Desde chica inventé negocios para tener plata. La guardaba en una cajita gris y no faltaba el que decía "¿por qué no sacas de tu cajita y nos compramos algo?". Yo no sacaba ni un peso. De adolescente, mi papá me decía siempre que llevara un billete de cinco mil pesos en el bolsillo cuando salía con mis amigos; de esa forma, si me aburría, podía tomarme un taxi y no depender de alguien para volver a mi casa. Eso marcó fuertemente mi carácter.
Partí modelando con Luciano Brancoli. Estaba casada y era casi diez años menor que todas las demás, unas quince modelos de alta costura. En realidad éramos maniquíes, perchas que apenas distinguías unas de otras sobre la pasarela, porque era el mismo peinado o sombrero para todas. Los desfiles eran a la hora del té, para beneficencia y, una vez que terminábamos, cada una partía al supermercado o a cuidar a los hijos; yo en ese tiempo ya tenía a mi primera hija. En ese contexto conocí a Estela Mora. Mi amiga y socia en Bookers, que tiene hijos de la misma edad que los míos.
Como empresaria llevo 17 años trabajando. Trabajé solo siete años como modelo. Me defino como una emprendedora, porque eso es lo que soy. A los 24, después de trabajar en Europa y rechazar una oferta de la casa Dior, llegué a Chile con la convicción de que debía tener algo mío: mi empresa. Lo sentía como una urgencia; me angustiaba pensar que a los treinta ya iba a ser demasiado tarde. En eso estaba cuando a Estela y a mí nos llegó la propuesta de hacernos cargo de toda la visualidad –looks, fotos y videos– de Nicole y su nuevo disco. Así partió Bookers.
Con Estela Mora sufrimos bullying por parte de los hombres. Nos metimos en el área de la producción, un ambiente muy masculino. Llegábamos a las reuniones y los hombres no entendían qué hacíamos allí. Que fuésemos altas les parecía una agresión y que hubiésemos sido modelos les generaba desconfianza respecto de nuestras capacidades. ¿Cómo estas mujeres van a ser capaces de manejar un presupuesto?, supongo que pensaban. Había muchos prejuicios. Perdimos varios proyectos solo por ser mujeres. Hacernos un nombre implicó doble esfuerzo. Tuvimos que aprender a hablar fuerte y claro; a saber golpear la mesa cuando correspondía.
Cuando empecé, no sabía nada de números ni leyes. Me pasé al menos un año estudiando Contabilidad varias horas al día, el tema de los impuestos, las leyes laborales. Era una lata espantosa, pero necesaria.
Cuando me casé pusimos reglas claras: yo lavo, tú lavas, yo mudo, tú mudas. Mi marido ha cumplido con este proyecto de vida. Sin crianza compartida para una mujer es muy difícil asumir desafíos profesionales. En mi caso, sin el apoyo de mi marido difícilmente habría podido sacar adelante mi empresa. Pero no solo eso. Tengo el relajo de llamarlo y decirle que no voy a llegar a comer a la casa porque voy a salir con una amiga o que me iré de viaje sola y cero problema. Soy una mujer tremendamente libre.
Por años sentí culpa de no haber estado lo suficiente con mis hijos cuando eran chicos. Esos niveles de angustia no quisiera vivirlos nunca más en mi vida. Soy hija de la transición, de un cambio cultural: mi madre estuvo siempre con nosotros y comenzó a trabajar cuando éramos grandes. Yo he trabajado siempre y para mi hija no será ninguna novedad.
Las mujeres hemos pataleado mucho por nuestros espacios, pero nos quejamos de que los hombres son poco románticos, poco caballeros o no ponen su voz cuando deben hacerlo. No vaya a ser cosa que de tanto reclamar extrañemos la masculinidad y la femineidad en sus puntos de equilibrio. Me da miedo que terminemos con los hombres en la casa y nosotras manteniéndolos. Me da miedo que todo eso por lo que luchamos se nos venga en contra.