El centenario de Natalia Ginzburg
Las tareas de casa, recopilación de columnas y ensayos, y la novela Todos nuestros ayeres (ambos en Lumen) celebran los 100 años del nacimiento de la escritora italiana más entrañable. Las voces corrientes y cotidianas, la simpleza doméstica que enfrenta lo más duro –la guerra y la muerte– dan una lección breve e inolvidable sobre saber vivir.
Paula 1200. Sábado 21 de mayo de 2016.
A Natalia Ginzburg (1916-1991) le gustaba lo menor, los gestos, las palabras dichas en la casa, lo que uno piensa ante frases publicitarias, o cómo los recuerdos apenas iluminan a los seres queridos, y desde ahí hablaba siempre de las cosas más importantes. Le importaban, como dice en uno de sus ensayos más recordados, las pequeñas virtudes, las que hay que enseñar a los hijos: "No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber".
Ginzburg tuvo durante muchos años una vida dura. Judía por parte de padre, se casó con el también judío Leone Ginzburg, experto en literatura rusa e intelectual antifascista, uno de los fundadores de la editorial Einaudi. Tuvieron tres hijos –uno de ellos es el conocido historiador Carlo Ginzburg–, y vivieron casi clandestinamente en tiempos de Mussolini. Leone fue detenido y torturado hasta la muerte a principios de 1944; Natalia se escondió en un convento. Luego empezó a trabajar como editora, tradujo a Proust y a Flaubert, y comenzó a publicar sus novelas y relatos, de las cuales la más famosa es Léxico familiar (1963), una autobiografía en la que ejerce como testigo, reviviendo a su gente y escenas de vida mediante la prodigiosa capacidad de no controlarlos. Aunque se casó de nuevo, nunca dejó el apellido Ginzburg porque, dijo, como ya había publicado libros con ese nombre, "le pareció una complicación cambiarlo de nuevo". También escribió comedias teatrales, además de ensayos y crónicas, pero dejó de hacerlo a fines de los 70, porque consideraba que le echaban a perder su escritura de novelas. Querido Miguel y Todos nuestros ayeres completan una obra narrativa que explora las relaciones entre las personas y la historia, y que llevan su sello inconfundible: hablar desde lo nimio para explorar la persistencia del amor.
Le importaban las pequeñas virtudes, esas que hay que enseñarles a los hijos.
Sus textos componen la narración de una ética de vida, una sensibilidad personal, no una teoría moralista sobre la historia. Alguien que cuenta que está buscando casa un poco para reírse de sí misma y para ver cómo cambia la ciudad, cómo es la gente, cómo las cosas son al mismo tiempo tan concretas e impredecibles. Cuenta que va al teatro, que el sicoanálisis le resultó ridículo, pero útil, que encontró un libro viejo de cuando era niña, que la pereza tiene algo de plenitud, que la ley de aborto le parece un horror por estar contra lo sagrado de la vida. Y dice, por ser sincera, que su época le inspira odio y aburrimiento. "No sé si el odio que siento es justo o si es debido a que me he vuelto vieja y retrógrada, tediosa e hipocondriaca". Al leerla pensamos más bien que vivió tiempos difíciles y que con obstinación logró recuperar algo esencial y puro, y la admiramos más por no haber sucumbido nunca y escribir lo más cerca posible de la vida.
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