"Con Gabriel llevamos 35 años juntos. Él es médico con especialización en radiología y yo psicóloga de terapias familiares. Ambos tenemos 62 y hasta hace unos meses cargábamos más de cuarenta años de trabajo sin parar. Nuestra rutina solía ser muy agotadora y exigente. Entrábamos todos los días a las ocho de la mañana y salíamos 12 horas después. Pero lo hacíamos felices. Sabíamos que así era la vida en Santiago y que, para poder disfrutarla, debíamos esforzarnos.

Teníamos una casa que nos encantaba, pero que casi nunca tuvimos el tiempo de disfrutar. Como  solíamos estar agotados, nos costaba un montón armarnos de ánimo para atender invitados, así que tratábamos de hacer todo puertas afuera. Salíamos harto y asumíamos compromisos encantados, sin embargo, nunca nos dimos espacio para el descanso. Siempre tratábamos de buscar instancias en las que nos pudiésemos relajar, pero todo era dentro del mismo ritmo, de estar corriendo constantemente. Así era nuestra cotidianidad y sabíamos que solo algo muy grave nos iba a obligar a poner una pausa. Hasta que pasó.

Hace dos años, justo después de Navidad, a Gabriel se le hinchó una pierna. Él pensó que se podía tratar de una alergia y no le prestó mucha atención. Sin embargo, fue creciendo cada vez más y nos asustamos. A los cinco días, partimos a Urgencias para saber de qué se trataba. Mientras le hacían exámenes pensando que podía ser algo vascular, él mismo le pidió al doctor que lo dieran vuelta y lo revisaran por el otro lado de la pierna, y ahí se dieron cuenta que tenía un tumor en la ingle. Después de dos días hospitalizado, nos dijeron que tenía un Linfoma no Hodkin, es decir, un cáncer del tejido linfático. Afortunadamente era grado 2 y aún estábamos a tiempo para tratarlo. Se nos vino el mundo encima, pero teníamos que pelearla.

Sentimos culpa, muchísima culpa. No es que pensáramos que Gabriel se había enfermado por el ritmo de vida agitado, pero sí creíamos que no escuchó a su cuerpo a causa de eso. Después de saber los resultados, fuimos conscientes de la cantidad de veces en las que él le bajó el perfil o camufló sus malestares. Sabíamos que teníamos que actuar rápido, ya que con el cáncer nunca se sabe, pero también estábamos seguros de que la solución no estaba en Santiago. Yo quería que hiciera una pausa, que empezáramos de cero en otro lado, sin la presencia del caos. En un comienzo pensamos en irnos a Isla Negra, pero luego de darle unas vueltas, llegamos a la conclusión de instalarnos en Chiloé. Renuncié a mi trabajo y él pidió que lo transfirieran de hospital.

Lo que comenzó como una idea solo para que Gabriel hiciera su tratamiento en paz, terminó por convertirse en el mejor reencuentro de pareja que pudimos tener. No es que antes hubiésemos estado mal, pero el sur te entrega algo diferente. Me acuerdo que al principio me llamó mucho la atención cómo todos se saludaban de beso, se preguntaban cómo estaban. En la farmacia, por ejemplo, cada atención es mucho más larga. A los clientes se les consulta por el tratamiento, sobre cómo reaccionaron a los fármacos que están usando. Obviamente a mí, acostumbrada a hacer todo rápido, me ponía un poco histérica la espera, pero después me di cuenta que eso es el reflejo de una vida saludable. Que la gente se conozca, se mire y se interese por el otro.

Esa conexión nos pasó con Gabriel. Ahora, que tenemos mucho más tiempo, compartimos el doble. Además, como puede llover semanas sin parar, la vida es adentro de la casa. Y eso nos encanta. Vemos películas y comemos cositas ricas, salimos a caminar de la mano, tomamos desayunos mucho más largos. Fue como reconocernos y en nuestra esencia más pura, sin tantas distracciones. Los dos tenemos nuestros trabajos, pero nos prometimos bajar el ritmo. Es que sentimos que la vida nos pasó un poco por delante y se nos olvidó disfrutarla. De hecho, cuando nos cambiamos, me di cuenta que en nuestra casa teníamos 120 copas, 120 copas que jamás usamos.

Este ambiente nos ha brindado un espacio para la reflexión, para volver a mirarnos. Y me encanta la nueva faceta que conocí de Gabriel, una persona mucho más conectada y sensible. También tengo que reconocer que hemos peleado mucho más, pero de una manera súper sana y solo porque ahora nos damos el tiempo para debatir. De todas formas, yo no quiero decir que la vida en Santiago sea mala, pero creo que no nos hace bien en este momento de nuestras vidas. Gracias a este viaje me he dado cuenta de lo necesario que es hacer una pausa para conectarse con uno mismo y con la persona que está al lado".

Patricia Bravo tiene 62 años y es psicóloga.