26 de mayo de 2012. Paula 1096

Sucedió con los falansterios del socialista utópico Fourier, pasó con una comunidad tolstoiana a principios del siglo XX en Chile, donde un grupo de escritores quiso emular la experiencia cercana a la naturaleza del ruso León Tolstói, y aconteció en muchos colectivos anarquistas o hippies: las disputas internas y el individualismo pudieron más que el amor al prójimo, el pacifismo y el trabajo perseverante. Pero siempre habrá excepciones que confirmen la regla y renueven el ideal arcaico –y nunca proscrito– de una existencia fraterna. Es el caso en Chile de Blowing in the Wind, una comunidad (ecoaldea, le llaman ellos) que ya cumplió 23 años. Los comuneros dicen que han sobrevivido, precisamente, porque no hay gurúes ni reglamentos penitenciarios, se respeta la diversidad social y cada cual adhiere como puede a los principios colectivos.

En Blowing conviven alrededor de 50 familias entre las que hay profesores, constructores, médicos, carpinteros, instructores de yoga, docentes universitarios, bailarinas, cocineras, pequeños comerciantes, terapeutas alternativos, arquitectos, panaderos, músicos, vagabundos. Todos bajo la sombra de los mismos árboles y parecidos ideales. Paradojalmente, está ubicada en las proximidades de Reñaca, epicentro, como se nos recuerda en los noticieros de la TV estival, de los deportes náuticos, las mujeres doradas al sol, el concurso de traseros femeninos, miss Reef, y todo lo que pueda producir la combinación de verano, mar, dinero y un toque de promiscuidad.

Luego de recorrer unos 15 minutos en auto desde el centro de ese balneario, por los faldeos de la cordillera de la Costa, se llega hasta un conjunto de originales casas de barro y paja, diseminadas azarosamente en un bosquecito de árboles nativos, pinos, y eucaliptos. Al iniciar el paseo por los senderos de tierra del lugar la anfitriona y profesora de yoga Marcela Caamaño (42), relata que el proyecto surgió cuando los hermanos Muñoz, hijos de un jardinero de Reñaca, decidieron trasladarse a unas tierras donadas –y otras vendidas a bajo costo– por Ilani Attwatter, una gringa que los adoptó al quedar huérfanos. El propósito de los hermanos era vivir rodeados de naturaleza, usar los materiales del entorno para construir sus casas, sembrar sus propias verduras y hortalizas, utilizar el trueque como opción de intercambio económico, evitar el consumismo y mantener la unidad familiar. Y funcionó. Tan bien les fue con la propuesta, que muchos amigos se fueron sumando y adquirieron sitios dentro del terreno, seducidos por su calidad de vida. Hoy, ya son medio centenar de familias, que han logrado consolidar esta vida alternativa y superar las crisis que se producen de manera inevitable en una convivencia tan cercana.

Qué bonita vecindad

Blowing podría ser un condominio cualquiera, pero no lo es. La diferencia, según Marcela, está "en la libre cooperación y el intercambio de saberes de sus integrantes", lo que se expresa en las creativas casas construidas por los propios comuneros. Se ven hombres y mujeres que siembran la tierra, construyen casas, organizan cursos, recolectan semillas, preparan la cena para la familia, riegan las plantas, hacen su propio pan, cuidan a los hijos. Niños corriendo a campo traviesa entre las casas sin cercos. Utilizan los desechos degradables y cultivan huertos con productos orgánicos regados con agua de pozo. Mediante trabajos voluntarios han generado espacios comunes, como una sala para realizar masajes y sesiones de yoga, una escuelita que se está terminando y sitios para que los niños jueguen. En el lugar se practica el trueque. Una sesión de reiki se permuta por pan integral o unos tomates orgánicos pueden recibirse a cambio de ayuda para levantar una habitación de barro.

No hay líderes carismáticos ni rituales misteriosos. No existe un reglamento de copropiedad ni conserjes malhumorados exigiendo identificación a las visitas. Blowing tampoco responde a la caricatura de una comunidad hippy de sujetos tirados en una hamaca, impregnados en pachulí y levitando en abundante cannabis. Son sencillamente un grupo de personas que se organizan en torno a la productividad y el bien común.

Anselmo Magaña, alias Coloro (45), junto a su pareja, la pintora Alejandra Méndez (35) además de criar a sus dos hijos, están embarcados en la producción y acopio de semillas no transgénicas. Fueron una de las primeras familias en ser atraídas por el magnetismo vital de los Muñoz y se ganan la vida haciendo talleres en los que comparten sus conocimientos de agricultura a escala humana, yerbas medicinales y construcción ecológica. Descreen de los pronósticos apocalípticos planetarios, pero están seguros de que ante una hecatombe, tienen más recursos para sobrevivir "que las personas que compran compulsivamente en los grandes centros comerciales de Reñaca".

Germán Muñoz (44), marido de Marcela, está abocado a terminar los detalles de la escuela Waldorf que acaban de construir para educar a algunos niños de la aldea. Germán ha terminado de pulir el piso, y Claudia Moena (42) la profesora a cargo de la escuela y también habitante de la aldea, coloca las piezas de un mosaico en el ingreso de la sala de clases, en un sereno atardecer, cuando los rayos del sol se cuelan entre los árboles y la aldea agarra atmósfera de cuento.

Pero a Jorge (54), hermano de Germán y miembro destacado de la dinastía de los Muñoz, no le interesan las casas de barro y paja: prueba fáctica de que no hay dogmas rígidos. Él prefiere su acogedora micro-casa, que usó para viajar por el norte chileno y que después convirtió en su hogar. Dentro tiene una cama matrimonial, en la que recibe a su novia de Santiago, una estufa eléctrica, baño con calefón y una salamandra para el invierno. Aventurero, navegante y buzo independiente, hoy trajo jaibas con las que preparará una pasta para vender o trocar al interior de la aldea. Así resume Jorge un día normal en Blowing in the Wind: "Me levanto a primera hora, porque no tomo ni fumo. Salgo en mi auto, me instalo en una playa, me pongo el equipo de buzo y a cazar lenguados se ha dicho. Vendo lo que saco y vuelvo tempranito a gozar de esta maravilla...".

También Pradhana Fuchs (41) es de la casta de los aventureros. Músico, líder de una banda de rock folk y director de un proyecto que ofrece terapias de integración a través de la música. Llegó a este lugar después de viajar durante años por más de 40 países. Junto a Sofía (25), ingeniera ambiental y experta en permacultura, están criando a su primera guagua, Surya, un regordete rubio y simpático que se desplaza con un bombo por el piso de barro impermeabilizado con cera de abeja. Pradhana tuvo una experiencia comunitaria frustrada y por eso reivindica lo que ha sucedido en Blowing. La clave de su perduración, según él, radica en que cada familia es dueña de su terreno y "puede hacer en su espacio lo que quiere, sin coerciones de ningún tipo", a diferencia de comunidades más radicales.

Amo mi casa

En Blowing in the Wind se comparte un ecologismo, práctico, sin mandamientos filosóficos o religiosos. "Hay gente que se imagina que acá estamos de vacaciones eternas y resulta que yo no paro de trabajar. Anoche, por ejemplo, me acosté a las cuatro de la mañana y me levanté a las siete para llevar a mi hija al colegio. Además, no tenemos jefes así que, o las cosas las movemos nosotros, o nadie las mueve. Hoy, por ejemplo, me he recorrido todo Blowing buscando almácigos y he quemado muchas más calorías que si pagara por un gimnasio lleno de señoras aburridas", cuenta Alejandra Méndez, mientras le da pecho a su último retoño.

En la actualidad, la mayoría de los comuneros trabaja en ciudades de la Quinta Región, pero otros siguen abocados a los proyectos que la propia comunidad genera, como Claudia, que estará a cargo de la escuela pronta a inaugurarse. Es también el caso de Coloro, que realiza sus talleres en su hogar y aloja a los participantes en carpas, y de Sue Stenzel (24) joven gringa oriunda de Wisconsin, que da cursos sobre su obsesión: la "arquitectura vernácula". Hija de un carpintero, llegó al país enamorada de un chileno mueblista y habitante de la aldea, y se sumó entusiasta al proyecto comunitario. En las casas que construye utiliza materiales que producen ahorro energético, techos vivos (especie de jardines altos) que actúan como aislante térmico, y pinturas extraídas de las tierras de color que ella misma recoge en los senderos costeros.

Matías Estay (25), otro comunero, dice que quiere "romper con el estereotipo del joven profesional emprendedor urbano". Se gana la vida administrando unos negocios de la familia en Viña del Mar, pero su verdadera pasión es construir su "departamento" de barro con forma de palafito. "Acá puedo respirar aire puro, tomar agua descontaminada, compartir con mis vecinos y observar a los niños que juegan con una araña y saben que no tienen que matarla y que no viven colgados del play station, porque si están aburridos tienen este tremendo jardín común...", relata parado en el living de su palafito, desde donde se pueden ver fragmentos del lejano mar, entremedio de los edificios que emergen como callampas en el balneario costero.

Su vecina directa, su tía Leonor, la mayor de los pioneros Muñoz, está separada y vive con uno de sus hijos. Machacando un ajo en su mortero de piedra, rememora con nostalgia los días en que huyeron del crecimiento explosivo del balneario para vivir entre los árboles, sin luz eléctrica, con agua de pozo, en un ecosistema habitado por zorros, conejos silvestres, codornices y aves de todas las especies, algunas de las cuales ya están desapareciendo por la deforestación sistemática del entorno.

Desde esos tiempos ya han pasado más de dos décadas para esta comunidad que sigue, como diría Bob Dylan, "soplando en el viento" de las utopías posibles.

Me gusta el cilantro, pero no tanto

Claro que como cualquier aventura asociativa, Blowing no ha estado ajena a los conflictos. Uno de los principales puntos de discordia ha sido, históricamente, la administración de los carretes. "Acá escuchamos el rumor de la naturaleza, los pájaros, el viento, los grillos, esa es nuestra música y no queremos perderla", nos aclara Kuky (42), instructora de yoga y reiki y una de las fundadoras de la comunidad. Así explica el malestar que ha generado el despiste de algunos compradores recientes: "A la casa de una señora que no vivía acá, los fines de semana llegaban sus hijos desde Valparaíso con minas, música a todo volumen y carrete hasta la madrugada en días laborales. Eso lo paramos en seco".

Otro motivo de fricción lo producen algunos de los recién llegados, que compraron terrenos en el sector que los pioneros denominan "Blowing Bajo" y cercaron sus sitios dejando en evidencia que el espacio individual prevalece para ellos. Tampoco han faltado los desubicados que vieron un posible negocio en la fama del lugar, como uno que trató de instalar un bar y terminó yéndose ante el rechazo categórico de los comuneros.

Diana, médico especialista en salud mental, separada, 4 hijos, fue protagonista de un conflicto al interior de la comunidad. Llegó a Blowing hace pocos años y construyó con barro y materiales reciclados una casa de tres pisos que molestó al resto, porque según ellos desentonaba por su tamaño. Además, Sam, su perro labrador, ha tenido relaciones hostiles con otros canes y se ha comido varios gatos del vecindario. Aunque suscribe los principios centrales de la comunidad, Diana acusa cierta rigidez entre los más antiguos del lugar: "Cuando los proyectos son muy reglados se convierten en una cárcel peor que el sistema del que uno viene arrancando", dice. "Acá luchamos por mantener la libertad, el respeto y la integración. Esto es como un muestrario de lo que es la sociedad en cualquier parte y, por lo mismo, también se generan tensiones. No es un paraíso social: hay gente que es bipolar, gente que es depresiva, gente que es reclamona. Hay gente que tiene pocas lucas, hay gente que tiene más, hay casas con dos autos y en otras con ninguno. Son cosas que en teoría no debieran importar, pero que al final, a nivel de los vínculos, terminan incidiendo". El mayor de sus hijos, Gerónimo, de 16 años, que aprovecha los faldeos del lugar para practicar descenso en bicicleta, es menos comprensivo y, aunque valora el silencio y la naturaleza, no quiere saber nada "con huertos, talleres y toda esa onda media hippy", dice.

Pero la principal amenaza es que, aunque los comuneros hayan escapado del estrés urbano, la ciudad insiste en perseguirlos. El nuevo plan regulador los obligará a poner una cerca perimetral y definir claramente cuáles son las propiedades individuales y los espacios colectivos. También viene avanzando el pavimento y ya se imaginan el infernal tráfico de vehículos corriendo a toda velocidad rumbo a condominios carísimos que se están estableciendo en los alrededores.

Coloro sintetiza así el equilibrio precario que están viviendo por estos días como comunidad: "Se han instalado industrias ilegales que no respetan nada, talan los árboles y contaminan las aguas subterráneas. Hay gente que viene desde la ciudad a botar escombros en nuestro entorno; tipos que corren como locos por los caminos de tierra con el peligro que implica para los peatones, y contaminando el aire con el polvo que levantan… Yo me vine a Blowing arrancando de la ciudad y ahora de nuevo la tengo en las narices…". ·