Hasta hace poco circulaba una leyenda por los campos de la novena región: los dueños de fundo sabían que la dirigente mapuche Patricia Troncoso Robles, alias La Chepa, andaba cerca de sus tierras porque vientos fuertes les anunciaban su llegada. Uno de ellos declaró en un proceso que sus pisadas se podían rastrear, porque tenían una forma especial.
Al escuchar esta mini-mitología, La Chepa sonríe en la enfermería de la cárcel de Temuco. "Se ha querido destruir todo lo que he hecho por los mapuches en el sur", comenta a Paula en el día Nº 56 de la huelga de hambre que inició junto a tres mapuches para que se modifique el decreto-ley 321 que regula la libertad condicional. Los cuatro están condenados a 10 años y un día de cárcel por incendiar un fundo en la Región de La Araucanía, y dicha modificación de la ley les permitiría obtener la libertad vigilada y cumplir el resto de la condena fuera de la cárcel.
El pantalón de buzo y el blusón negro que lleva puestos le quedan anchos. A fuerza de ingerir mates y aguas minerales saborizadas, de limón o naranja, la Chepa ha bajado casi 20 kilos en dos meses. Ya no tiene el cuerpo robusto y ancho de siempre, que se acercaba a los 90 kilos.
La única dirigente del pueblo mapuche sin ningún antepasado originario se sumó a la causa en 1998. Tenía 30 años cuando se internó por los bosques de la Novena Región y llegó a la comunidad de Didaico, donde se integró al pueblo que admiraba. Y si bien durante el primer tiempo mantuvo contacto con su familia, pronto fue como si se la hubiera tragado la tierra y sólo supieron de ella a través de las noticias. Dos de sus hermanas, Gladys y Marcela, cuentan que su padre, Roberto Troncoso, se enojaba y preguntaba si era verdad que su hija andaba incendiando campos y desafiando a la autoridad. Marcela lo calmaba. "Yo le decía: 'Papá, no crea todo lo que sale en la tele, ella debe tener su versión".
Hasta que, en 2001, cuando fue acusada de quemar la casa del ministro de Agricultura del gobierno de Patricio Aylwin, Juan Agustín Figueroa, la Chepa se convirtió en la mujer más buscada de La Araucanía y su foto se repartió en todas las comisarías de la región. La Chepa pasó a la clandestinidad y vientos cada vez más fuertes azotaron los fundos de la zona.
Por eso, cuando Carabineros la detuvo el 17 de agosto de 2004 en la comunidad mapuche de Chequenco, el operativo provocó gran revuelo periodístico debido al interés que había despertado su historia, La Chepa, que lleva casi dos años presa, no fue condenada por la quema de la casa de Figueroa, pero sí por el delito de incendio terrorista en contra de un fundo de 108 hectáreas de la Forestal Mininco, perpetrado en 2001. La Chepa alegó inocencia en este caso.
La misionera
En La Pincoya, donde creció, los pobladores todavía recuerdan cómo, en una oportunidad, Patricia rescató a varios niños que estaban a punto de ahogarse. Tenía 14 años y las calles de la población no estaban pavimentadas. Ese invierno el canal El Carmen se había desbordado, producto de las lluvias, inundando un jardín infantil.
–¡Espera a que lleguen los bomberos!– le ordenó su madre, Irma Robles, pero Patricia ya había sacado una cuerda de su casa. Ató un extremo de la soga a un árbol y el otro, a la reja del jardín infantil para deslizarse entre el barro y las piedras. Sin ayuda, sacó uno a uno a los niños atrapados. "Así era ella, terca y valiente", recuerda Irma.
Junto a sus hermanas, Marcela (36) y Gladys (34), Patricia veía Mundo '86 e Informe especial, sus programas favoritos, sobre todo cuando trataban temas como la hambruna en África. "La Patty terminaba llorando y decía que quería ser monja misionera para salvar a esos niños", dice Gladys. Marcela cuenta que miraba con extrañeza y distancia sus reacciones y que siempre se ha preguntado si es normal que le afecten tanto los problemas del resto de la humanidad.
Hasta hoy, para jóvenes como Verónica Velásquez (26), Patricia Troncoso sigue siendo la tía Patty. Verónica formó parte de La Ventana, un grupo de veinte niños de La Pincoya que jugaban con Patricia los fines de semana. "La tía Patty pasaba durante la semana por todas las casas pidiendo conos de confort, retazos de género, restos de lana, palos de fósforos, cola fría, de todo. Y el domingo nos enseñaba a hacer adornos, jugaba con nosotros al alto, a la escondida y a las naciones. Nos hacía zancos con tarros de leche y cordeles", describe. A las niñas les hacía anillos de lata y trenzas finitas en el pelo. En la tarde, la calle Los Manzanos se cerraba para la función de títeres. "La tía Patty se pintaba ojos y nariz en una mano y se colgaba vestidos de muñeca del brazo para crear los títeres. El perro Lenteja, de Patio Plum, era su mejor imitación", comenta Verónica. "Mi infancia fue linda, porque me distrajo de la pobreza con pequeños detalles".
Patricia también era conocida por su fe. Gladys cuenta que su hermana se quedaba dormida leyendo la Biblia debajo de un árbol del patio de la casa y que sus amigos le decían monjita. Ella se lo tomaba con humor y, a quien la escuchara, le hablaba de Dios y de la Virgen María.
Al egresar de cuarto medio, Patricia se matriculó en el Instituto Icel para estudiar Asistente de Párvulos. Dina Sanhueza, compañera de carrera, recuerda que era fanática de Michael Jackson y que lo imitaba como una experta. "Era risueña, pero igual daba la impresión de que no estaba tranquila. Como que algo la perturbaba", comenta. Lo que no le complicaba era liderar grupos. Las visitas que organizaba a hogares de ancianos eran un éxito. "Tenía gran poder de convencimiento. Era inteligente y como que empujaba a la gente a hacer cosas", dice Dina.
En ese tiempo, Patricia estaba enamorada de Rodolfo, un compañero de parroquia que la ayudó a seguirle la pista al Papa Juan Pablo II durante su visita a Chile. Rodolfo era guardia papal y le avisaba con anticipación las esquinas por donde pasaría el Papamóvil. "Nunca me voy a olvidar de cuando, en el Estadio Nacional, el Papa dio la vuelta alrededor de la cancha y, al pasar delante de nosotras, la Patty le gritó llorando: '¡Papa, Papa, aquí estoy!'", recuerda Gladys.
El término del pololeo con Rodolfo la afectó. Su familia la vio cabizbaja y sin ánimo. Sus hermanas cuentan que se encerró en sí misma y empezó a comer sin medida. "Hacía sopaipillas a cada rato. Teníamos que quitarle la comida de la boca. Engordó y nunca más bajó de peso", dice Marcela.
Un tiempo después, ya titulada, Patricia le contó a su padre del llamado que sentía para ser religiosa. Le dijo que Dios le había hablado a través de un sueño. "No me extrañó su decisión", cuenta Roberto Troncoso. Pero las exigentes rutinas y las horas de reflexión en la congregación del Inmaculado Corazón de María, en La Reina, apagaron sus ganas. Patricia se dio cuenta de que no quería estar enclaustrada. Dos años y medio después, se retiró "Quiero ir adonde está el dolor, acá encerrada no puedo ayudar", se justificó.
La única universitaria
Patricia volvió a trabajar con los niños de La Pincoya y se convirtió en monitora de catequesis. Los próximos tres años los pasó con una activa vida de servicio. Hasta que una tarde, en 1993, les contó a sus hermanas que quería estudiar Medicina o Enfermería y se puso a preparar la Prueba de Aptitud. No le alcanzó el puntaje, pero se matriculó en Teología en la Universidad Católica de Valparaíso. Y pasó a ser el orgullo de los Troncoso, pues es la única universitaria de los cinco hermanos. Marcela, quien es secretaria de gerencia en una empresa textil, aún cuestiona su elección. "Yo pensaba que uno estudiaba para ser alguien más importante en la vida o para ganar plata de forma más fácil. Pero a la Patty le daba con la cuestión de ayudar al prójimo", comenta.
Lorena Pizarro (30), profesora de Religión, fue su compañera de curso. Todavía recuerda el primer día de clases: "Entré a la sala y vi a tres monjas de hábito y a la Patty, que era bien maceteada", dice. La primera vez que hablaron fue en la fila para postular al crédito universitario y a las becas de alimentación. Lorena dice que le llamó la atención su risa. Era muy contagiosa. "Como yo soy flaquita, no me despegué más de ella, porque me sentía protegida", comenta.
Se juntaban a estudiar en la casa de Lorena. Patricia seguía comiendo ansiosamente. La madre de Lorena le comentaba a su hija: "Esta niñita parece termita. Pasa por la cocina y se come todo". "Estudiábamos en mi pieza y era típico que la Patty sacara una caja de vino del bolso y la foto de Kurt Cobain, el vocalista de Nirvana, a quien presentaba como su pololo. Era bien cuentera", dice Lorena.
Patricia no tenía plata y vivía en la casa de un tío en Viña del Mar. Varias veces sus compañeros hicieron un fondo para que comprara galletas y con la plata de la venta pagara las fotocopias y la micro.
Roberto, su padre, relata que en un viaje a Machu Picchu –"se fue con diez mil pesos, no sé cómo lo hizo"– conoció a Gilles Amari, un mochilero francés que se enamoró de ella y la siguió hasta Viña del Mar.
Arrendaron una casona de tres pisos en Valparaíso y se instalaron en el altillo, subarrendando piezas a estudiantes. Lorena también se fue a vivir a la casona. "Lo único que le importaba a la Patty era que se veían los fuegos artificiales. Le daba lo mismo que no tuviéramos calefón y que la casa se estuviera cayendo a pedazos", recuerda.
En ese mismo periodo, y como en todos los lugares por los que había pasado, Patricia comenzó a tener un rol activo en su carrera. Formó parte del centro de alumnos y fue consejera de Facultad. Estas funciones instalaron diferencias irreconciliables entre Patricia y su novio. Gilles había abierto en Valparaíso una tienda Todo a Mil y quería que ella estuviera a cargo de la caja y la administración. Patricia no aceptó.
Lorena relata que siempre que a Patricia se le ocurría un proyecto, había que aterrizarla. "No le gustaban las reglas ni las jerarquías y le costaba aceptar las órdenes. A veces me cansaba su discurso social. La Patty quería cambiar cosas muy difíciles. Igual la admiraba por su entrega hacia la gente pobre, pero yo sabía que los cambios a los que aspiraba eran imposibles", dice Lorena.
Contacto Mapuche
En esa misma época Patricia, a esas alturas de 29 años, conoció al lonko (jefe) de la Quinta Región, Andrés Llao (50), en una charla sobre cultura mapuche en la universidad. Llao fue su primer contacto con el pueblo indígena. Con él aprendió mapudungun, las costumbres y parte de su cultura. "Le enseñé lo básico para que me ayudara con las charlas", rememora Llao.
El deterioro de la casa que compartía con su novio francés y el enfriamiento de la relación hicieron que Patricia aceptara irse a vivir a la casa de Llao, con su esposa y sus hijos.
Sentado en su puesto de artesanía en el Muelle Vergara, Llao dice que Patricia, además de asistirlo en las charlas, le enseñó computación a la comunidad mapuche de la Quinta Región y que gracias a ella ganaron los primeros fondos económicos para financiar sus proyectos.
Fascinada con el mundo indígena, Patricia comenzó a viajar a los trabajos voluntarios de la universidad en la Novena Región. Jéssica Acosta, amiga desde que eran estudiantes, dice que Patricia regresaba muy golpeada por la pobreza que había en las comunidades mapuches.
Mientras tomaban once y planeaban proyectos, Patricia le transmitía esta misma preocupación a su amigo Llao. Y le decía que quería irse a vivir al sur. Llao le insistía que su carrera estaba primero y que los mapuches necesitan profesionales para generar diálogo con el Estado. "La Patty era muy porfiada. Me decía que había que luchar, pero yo le advertía que yo llevaba más de 40 años en esto, que seguramente me iba a morir y las cosas iban a seguir igual. No entendía que esto es una lucha de siglos".
Hasta que un día Patricia le anunció que no seguiría estudiando, porque estaba perdiendo el tiempo y que se iba al sur, porque el pueblo mapuche la necesitaba. Llao se enojó. "Ahí se quebró nuestra relación. Traté de convencerla, aunque yo sabía que terminaría yéndose", comenta Llao.
Tal vez como una forma de persuadirla, poco después de esa pelea Llao le entregó un canasto de mimbre. Dentro de él había una vestimenta típica mapuche. Patricia se la puso siguiendo las instrucciones de Llao. Con el trarilonco de plata en la frente y la cara iluminada, le dijo que se sentía orgullosa de vestirse como una mapuche.
Meses después, Llao la vio en la televisión, vestida con el traje, lanzándole tazas de café en la cara a Antonio Lara, el entonces ministro (s) de Mideplan. En ese momento, Llao tuvo la certeza de que nunca volvería a ver a Patricia. Y que de la curiosa joven que una vez se había acercado llena de preguntas sobre la cultura mapuche quedaba muy poco.
A partir de entonces, La Chepa no dejó de figurar en los titulares de los diarios sureños, de acumular detenciones por alteración del orden público y de pernoctar en la cárcel durante semanas o meses por acusaciones que nunca pudieron ser probadas, recuperando su libertad. Hasta que cayó presa definitivamente el 17 de agosto de 2004.
La sentencia de agosto de ese año sindica a La Chepa como la responsable de dirigir las acciones para concretar el incendio y de haber indicado los lugares y la forma de prender el fuego. El documento señala que el día del atentado los brigadistas forestales fueron atacados por unas 40 personas, quienes les arrebataron dos motosierras y aparatos de comunicación. Los carabineros que concurrieron fueron agredidos con piedras lanzadas con boleadoras.
A La Chepa y otros tres inculpados se les aplicó la Ley Antiterrorista. Una medida que ni ella ni José Martínez, Defensor Regional de La Araucanía, comparten. "Quiero aclarar que yo y mis compañeros somos inocentes del delito que se nos acusa. Y quiero decir que este país no puede aplicarnos una ley antiterrorista; es decir, no puede comparar la quema de un bosque con las miles de personas que han muerto por actos verdaderamente terroristas a lo largo del mundo. Es una gran mofa al dolor de esa gente", argumenta La Chepa a Paula. Martínez reconoce la magnitud del delito, pero no lo eleva a la categoría de terrorismo. "Aquí hablamos de palos, chuecas, ondas, boleadoras, una bomba molotov, en el peor de los casos. Y eso está lejos de un concepto puro de terrorismo", asegura.
Son las dos de la tarde en Temuco. Es domingo 7 de mayo, día de visita en la cárcel. Junto a la cama de Patricia Troncoso hay un velador metálico con una Biblia y un florero de plástico con ramas de canelo. De los barrotes de la ventana penden cuelgas de ajíes secos. Durante un tiempo intentó encontrarle un origen mapuche al segundo apellido de su padre, Millar. Patricia especuló que podría haber sido Millarú y que, a lo largo de los años, hubiera perdido la u final. Pero no fue el caso. De todas maneras, Patricia reivindica ancestros indígenas: "Me considero híbrida. Todos los chilenos tenemos líneas mapuches en la sangre, sólo tenemos que descubrirlas. En todos estos años de lucha, he desarrollado el sentido de la pertenencia", dice.
–¿Por qué se acercó al pueblo mapuche?
–Cuando viajé al sur y vi que los mapuches se quejaban de que no tenían agua, de que las empresas forestales estaban atentando contra su existencia, tomé conciencia de lo grave de la situación que vivían. Me di cuenta de los atropellos a sus derechos y a sus tierras que se cometían. Eso me marcó.
Muy lejos de la cárcel, en el Muelle Vergara, en Valparaíso, donde vende cremas La Araucana y merquén, Andrés Llao reconoce que no ha dejado de pensar en Patricia. "Vivo preguntándome qué le pasó, qué vio en los trabajos de verano que la hizo cambiar tanto", comenta. "Muchas veces me siento culpable de haberle enseñado tantas cosas".
Lorena, su amiga de la universidad, tiene una explicación: "La Patty era muy sola y con los mapuches conoció por primera vez el sentido de la pertenencia".