La casa en que crecí está en un barrio residencial de Providencia, donde las construcciones son de adobe, con chimenea, techos altos, piso entablado y persianas de madera. En los jardines de la cuadra siempre había un parrón, ciruelos, naranjos u otro árbol frutal. Con mis papás y mi hermano mayor llegamos a vivir ahí en los años ochenta, después de haber vivido en un departamento muy pequeño en una esquina del centro de Santiago. Nuestra casa la vimos de casualidad, mientras paseábamos por el barrio un fin de semana. Tenía un cartel en la ventana que decía "Se arrienda" y mis papás tocaron el timbre para entrar a conocerla. Desde ese momento esa casa blanca de adobe se convirtió en nuestro hogar, primero arrendado por varios años hasta que un día mi papá llegó con un montón de papeles a la hora del almuerzo y nos contó que la había comprado.

Me acuerdo que el primer día que pasamos ahí, despertamos pasado el medio día. Habíamos cerrado las persianas de madera que cubrían las ventanas por fuera y el silencio absoluto de ese barrio residencial nos permitió dormir como nunca pudimos en el departamento de donde veníamos en pleno centro de Santiago. Como en todas las casas de la cuadra habían niños de nuestra edad, mi hermano yo jugábamos con ellos en la calle incluso los días de semana. Era una calle con poco tránsito, así que, muy de vez en cuando, venía un auto y alguno de los vecinos alertaba gritando "¡auto, auto!" para que todos subiéramos a la vereda. No había mayores peligros y nuestros papás y mamás a ratos salían a la calle a conversar entre ellos y vernos jugar o para llamarnos cuando se hacía tarde y era hora de entrar. En verano, mi hermano y yo invitábamos a amigos a la casa y almorzábamos en la terraza a la sombra del parrón. Comíamos uvas y jugábamos con agua toda la tarde. También andábamos en bicicleta con los otros niños en la cuadra hasta que se hacía de noche.

Durante los 90 la casa fue llenándose de esculturas, pinturas, cuadros –varios hechos por mi papá-, libros, objetos y obras de arte que mis papás comenzaron a coleccionar. Ambos eran amantes del arte; mi mamá escritora y mi papá dibujaba a lápiz. La mayoría de los objetos que teníamos habían sido regalos de otros artistas que mis papás conocían por trabajo. Por eso mi mamá siempre ha dicho que ninguna de las cosas que tenemos en la casa –que van desde una simple roca, hasta esculturas únicas- está ahí simplemente por ser un objeto decorativo. Todos tienen una razón y una historia que aporta a la atmósfera de nuestra casa.

A medida que fui creciendo, me di cuenta de que nuestra casa era diferente porque mis amigos decían que era una especie de museo, llena de objetos. Mi favorito era un cuadro que dibujó mi papá y que estaba colgado en el living. De niña creía que los personajes del cuadro eran dos fantasmas, pero en realidad eran estatuas cubiertas con una tela blanca. Nuestra casa no sólo le llamaba la atención a la gente que la conocía por dentro, sino también a quienes la veían por fuera. Mis papás tenían en el antejardín varios letreros luminosos creados por un amigo artista y mucha gente no entendía cómo un objeto que debiese ser utilitario podía ser considerado una pieza de arte. En el jardín teníamos también una estatua en forma de cáctus y una bandera pirata que pintó mi papá, y que hasta el día de hoy cuelga del mástil en el frontis de la casa. Desde entonces, las personas que pasan por ahí se quedan mirándola. Más de alguna vez han tocado el timbre para preguntar por qué tenemos una bandera negra con una calavera blanca en medio del patio. A veces hay personas que creen que nuestra casa es una galería de arte y preguntan si pueden entrar a mirar, pero sin duda la mejor reacción es la de los niños que van a un colegio cercano cuando le piden a sus papás que por favor pasen caminando por fuera de la casa pirata.

Con el paso de los años, muchas casas fueron desapareciendo cuando los terrenos fueron comprados por inmobiliarias para construir edificios. Otras fueron convertidas en galerías que albergan tiendas de diseño, cafeterías y restaurantes que hoy conforman el Barrio Italia. Si bien sigue siendo un sector residencial, la vida de nuestro barrio ha cambiado significativamente. A pesar de eso, he podido conservar las amistades de infancia con las que crecí en mi calle, incluso con aquellos que ya no viven ahí porque sus casas fueron convertidas en locales comerciales o cafés. Hace poco fui a uno que está casi al frente de mi casa y me senté en una mesa. Cuando la dueña me preguntó qué quería tomar, le dije que cualquier cosa, que en realidad estaba ahí porque de niña había pasado muchas tardes jugando con mis vecinos en esa misma casa.

Marcia Gaymer (37), es socióloga, le gusta hacer vitrales y vive en una casa a tres cuadras de la casa en que creció en Barrio Italia.