Me he hecho muy amiga de la señora que vende verduras en la esquina. Cada vez que voy por un par de cebollas, me quedo –por lo menos 15 minutos– conversando con ella. Es divertida, se ríe todo el tiempo y me tira tallas mientras fuma. No sé si sabe mi nombre, yo no sé el de ella. Me dice "la hippie", porque le llevo de vuelta las mallas de los limones para que las use de nuevo y no le acepto las bolsas plásticas de colores que ella insiste en darme. Al principio se enojaba por mi desaire, pero ahora sabe que ni yo, ni ella, ni nadie en el mundo debería usarlas, porque son de lo más inútil y contaminante que el humano pudo haber inventado. Cada vez que nos despedimos me dice que ya no va a traer más de esas bolsas, porque son pura basura. También me dice que va a dejar de fumar. Pero cuando vuelvo las bolsas siguen ahí y ella sigue fumando.
He tratado de empezar muchos buenos hábitos en la vida: salir a correr, hacer yoga por mi cuenta los fines de semana, tomar dos litros de agua al día o tomar menos café por las mañanas. Pero nada de eso me resulta como quisiera. Me sobra el entusiasmo y me falta la constancia. De eso no hay ni un culpable. Ni yo siento la culpa que debería, tal vez porque me falta conciencia y verdaderas ganas de empezar o porque, aunque sé que cierto grado de deporte es salud, la información aún está en un nivel muy superficial y el entusiasmo no puede con las costumbres que siguen arraigadas, pegoteadas e instauradas.
Hay otras áreas, en cambio, en las que soy mucho más consciente. El reciclaje es una de ellas. Hace años que no soy capaz de botar ni el más mínimo plástico al basurero. Aunque por eso guarde cajones con encendedores malos, cepillos de dientes, envases de desodorantes y aerosoles esperando que algún brillante creativo le dé un destino a esos envases que actualmente nadie recibe. Los acumulo porque mi conciencia me impide deshacerme de ellos. Porque con eso me cuido de la tortura vital que sería botarlos e imaginarlos en un vertedero para siempre, al lado de un pañal sucio, un envase de galletas a medio comer, un plancha vieja y unas cáscaras de naranjas podridas. Tampoco olvido a las palomas. Porque eso imagino cuando alguien habla de un vertedero: muchas cosas que tenían un destino, pero que por falta de información o de voluntad, y siguiendo el modelo económico lineal de tomar, hacer y desechar, llegaron a ese espacio para muchos ilimitado.
La economía lineal llegó a su límite de capacidad física. La hora sonó, como rima y canta Ana Tijoux. Y hay datos: en Chile reciclamos solo un 8,5 % del plástico, cifra que según la Asociación Gremial de Industriales del Plástico está muy por debajo de lo que podríamos. Sobre todo si es que seguimos comprando productos envasados y nos olvidamos que con eso recae en nosotros la responsabilidad de gestionar los residuos. Este año entró en vigencia la ley de Gestión de Residuos, Responsabilidad Extendida del Productor y Fomento al Reciclaje, más conocida como REP, que por fin hace responsable a las empresas de los residuos que generan sus productos. Por otro lado, hay varias empresas grandes que se unieron en el Pacto por los Plásticos, y que pone como fecha el año 2025 para cumplir con varios de sus objetivos de manejo de recursos. Todo esto sin dejar fuera al consumidor, que es parte del ciclo. Sí, parte del ciclo. No es una opción, es un cambio de modelo. El que por fin va en un camino regenerativo, circular y redondo como la Tierra.