Catalina Velasco (29) tuvo su primera experiencia de buceo a los 22 años, cuando llevaba ya cuatro años estudiando biología marina en la Universidad de Valparaíso. Aquella vez quiso salir del agua al poco rato de haberse sumergido, porque en el primer intento se sintió incómoda, tuvo miedo y se le aceleró el corazón. Su instructor –que hasta el día de hoy considera una persona fundamental en sus primeras experiencias y su eventual desarrollo profesional– la dio vuelta y la tuvo un buen rato de espalda al agua. Ahí la hizo respirar y flotar, hasta que finalmente le dijo: “vamos de nuevo”. De ahí en adelante, Catalina supo que las profundidades del mar serían como un segundo hogar.

Y es que desde chica siempre disfrutó los meses de verano en los que se iba a la playa junto a su familia. Todos los días se metía al agua y nadaba hasta que las personas de la orilla se volvieran unos puntos difusos en la arena, pero no fue hasta su último año de colegio que decidió, a base de instinto e impulso, entrar a biología marina, después de pensar que estudiaría medicina veterinaria. No contaba con mayores referentes y nadie en su entorno cercano formaba parte del rubro de las ciencias, pero ella ya estaba lo suficientemente convencida de querer acercar los océanos a las personas.

No fue hasta que terminó la carrera que se dio cuenta que había ingresado a un rubro mayormente masculinizado, en el que el problema no era tanto que ingresaran más hombres que mujeres –de hecho, en algunas ramas de la ciencia el porcentaje es equitativo–, sino más bien los topes a los que se enfrentaban las mujeres en la medida que iban progresando. Mientras los hombres lograban especializarse, desarrollarse y subir de rango, eran y siguen siendo pocas las mujeres que lograban mantenerse y finalmente balancear el trabajo doméstico y de cuidado con las exigencias propias de la carrera profesional. Y aún menos las que llegaban a los cargos directivos.

“Para poder ir avanzando en las ciencias hay que especializarse, trabajar horarios largos, entrar a un laboratorio, a la academia y contar con posgrados. En toda esa escalera, las mujeres se van cayendo porque se vuelve totalmente insostenible hacer eso y estar a cargo del hogar. Es ahí donde empiezan a ver sus carreras truncadas”, explica. “En ese sentido, mientras no estén repartidas de manera equitativa las labores domésticas y de cuidado, da lo mismo la cantidad de oportunidades laborales que se abran, la mujer siempre se va llevar la carga y solo los hombres van a tener el tiempo para poder escalar esta torre de marfil”.

En el 2017, cuando Catalina se fue a vivir a Punta Arenas para realizar un doctorado en ciencias antárticas y subantárticas, supo de todos los naufragios que habían ocurrido en la zona, cuando el Estrecho de Magallanes era aún una de las principales rutas comerciales, previo a la creación del Canal de Panamá. Fue ahí que decidió estudiar el rol ecológico que cumplían estos naufragios al transformarse, con el paso de los años, en arrecifes artificiales ricos en vida marina. Pero más que el estudio en sí de la biodiversidad asociada a los naufragios, quería poder externalizarlo, para que no permaneciera únicamente al alcance de la academia, sino que fuese accesible y atrayente para todos. Decidió entonces complementarlo con un registro fotográfico que eventualmente expondría de manera itinerante. Postuló el proyecto al fondo Early Career Grant –un programa de financiamiento de National Geographic Society– y se lo ganó. Y pudo así mostrarle su trabajo en distintas comunidades de Puerto Natales, Punta Arenas y Tierra del Fuego.

Finalmente, a principios de este año, National Geographic la invitó a ser parte de la expedición Pristine Seas –proyecto de exploración que surgió en el 2008 con la intención de respaldar el objetivo de las Naciones Unidas de proteger los océanos– a los Fiordos Patagónicos, y Catalina se volvió la primera mujer latinoamericana en participar.

Al complementar sus investigaciones con la fotografía marina, Catalina logró un cruce entre la ciencia y la comunicación, y es por eso que en 2017 fundó junto a su pareja y biólogo marino, Felipe Pizarro, la fundación Mar y Ciencia, que busca promover la valoración de los ecosistemas marinos de Chile a través de la divulgación científica.

Las mujeres nos enfrentamos al famoso techo de cristal; nos desarrollamos profesionalmente hasta cierto punto y de ahí nos encontramos con un tope. ¿Cómo lo ves tú, siendo una mujer en un rubro mayormente masculinizado?

Creo que el problema surge incluso en la infancia. Los colegios, que son la instancia en la que una se podría interesar por tales rubros, o al menos acceder a ellos por primera vez, nos ponen un freno desde el principio. Está comprobado que desde los 6 años las mujeres ya se empiezan a sentir menos capaces que los hombres en las ciencias, tecnologías y matemáticas. Y ahí entra desde el cómo hemos sido socializadas, al hecho que los mismos profesores, de manera inconsciente y sin malas intenciones, siguen reforzando estos estereotipos.

Son imposiciones externas que se vuelven creencias y auto percepciones muy arraigadas.

Nos convencen y nos convencemos que no somos capaces siendo que no hay un factor biológico que determine que un género es mejor que otro para ciertas materias. Finalmente responde a las normas sociales, y lo social termina siendo más determinante. Partiendo con los juguetes que nos regalan, ya desde ahí nos vamos encasillando. Y si bien se ha avanzado, creo que aún falta mucho. He visto cargos en los que se selecciona a más mujeres en pos de tener mayor diversidad, pero el incentivo falta desde mucho antes.

¿Cómo es ser la única mujer en algunos de estos espacios? ¿Te has enfrentado a ciertos prejuicios?

Yo no lo he sentido personalmente, pero ese es justamente el tema: que a mí no me haya pasado no significa que no sea una realidad. Conozco a muchas mujeres que se enfrentan a obstáculos de manera cotidiana solo por ser mujeres, por eso en Mar y Ciencia abrimos una sección que se llama Mujeres de Mar en la que recopilamos testimonios de distintas especialistas del rubro para visibilizar su labor y sus experiencias. Y ahí nos llega de todo. En la industria del buceo, que está mayormente habitada por hombres, pasa mucho. Cuando yo trabajaba en eso, no me veían capaz de levantar las botellas, muchas veces el cliente quería levantarlas por mí. Siempre tenemos que demostrar que podemos, y eso es algo que el hombre no tiene que hacer, porque todos asumen que sí puede. Nosotras en cambio vivimos con la necesidad constante de demostrar que podemos y que nos merecemos el puesto. Y eso es sumamente agotador y desgastante. Al final siempre estamos trabajando al 110%.

¿Cómo fue ser parte de la expedición Pristine Seas?

Fue un viaje maravilloso porque se dio una unión entre la ciencia, la tecnología y el conocimiento ancestral. Fuimos a la reserva Kawésqar con integrantes de la misma comunidad Kawésqar y Yagán y eso fue muy especial. Ese tipo de cruces son los que me interesan, y ojalá poder comunicarlos todos y volverlos mayormente accesibles. Detrás de lo que hago hay una intención política: achicar la brecha educacional, democratizar el conocimiento científico para que no quede solamente ahí, y finalmente acercar los océanos a las personas para que logren empatizar.