"¿Por qué tienes que ser tan provocadora?". Crecí escuchando a mi mamá decir eso. Se daba, usualmente, cuando mi papá decía algo y yo en vez de acatarlo le respondía sin pelos en la lengua. Y es que acatar era lo que se esperaba de mí, al ser la única hija mujer y la mayor de tres. Mientras los otros dos tenían permiso para jugar, yo tenía que ayudar a mi mamá a cocinar y poner la mesa. Porque que llegara mi papá del trabajo y yo estuviera haciendo mis cosas, no era opción. Así fue con un sinfín de diferenciaciones que mis padres, probablemente de manera inconsciente, se encargaron de marcar durante nuestra infancia y adolescencia. Mis hermanos traían pololas a la casa y eran bienvenidas. A mis pololos, en cambio, se los miraba feo. Cuando mis hermanos entraron a estudiar, nadie los cuestionó. Cuando lo hice yo, mi papá puso en duda mis habilidades. Invertir en mis estudios no valía la pena. Según él, era muy probable que quedara embarazada y abandonara la carrera.

En este escenario familiar, la única que me alentaba era mi abuela materna. Había sido de las primeras feministas de Chile e integrante del Partido Comunista, y le había tocado, por ende, viajar mucho. Esto había forjado sus opiniones desde muy temprana edad: no estaba de acuerdo con cómo se daban las relaciones interpersonales en el país y mucho menos con el rol que se le adjudicaba, y sigue adjudicando, a la mujer. Fue ella quien me dijo que si yo me llegaba a casar joven, ella iba a bajar del cielo y pegarme con un palo en la cabeza. Primero tenía que estudiar y después casarme, aunque eso tampoco era una obligación. "Porque de no quererlo, existen otras opciones", me aseguró.

Pero mis papás no opinaban lo mismo. Ellos estuvieron casados durante 25 años, hasta que mi papá murió. Y recién ahí, mi mamá se liberó de ciertas trancas. Una vez viuda la vi hacer todas las cosas que había querido hacer y que, por estar cumpliendo el rol de madre, esposa y mujer perfecta, no había podido. Porque las hacía todas. Trabajaba en una biblioteca y llegaba en las noches a criar, cocinar y dejar todo ordenado en la casa. Espacio para actividades recreativas más personales, que no tuvieran una finalidad colectiva para el núcleo familiar, realmente no tenía. Pero, por supuesto, nunca se iba a rebelar. Ella, contrario a mí, tenía claro que no había que ser "regodeona" y que la mayoría de las veces la única opción era obedecer. Estaba resignada.

Yo supe advertir eso desde chica y me propuse nunca dejar de hacer mis cosas por el matrimonio o por la familia. Y quizás por eso, nunca me callé. Pero los comentarios como "te vas a quedar sola por complicada" abundaron mientras crecí. Porque quedarse sola era, quizás, lo peor que le podía pasar a la mujer. Como si parte de nosotras estuviese incompleta sin un otro.

Yo, por mi lado, no lograba concebir que, por el solo hecho de ser mujer, tenía que cumplir con ciertas normas. Y tampoco entendía por qué mi mamá y yo teníamos que tolerar las reacciones agresivas de mi papá. Él podía expresar lo que quisiera, y de la manera que quisiera, pero nosotras no podíamos responder. ¿Por qué si nos estaba diciendo algo que nos hería teníamos que dejarlo pasar y hacer como si nada? ¿Por qué se ponía en tela de juicio "mi provocación" y no su actuar? ¿Por qué, en definitiva, era más importante para mi mamá mantener la relación antes que su propio bienestar? El miedo a estar sola, el mismo que trató inculcarme a mí, era quizás su principal motor. Y así encontraba formas de justificarlo. "Si no fuera por tu carácter él no reaccionaría así", me decía. Al final, yo tenía que simplemente no responder. Porque de responderle, todo reacción era razonable. ¿Cómo iba a encontrar pareja si seguía siendo así? No hace poco, de hecho, mi mamá me dijo "mi miedo más grande es morir y dejarte sola".

A los 28 años terminé una relación importante. Había sido muy linda, pero algo faltaba. Y cuando finalmente tomé la decisión de terminar, en vez de apoyo sentí un profundo cuestionamiento por parte de mi mamá: él me quería y nuevamente yo era la complicada. Fue tanto lo que me afectó su postura, que me empecé a sentir culpable. Y de apoco –y de manera inconsciente– fui asimilando esa visión. ¿Seré yo la problemática? Pasé entonces a dudar de mí y a complacer a todas las parejas que vinieron de ahí en adelante. Empecé a justificar, tal como había hecho mi mamá, las faltas de interés y la poca cooperación por parte de mis parejas. Ellos estaban cansados o sus cosas eran más importantes que las mías. Siempre había una excusa. Y, por mientras, dejaba mis sueños de lado.

Así estuve durante varios años, hasta que terminé mi última relación, en la que había cedido tanto de mí que ya se me había hecho insoportable. Me había transformado, sin quererlo, en mi mamá. No creo que esto haya sido culpa de ella. Muchas veces, estas actitudes están tan arraigadas y se han normalizado tanto, que ni siquiera nos damos cuenta de que las padecemos. Lo que me pasó a mí siento que habla mucho de nuestra sociedad y de las presiones que hemos sentido las mujeres toda la vida. Se espera que seamos las que mantienen el hogar y las que enmiendan. Cumplimos, por antonomasia, un rol conciliador y no frontal. No estamos para discutir y pelear, estamos más bien para arreglar las cosas. De otra forma se nos rechaza. Es cosa de pensar en la figura de la mujer primordial: virgen y santa, bondadosa y caritativa. Siempre dispuesta a dejar sus libertades de lado.

Pasé muchos años transando las mías para complacer a los demás e, indirectamente, complacer a mi mamá, cuando en realidad lo que más quiero es estar sola, tener mis espacios y mis tiempos. Existe una idea de que como mujer hay que darlo todo por el otro, cosa que ciertamente no se espera de igual manera del hombre. Es una noción que ha rondado en el imaginario colectivo desde siempre, pero espero que tal como me pasó a mí, todas puedan darse cuenta de que existen las libertades de una primero. Y esas no hay que transarlas.