Hace pocos días, en redes sociales, circulaba una imagen con una cifra publicada por el Centro de Estudios de Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca en 2018: un 42,1% de los chilenos consideró en ese entonces que el pelo rubio era más “distinguido” que el pelo oscuro. “Toda mi vida escolar recibí bromas crueles y prejuicios sobre mi color de piel morena y mi pelo negro grueso. Los comentarios iban desde el clásico “¿qué color de lápiz usarías si te hablan del color “piel”?, hasta preguntarme si estaba segura de que era chilena”, recuerda Clarissa González (24), descendiente de abuelos mapuches y nacida y criada en Santiago. “Así que cuando llegaron las “californianas”, no lo pensé dos veces antes de teñirme. No me veía mal, pero tampoco me sentí más aceptada como creí que iba a pasar. Mirando hacia atrás, siento compasión por esa escolar que trató de parecerse a las modelos de revista que no tenían nada que ver con ella”, cuenta.
Las recetas y consejos para cumplir con los cánones de belleza occidentales se han convertido en una presión abrumadora desde la infancia, como explica Jessica González, directora del Centro de Liderazgo de ComunidadMujer. “El mensaje se instala cuando las niñas juegan con una muñeca que es rubia, blanca, de ojos azules y extremadamente delgada. Luego, la edad de transformación corporal que se da en la pubertad se vive con una presión del ideal de belleza. Hasta existen aplicaciones para aplicar un filtro de “belleza”, que se traduce en aumentar la delgadez, cambiar la forma de la nariz, de la cara y hasta alizar la piel”.
Según José Antonio Muñoz, doctor en Biología del Laboratorio del Comportamiento Animal y Humano de la Universidad de Playa Ancha, “el drama de nuestra sociedad es tener una cultura de encontrar aquello que nos parece bello dentro de un canon que no es el que comparte la mayor parte de la población, lo que provoca que menospreciemos nuestra propia realidad”. Estas serían características ligadas al “peso corporal, la simetría, la piel más tersa, la juventud y la relación entre nuestra cintura y nuestras caderas, todas expresiones que hacen que la deseabilidad social sea mayor”. Pero lo delicado, es que está científicamente comprobado que nuestro comportamiento con las demás personas sí se ve influido por estas mismas características que definen el “atractivo estereotipado”.
En la década de los ’70, en Estados Unidos se realizó un estudio que se tituló What is beautiful, is cool (Lo que es bonito, es bueno) y que demostró que las personas asignaban cualidades positivas de personalidad a quienes se veían más bellos, incluso llegando al extremo de afectar en los beneficios que recibirían los criminales en las cárceles solo por tener un fenotipo determinado, que si era atractivo, les daría mayores oportunidades.
En un estudio mucho más reciente realizado por José Antonio Muñoz llamado ¿Quién es la más bella de todas? se analiza hasta qué punto las variables relacionadas con el atractivo afectan o no el comportamiento cooperativo de las mujeres. El resultado arrojó que tanto simetría como feminidad facial, además de la relación cintura-cadera e índice de masa corporal, incidían en la confianza y cooperación para interactuar de forma “positiva” ente mujeres.
Esta relación entre apariencia y comportamiento es producto de una cultura y no de una condición biológica, porque según la psicóloga especialista en evolución Paula Pávez, “no existe un link biológico potente entre la “cooperación” y la “belleza” en los seres humanos, a diferencia de los animales, donde el atractivo y la interacción están fuertemente influidos por lo biológico. La belleza del plumaje del pavo real, por ejemplo, está directamente relacionada con la calidad de sus genes, su fortaleza física y buena alimentación. No es así para nosotros, donde los cánones impuestos a veces expresan todo lo contrario: una imagen de delgadez nada saludable que se aleja de lo que la OMS considera correcto”, dice.
La antropóloga y docente de la Universidad de Chile, Carolina Franch, asegura que “desde la conquista española tratamos de “blanquear” nuestras características, porque ahí aprendimos a organizarnos en un esquema binario de “superioridad” e “inferioridad” que explica por qué al chileno le cuesta decir que su ADN es 80% mapuche: hay una parte de nuestra raza que quedó en lo “inferior” frente a lo europeo, y eso es un error tremendo que nos ha hecho negar nuestra propia identidad”.
Si nuestros cuerpos tienen un “código de barra”, no podremos ser libres
Es común ver en películas y series estadounidenses a personajes que califican a sus posibles conquistas amorosas con números, según la personalidad y físico. Y lo cierto es que están hablando de un ránking mucho más real que ficticio. La teoría se llama “el mercado biológico” y describe una jerarquización social que hacemos de forma subconsciente frente a la percepción que tenemos de nuestra propia apariencia, y que ocurre sobre todo durante el “emparejamiento”.
“Esta teoría define de forma simple que independiente del valor de atractivo que una persona tenga, siempre vamos a preferir ser pareja de alguien que es más atractivo que nosotros, pero por un efecto de mercado al final terminamos emparejándonos con personas que son similares a nosotros en atractivo”, dice Paula Pávez. Lo que ha pasado entonces, es que la cultura nos ha entregado una definición que jerarquiza ciertas características a la hora de escoger con quién interactuar y con quién no, y eso es lo que según Carolina Franch es peligroso para nuestra autoestima, porque “que el cuerpo de las mujeres sea constantemente puesto en un scanner minucioso nos hace tener una relectura constante que produce inseguridad”.
Preguntas como: ¿será adecuado este pantalón para mi cuerpo? ¿será adecuado este escote para mi edad? provocan que “nuestras personalidades queden enmudecidas por este juicio sobre nuestros cuerpos y pieles que no es solo cromático, sino que carga con un sentido”, explica Carolina Franch. Y es sorprendente cómo los estudios empíricos siguen demostrándonos que los cánones de belleza afectan a la concepción de nosotras mismas. En 2018, GFK Adimark publicó la encuesta Tus diferencias hacen la diferencia, donde solo a 1 de cada 10 mujeres les gustaba su apariencia sin ningún tipo de “peros”.
Lo que las encuestadas respondieron a la pregunta sobre qué características las hacían sentirse más bellas, fueron “los ojos, la cara, el pelo y la personalidad”, mientras que los “labios, el trasero, la delgadez y la forma de la nariz” fueron las variables que menos importaban. Sin embargo, estas eran los estereotipos que más les vendía la publicidad y el mundo de la moda, provocando que solo el 6% se sintiera identificada con la mujer que se ve en los medios.
Es por esto que uno de los focos que debemos observar cuando se trata de valorar nuestras características a pesar de que estas no se condigan con el estereotipo de belleza, es observar a nuestros referentes, que van más allá de los impuestos por el marketing. Carolina Franch dice que actualmente se han ampliado, y basta ver cómo nos pintamos las uñas. “Antes la manicure llegaba hasta el estilo “francesa”, pero con la entrada de migrantes colombianas y caribeñas a nuestro país nos hemos abierto a heredar patrones de belleza nuevos, más atrevidos. De un color neutro, pasamos a tener cinco colores distintos en una mano. Ese es el acto de transición hacia un reconocimiento de identidad local latinoamericana, y lo positivo es que está siendo más transversal a las clases sociales”, explica.
Porque si los cánones son inflexibles, entramos en una dependencia que silencia el valor de nuestra raza, pero también el de nuestra lucha femenina. “La rigidez de la belleza se vuelve también un freno para nuestras demandas de igualdad. Eso no significa que las mujeres no se puedan poner crema o teñir el pelo, pero sí que las diferencias físicas no nos hagan correr el riesgo de no ser contratada en un trabajo, por ejemplo. Si la condición cultural del cuerpo se vuelve un nuevo filtro, obstáculo y barrera para explotar libremente nuestras capacidades intelectuales y emocionales, jamás seremos libres”, agrega la antropóloga.
Un buen comienzo puede ir desde no poner o pedir foto en el currículum, hasta abrir los ojos en la calle para admirar lo que están usando las personas reales sin juzgar, porque al fin y al cabo, sus fenotipos pueden ser más parecidos a los nuestros que los que vemos en las películas.