lo hacemos bajo la Ley de Monumentos, como propusimos ahora, conseguimos eso", dice Rosales en su céntrica oficina de avenida Portugal, plagada de autos a escala, fotos de barcos y una mesita al fondo presidida por una imagen de Pinochet.

Si se llegara a aprobar la propuesta de Oriflama S.A., sería el primer caso en Chile del rescate de un barco de esta magnitud. El consejo no ha tomado una decisión final. A fines de noviembre le hizo llegar a la empresa una carta donde especifica 11 puntos del proyecto técnico que deben ser aclarados. Recién ahí, quizás, se sabrá lo que hay debajo de la arena.

La polémica de los arqueólogos

La comunidad arqueológica piensa que el trabajo de conservación de los bienes de Oriflama es tan complejo y caro, que en el país no existen ni las instalaciones ni el financiamiento para preservarlos. Según Patricio Galarce, director del Colegio de Arqueólogo, el medio acuático es uno de los mejores ambientes para la preservación. O sea, científicamente hablando, el barco está mejor abajo que arriba. Diego Carabias (33), asesor del Colegio y experto en arqueología subacuática, es uno de los mayores opositores al proyecto debido debido al interés de la empresa de comercializar el 25% de los bienes. "El espíritu de la ley indica que ese 25 % es para fines científicos. No para lucrar. En un trabajo arqueológico bien hecho, lo que se encuentra no se comercializa. Oriflama S.A. es una empresa cazatesoro, no una misión científica, reclama.

¿Cómo van a sacar al navío?

Oriflama presentó un proyecto técnico que implica hacer un tablestadaco en la playa, una especie de cerca de pilares de fierro que impediría que entren arena y agua durante la excavación. Esto debería costar 1,7 millones de dólares. Hasta el momento se han financiado con los 28 accionistas chilenos y extranjeros que componen la sociedad. Pero tienen deudas que pagar y quieren sacar ganancias. Por eso el 25% que podrían obtener si el Consejo de Monumentos Nacionales aprueba la moción es vital para Oriflama S.A. Les interesa las copas, sobre todo. Algo de esos 1.738 cajones de cristalería elaborada por la Real Fábrica de Cristales de la Granja de San Ildenfonso, en España, hoy preciadísimas en el mercado.