Sofía
Un jueves de febrero pasado, Sofía (19) llegó a su casa, en Providencia, a las cinco y media de la mañana. Estaba tan borracha que no pudo abrir la puerta con su llave. Consuelo, su madre, la estaba esperando en pijama y bata, dormitando en un sofá del living. Cuando la escuchó golpearse contra la puerta, se levantó y la hizo entrar. Lo primero que hizo fue sacarle la chaqueta de jeans para mirarle los brazos. Por lo menos a primera vista, no tenía un corte nuevo. Le preguntó si se había acostado con alguien. "No mamá, no sé", le dijo a medias Sofía, conteniendo las ganas de vomitar.
"¡Hasta cuándo Sofía!", le gritó Consuelo, mientras Sofía se metía al baño.
Su madre le lavó los dientes, le puso el pijama y la acostó. Luego, durmió media hora, se duchó, se tomó un café y se fue a trabajar. Sofía seguía durmiendo.
Cuatro meses antes Consuelo había encontrado una prueba de embarazo en la mochila de su hija y, hablando con ella del tema, sentadas una al lado de la otra, se dio cuenta de que tenía tres tajos en un brazo. No la retó ni le prohibió las salidas nocturnas. Pero se prometió a sí misma que cada vez que su hija saliera la esperaría despierta.
No era algo nuevo para Consuelo: "Me acordé de que yo, a su edad, era buena para las fiestas, para tomar, para salir a donde me invitaran. La diferencia es que mi mamá me reprimió entera, me prohibió todo y me puse peor. Tomaba el doble y me costó mucho salir de ese círculo de amigos. Años. Fue terrible ver que las cosas se me estaban yendo de las manos con mi única hija, pero traté de no cometer el mismo error de mi mamá conmigo. Aunque yo estaba desesperada, sabía que tenía que tratarla con pinzas", comenta.
A Sofía el carrete se le puso pesado cuando salió del colegio y entró a un preuniversitario. Con dos amigos que conoció ahí y una amiga del colegio salía hasta cuatro días a la semana. "La gracia era quedar curada o vomitar, y después de eso, seguir tomando. Me metía con hartos minos, pero nunca había espacio para el amor. Curados, lo pasábamos regio, podíamos atinar, ser felices, hablar tonteras, pero después, sobrios, era incómodo. Súper incómodo, no teníamos tema, porque no nos conocíamos".
Cuando las sensaciones que le provocaba tomar, –reírse por todo, sentirse flotando en el aire– no le bastaban, se empezó a cortar los brazos. La primera vez fue mientras carreteaba con una amiga. Estaba cortando un tomate para hacer hamburguesas y con el mismo cuchillo se hizo dos tajos en cada brazo. Mientras la sangre caía en la mesa, ambas reían a carcajadas. "Hueona, estái loca", le decía su amiga.
A Consuelo (42) le carga acordarse de esa etapa de su hija, porque le recuerda la suya. "Yo sabía que era un riesgo dejarla salir, porque podía volver a cortarse los brazos y a acostarse con cualquiera. Y a mí se me hacía agotador esperarla despierta, porque estoy obligada a ir a trabajar. Hubiera sido más fácil prohibirle que saliera, pero así la Sofía no iba a aprender, y yo quería que ella llegara a controlar las situaciones, a ser responsable y a medirse", cuenta.
Le pidió consejos a sus amigas, "Todas, absolutamente todas me dijeron que la mandara al sicólogo o al siquiatra, pero yo no me convencía; yo decía: 'es mi hija, la conozco, sé que puedo ayudarla de otra manera'". En lugar de buscar a un especialista, un día Consuelo pidió una pizza, compró helado de chocolate y arrendó tres películas para ver junto a su hija: A los 13, Kids y Vidas sin destino. Todas de adolescentes involucrados con alcohol, drogas y sexo.
Su opción fue acompañar a su hija y hacerle sentir que estaba ahí, atenta a lo que le estaba pasando.
Mientras, Sofía, que en el colegio leía al menos uno o dos libro al mes, pasó a no leer ni el diario, a dormir hasta la hora del almuerzo y a acostarse tres veces a la semana después de las seis de la mañana. Estaba cansada y sentía que no le quedaba tiempo para hacer otras cosas. "Me daba lata dejar de salir, pero me cargaba sentirme dependiente. No podía salir a carretear sin tomar; si no me curaba no lo pasaba bien. O me tenía que agarrar a un mino", recuerda Sofía. "Un par de veces me acosté con minos y no tanto porque quería, si no porque estaba muy curada para resistirme. Después de eso la sensación de vacío me aturdía y tenía dos caminos: o la enfrentaba y me pasaba el día llorando o me hacía la lesa, y vivía como un zoombie, sin sentir ni pensar nada", agrega.
Fue así hasta esa noche de febrero en que su mamá la tuvo que acostar. Cuando Consuelo volvió esa tarde del trabajo sintió olor a incienso. Había velas prendidas y la mesa estaba puesta. Sofía apareció con una bandeja de sushi. Vivían solas desde hacía seis años, cuando Consuelo se separó del papá de Sofía, su única hija. "Mamá, te prometo que se acabó el carrete. En serio. No más", le dijo.
"No sé bien qué ni por qué. Como que me aburrí", dice ahora Sofía. "De repente algo me hizo click. Me espantó verme vomitar en el baño y que mi mamá me tuviera que acostar".
Sofía valora la opción que tomó su mamá para enfrentar su situación. Dice: "Mi mamá se preocupaba, pero no me ahogaba. Me recomendaba cosas, no me prohibía, por eso yo creo que no me rebelaba contra ella. Yo sabía que ella lo pasaba mal, pero igual me daba mi espacio y creo que eso me hizo darme cuenta. Simplemente me aburrí, me cansé de lo que estaba haciendo".
"Mucho de lo que la movía a comportarse así era la inseguridad", relata Consuelo. "Desde que era chica ha tenido poca confianza en sí misma, hasta con la ropa, se puede cambiar tres veces antes de salir. Ahora la veo más responsable, descubrió más mundo, se ha fijado más en sus compañeros de curso, le ha ido bien en las pruebas y eso ayuda. Y como le quedó harto tiempo libre desde que dejó de salir, pasamos más tiempo juntas. Vamos al cine, al teatro, a comer. Y eso, de paso, me ha llenado a mí también", cuenta Consuelo.
Sofía sigue viendo a sus amigos, pero prefiere hacerlo en las tardes, no en las noches, para no tentarse con salir a bailar o a tomar. Lee libros, escribe cuentos y anda en bicicleta. "No es que no vaya a carretear nunca más, pero decidí darme este tiempo para mí. Quiero reencantarme con otras cosas también. Y si he sido tan estricta en no volver a tomar y salir es porque no tengo control todavía, me cuesta, por ejemplo, tomarme una pura cerveza y ya. Se acaba y tengo que tomarme otra. Quiero darme tiempo para aprender a manejar mejor las cosas", concluye.
Javiera
A fines del año pasado, Javiera (17) se quedó a cargo de sus dos sobrinos. Era un sábado. Su hermano Cristóbal (32) se había ido a pasar el fin de semana a Viña del Mar con su mujer. A las diez de la noche, Javiera lo llamó para decirle que los niños estaban durmiendo y que ella iba a ver una película metida en la cama. No era la primera vez que Javiera cuidaba a los niños, de 4 y 2 años.
Cuando Javiera cortó, tres amigos de ella que estaban sentados en el living empezaron a reírse y automáticamente subieron el volumen de la radio. Sintiéndose dueños del departamento, fumaron marihuana y se tomaron casi tres botellas de pisco. A la una de la mañana, el niño de dos años se puso a llorar.
"Yo estaba muy curada y volada, lo único que quería era que se callara. Uno de mis amigos agarró la mamadera y le echó pisco, pero no se la dio, lo hizo en talla. Yo tomé a mi sobrino en brazos, pero siguió llorando como si no me reconociera, estaba asustado. Yo estaba en otra, me dio rabia, quería volver al living. Le apreté los brazos con toda mi fuerza y lo dejé en la cuna. Me fui al living y subí la música para no oírlo. Se quedó dormido de tanto llorar", recuerda Javiera.
Cristóbal llegó solo al día siguiente, a la una de la tarde; su mujer se quedó en Viña. Javiera estaba ordenando el living. No le contó nada de la noche anterior. Cuando Cristóbal encontró los moretones en los brazos de su hijo, echó a su hermana de la casa y le dijo que no se le ocurriera volver.
"Cristóbal estaba demasiado enojado. Me fui caminando por Apoquindo y llorando heavy. Igual hacía ene tiempo que carretear ya no era tan bacán. Cada vez me daba más miedo la persona que yo era con copete encima. Mientras caminaba me dieron ganas de matarme, de desaparecer, de tirarme debajo de un auto. Yo adoraba a mi hermano y a mis sobrinos, pero me sentía tan demoníaca, que me repetía: 'No más de esta huevá Javiera, no más'. Me acordaba de la cara de mi hermano y me friqueaba de nuevo", agrega.
En la casa de Javiera no tenían idea de sus carretes. Se sacaba buenas notas, nunca llegó curada a casa, era cariñosa y no decía garabatos. "Mi hermana, que es dos años mayor que yo, no está ni ahí con nada y es un problema para mi vieja, pero yo soy tan piola que ni se fijan en mí".
Hasta dos días a la semana Javiera se quedaba a dormir en la casa de una compañera de curso, diciendo que tenía que estudiar o hacer trabajos. Esos días, con el carné de identidad de su hermana, mayor de edad, Javiera entraba a locales en Bellavista y compraba trago. Después dormía dos horas y se iba al colegio al día siguiente. Los papás de su amiga nunca se dieron cuenta de que salían.
Después de que su hermano la echara de la casa por maltratar a su sobrino, Javiera se enfrentó a su yo carretero. Cuando llegó a su casa se encerró en su pieza. "Tenía la cara roja de tanto llorar, la pintura corrida, me veía fea, y pensé en lo que me había dicho mi hermano: que había pasado la línea de hacerme daño a mí, ahora había dañado a lo que yo más quería en el mundo, a mis sobrinos y a él", relata. "Hice algo medio ridículo: me miré harto rato en el espejo y le grité a esa Javiera extrema que se fuera, que me dejara tranquila. Después escribí una lista de las cosas que me gustaban de mí y otras que me cargaban, y la mayoría de las malas eran las que tenían que ver conmigo curada y drogada", dice.
La lista de cosas negativas se la mandó por mail a Cristóbal en su intento de reacercamiento. Él todavía tiene guardado ese correo. "Me chocó bastante cachar lo reventada que era mi hermana chica, porque nunca dio indicios de ser suelta o buena para tomar", cuenta Cristóbal. "Al principio me indigné, porque le pegó a mi hijo y pasó a llevar toda la confianza que yo le tenía, pero después lo fui pensando, vi todo lo afectada que estaba y pensé que su mail era una forma de pedirme ayuda. Aunque somos una familia grande, aclanada, bien constituida, me di cuenta de que ella estaba muy sola", dice.
Para el Año Nuevo Javiera cenó con su familia, bailó con sus primos, tomó solamente bebida y se fue a acostar cuando su hermana y sus primas se preparaban para salir a carretear. Javiera quería empezar el año 2006 sin la versión que le desagradaba de sí misma. Además, dejar de tomar fue la única condición que aceptó su hermano para perdonarla.
"No podría decir que mi vida está peor o mejor desde que me chanté con el carrete. A lo mejor me gusto más como persona. Hay cosas malas que quedan, pero que cuando hay copete se hacen más fuertes, como pensar que mi vida no tiene sentido, no motivarme, que nada me guste. Mi hermano dice que son cosas de la adolescencia y que después se pasan", dice Javiera.
Cristóbal ha visto que se lo está tomando en serio. "Está menos ojerosa, de mejor humor. Le recomendé a mi otra hermana, que vive con ella, que pasaran más tiempo juntas. A la Javiera la veo con ganas de hacer otras cosas, le gusta harto la música y retomó unas clases de guitarra que había dejado botadas. Creo que es una buena señal. Igual tiene que volver a salir, es muy chica todavía, pero todo a su tiempo. Mi hermana estaba viviendo cosas que no le correspondían", comenta.
Álvaro
El papá de Álvaro (22), estudiante de Ingeniería Civil, es alcohólico y tiene cirrosis. Por eso, cuando sus compañeros de colegio empezaron a tomar, a los 13 años, Álvaro se alejó de ellos. "Yo veía cómo se ponían cuando estaban curados y me acordaba de que en mi familia me decían que el alcohol te agarraba, que no era fácil salirse, así que no quería tomar. Pero a los 16 no aguanté más. Con tres amigos compramos una botella de tequila y ahí empezó todo", cuenta Álvaro.
Coincidió que a los 16 la mamá de Álvaro le dio más libertad. Ya no lo iba a buscar a las fiestas, por lo que empezó a salir más y a llegar más tarde. "Iba a lugares donde las piscolas costaban 100 ó 500 pesos. Con luca estaba al otro lado.Además me puse a andar en skate y no es que el círculo sea turbio, pero son todos buenos para tomar".
Cuando entró a la universidad, aumentó el carrete. Faltaba a clases porque carreteaba al menos cuatro días a la semana y, en el verano, todos los días.
En una noche se tomaba él solo una botella de pisco. "Me curaba y al principio me lo vomitaba todo. Y después empiezas a cachar que tú eres el hueón más prendido, el que siempre está con el vaso en la mano, el que siempre anda urgido mirando que el copete se puede acabar. Veía que quedaba poco y me desesperaba haciendo una vaquita para ir a comprar. Yo era el más curado que todos conocían, por eso pensé en chantarme", relata.
Para probarse que no era tan dependiente del alcohol, Álvaro dejó de tomar en marzo del año pasado. Como fecha límite se puso su cumpleaños, en noviembre. Siguió saliendo cuatro días a la semana, pero cambió el pisco por bebida. "Estaba desesperado, contaba los días. Llegó mi cumpleaños y me reventé tomando, me lo tomé todo", recuerda Álvaro.
Después, Álvaro decidió volver a tomar. Llegaba a los carretes con seis latas de cerveza. Se las tomaba en un rato y después perdía la cuenta con las piscolas.
En diciembre, su polola terminó con él. "No le gustaba cómo me ponía cuando tomaba. Daba jugo todo el rato y me ponía agresivo. Ante lo más mínimo la mandaba a la cresta. Una vez rompí el vidrio de un auto. Otra vez traté de pegarle y ni me acuerdo por qué", dice.
Álvaro notó que el trago se le estaba yendo de las manos cuando manejaba de vuelta de los carretes y se tenía que bajar del auto, porque no veía el camino. Cuando se despertaba al día siguiente, sus amigos tenían que contarle todo lo que había pasado la noche anterior.
Su mamá sabía que tomaba, pero no sabía cuánto. "Mi vieja empezó a cachar porque cuando entraba a mi pieza estaba pasada a copete. Se preocupó y habló con un siquiatra", cuenta Álvaro. "Mi papá, al que veo todos los sábados, porque está separado de mi mamá, me decía que él sabía que era rico tomar, que era entretenido, pero que había que tener cuidado, porque te agarraba", agrega.
Lo que a Álvaro le gustaba del alcohol era que sentía que sus acciones no tenían consecuencias. "Me peleaba con alguien o le echaba la chuchada a un amigo y al otro día decían 'oye, que estábai curao ayer', hiciste o dijiste esto. Todo me salía barato. También era rica la distorsión mental, desinhibirme", recuerda.
Álvaro quiso ponerse un pelet para no tomar más. Acompañado de su mamá consultó a un siquiatra quien le sugirió que intentara primero con el autocontrol.
En marzo de este año Álvaro se chantó. Pero esta vez no se puso fecha límite. Desde entonces fuma 25 cigarros diarios, va a todas las clases y volvió con su ex polola. Sigue carreteando, pero es selectivo, no va a todo lo que lo invitan, va sólo si cree que lo va a pasar bien."Es una mochila muy pesada decir que no voy a tomar durante el resto de mi vida, así que voy día a día. En la mañana me despierto y digo: 'hoy no'", cuenta. "Igual que un alcohólico".