“Conocí a Óscar en Tinder en enero de este año. Cuando hicimos match me di cuenta que teníamos gente en común, sabía dónde había estudiado, quiénes eran sus amigos, incluso me acordaba de su cara cuando ambos éramos universitarios y frecuentábamos los mismos bares. A mí me dio confianza, sentí que ya teníamos mucho terreno avanzado porque conocía parte de su historia. Acordamos vernos en un bar y nos llevamos bien. Casi sin darme cuenta empezó el romance. Duramos 7 meses, pero 7 meses llenos de ansiedad. Nunca hablamos de expectativas, nunca quiso terminar las conversaciones sobre qué éramos o en qué posición de la relación estábamos. Pero en el entretanto hicimos todo lo que hace una pareja: íbamos de paseo juntos, hacíamos planes e incluso nos fuimos de vacaciones al sur en mi auto. Allá, subiendo a una terma, le ofreció nuestro asiento a una familia, y por primera vez se refirió a mí como ‘su pareja’.

Pero al parecer yo era su pareja para algunas cosas y para otras no. Un día, luego de un trámite, pasé a su casa y no quiso dejarme entrar. Me dijo que estaba ocupado, evidentemente molesto. Le pedí que me dejara subir al baño y cuando lo hice esperé 10 minutos sentada en su sillón –solo iba de pasada– y me echó. Me dijo que no sabía de límites, que qué me creía. Evidentemente, sentí que había traspasado un límite sin querer hacerlo, pero ¿por qué me estaba hablando de esa manera? ¿No se suponía que éramos “pareja”?

Pasaron algunos días y quise conversar con él. No entendía cómo hace unas semanas me había dicho que quería conocer a mi hijo y que hiciéramos cosas juntos. Él había sido abandonado por su padre cuando pequeño, así que cuando me dijo que quería dar el siguiente paso sentí que estaba tomándose en serio nuestro vínculo. Le había preguntado si estaba seguro y me habló de planes y de enseñarle básquetbol. Fuimos varias veces a una cancha a jugar los tres y me hizo sentir que estábamos construyendo algo importante.

Ahí recordé todo lo que hice por él. No solo le presenté a mis amigas, también le conseguí un espacio para que pudiera practicar su deporte favorito, básquetbol, ya que había vuelto a la quinta región en diciembre del 2021 y no tenía círculo de amistades ni lugares donde desarrollar sus pasatiempos. Recordé, además, que semanas antes me había pedido que le regalara algo de EEUU para revelar fotos análogas, su hobbie preferido. El “regalito” costaba 150 dólares, y pensando que estábamos en una relación amorosa estable, lo hice.

Cuando le conté a mis amigas lo que había sucedido, me mostraron imágenes de él en Tinder. Sus mejores fotos eran las que yo le había sacado en nuestro viaje al sur y otras más en algunos paseos por la Quinta Costa. Su primera fotografía era una que le saqué mostrando sus abdominales en la terma, en el mismo lugar donde me había tratado como su pareja. Aunque me había dicho que se saldría de las aplicaciones de citas, nunca lo hizo mientras estuvo conmigo.

Todo lo ocurrido removió en mí las heridas de mi última relación con alguien de Tinder. Hace un año y medio había terminado con Gonzalo, que también conocí en la aplicación. Habíamos estado juntos dos años y habíamos hablado de casarnos. Convivimos durante toda la pandemia, pero cuando las cuarentenas terminaron se fue a Punta Arenas a vivir sin hablarme de esos planes con anticipación y de un día a otro no supe más de él y nos abandonó. La persona que más amaba y confiaba de un momento a otro me ghosteó.

Esas dos relaciones me hicieron pensar en mi baja autoestima y codependencia; me di cuenta de que mis heridas de abandono enganchan rápidamente con dinámicas ambiguas, generan adicción, creo que ambos eran narcisistas y me manipulaban dándome poco y luego mucho y luego nada, y en ese ciclo me perdía esperando no repetir la sensación de abandono o no merecimiento. Siento que en Tinder no tuve forma de prevenirlo, fuera de la aplicación he estado más protegida a ese tipo de relaciones, porque tengo un círculo detrás que puede orientarme si alguien es decente o no, o cómo ha sido en sus relaciones pasadas, si es una persona responsable afectivamente.

Cuando pasaron tres semanas del día que Óscar me echó de su casa y terminó conmigo, lo contacté porque tenía un parlante suyo y las llaves de su estacionamiento. Se las fui a dejar a su departamento, al que no me dejó entrar. Me esperó afuera y al recibir sus cosas me dijo “gracias” sin mirarme, se dio media vuelta y se fue. Entonces pensé con certeza: a Tinder no vuelvo más”.

Daniela, 35 años, profesora de lenguaje.