Macarena Albornoz (37) trabaja en una empresa de telecomunicaciones. Hace unos meses, cuando estaba a punto de prender el computador en una sala de reuniones para exponer al frente de sus colegas, se tropezó con un cable y se cayó. Varios se pararon de sus puestos para asistirla, pero cuando quedó claro que el accidente no había sido grave, uno de los directores dijo con una sonrisa en la cara y un tono soberbio: “Es mujer, qué más se le puede pedir”.

A la expresión rápidamente le siguieron risas –algunas falsas e incómodas– por parte de todo el equipo. Y cuando Macarena, que se había quedado en silencio, miró a sus colegas para encontrar en ellos una mirada cómplice y de apoyo, ninguno pudo mirarla de vuelta. Por el contrario, se enfocaron en el mesón y abrieron sus cuadernos. Macarena no se rió, pero tampoco pudo decir algo. Estaba a punto de presentar y un ‘chiste’ como el que había escuchado recién, que la atacaba directamente, la dejó nerviosa y, como supo identificar después, totalmente inhabilitada.

Si hubiese querido decir algo –aunque sabía que eso probablemente la pondría en riesgo– tampoco habría podido, porque a esas alturas se sentía denigrada. Al final del día lo comentó con una colega que le respondió: “Fue una talla, la tiró solamente para distender el ambiente porque todos quedamos preocupados por tu caída”. Con un argumento como ese, ¿qué se podía hacer?, pensó Macarena.

Ella no es la única que ha sido, está siendo o será objeto de burla, de las formas más sutiles y menos evidentes de misoginia y violencia de género. Porque así queda definido, según Amnistía Internacional, el humor misógino y sexista; como una forma de violencia de género sutil y poco explícita, pero igualmente peligrosa. En otras palabras, violencia disfrazada de humor.

Es por eso, tal vez, que se sigue pensando que los chistes como el que tuvo que enfrentar Macarena, son totalmente inocuos. Pero el problema, como explica la socióloga del Observatorio de Género y Equidad, Tatiana Hernández, es que sirven para reproducir y a la vez fortalecer un imaginario patriarcal y de opresión. “Es esa la fuerza que tienen los chistes misóginos; parecen ser inofensivos, pero generan un daño brutal porque son igualmente un dispositivo de control que reproducen la violencia hacia la mujer y los cuerpos feminizados, a través de la trivialización del problema. Porque la herramienta del humor es esa, la de trivializar. Y con esa trivialización vamos naturalizando ciertas expresiones de violencia”, explica. “Es por eso que el humor misógino es tan duro de erradicar”.

Y es que cuántas veces nos hemos enfrentado a chistes, burlas y comentarios discriminadores y ofensivos en situaciones o contextos cotidianos; en reuniones familiares, en el trabajo e incluso con amigos. “No seai maricón”, “déjala que ella te sirva la comida, es mujer”, “cuidado, las mujeres son brujas”, y como estos, millones de comentarios que hemos aprendido a asimilar y eventualmente naturalizar, sin siquiera cuestionarlos.

Porque se trata, como explica la doctora en psicología Carolina Aspillaga, de una violencia simbólica en la que, por medio de símbolos culturales, se van reproduciendo estereotipos y los roles de género que nos posicionan a nosotras en lugares de subordinación y de menos poder y estatus. “Finalmente tienden a disminuir la forma en la que nosotras nos percibimos a nosotras mismas y la forma en la que somos percibidas. Y al ser algo sutil, muchas veces nos identificamos con esas formas de representación, o no las cuestionamos. Incluso las encontramos chistosas”, postula. Y es que así opera la violencia; las personas que están siendo oprimidas se terminan identificando, muchas veces, con las formas que las recluyen a ese lugar.

Por suerte –y en tiempos de feminismo– somos muchas y muchos los que hemos podido identificar que estos chistes operan de manera desapercibida, pero tienen un impacto directo. Muchas que incluso nos pudimos haber reído en algún momento de esas tallas, no comprendiendo del todo la gravedad, ya no las encontramos chistosas. Nos incomodan incluso cuando las vemos en algunas de nuestras series o películas favoritas con las que crecimos. Pero de ahí a saber cómo articular nuestra respuesta, hay todo un proceso. Y es eso, a veces, lo que nos deja en un terreno ambiguo.

Como explica Hernández, hay que ser muy categóricas en decir que la violencia contra las mujeres no es ningún chiste. Los números de femicidios siguen siendo altos y los llamados al 1455 aumentaron en los meses de pandemia, en los que se pudo visibilizar más aun la experiencia de violencia sistémica a la que se enfrentan las mujeres a diario. Y mientras esto siga siendo así, hay que identificar esas violencias sutiles y cotidianas.

Según Hernández, hay personas que han adquirido mayor consciencia y pueden identificar estas formas de violencia y molestarse, y es importante hacerlo. Hay otros y otras que producto de la mirada patriarcal que ve qué tan sistémicos somos o no, optan por callar. “Esto pasa mucho en los trabajos, cuando el jefe tira la talla o cuando hay que cuidar el empleo. En algunos casos se trata de un silencio que no puede ser comprendidos, sino como una forma de afrontar la violencia. Pero también están los hombres que saben que están en presencia de mujeres feministas y tiran un chiste para provocarlas, para que salga el estereotipo feminista con el cual ellos atacan al feminismo y sobre el cual se defienden, diciendo cosas como ‘estas mujeres rabiosas que nos odian’. En esos casos hay que entender que es una provocación y hay que tratar de no entrar, sino que desarmar la dinámica. Hay que hacerlo para que no nos reduzcan a un estereotipo, no porque sea bueno o malo ese estereotipo, sino que porque lo están ocupando para invalidar luchas legítimas del feminismo”. En ese sentido, como explica Hernández, el humor misógino es un dispositivo de control, pero también uno que permite exponer a quienes denunciamos.

Según Aspillaga, hemos ido problematizando estas dinámicas cada vez más, pero evidentemente todavía no tenemos del todo claro cómo enfrentarlas. “Corremos el riesgo de no percibir estas situaciones, de no identificarlas o, en el caso contrario, de ser percibidas como densas si es que no nos reímos de la talla. Pero el no tolerar esto es una de las formas de resistencia a la violencia contra las mujeres, eso hay que tenerlo claro”.