Una tarde de octubre, las amigas y colegas Amalia (31) y Clara (37), se dieron cuenta que hace ya un tiempo estaban viviendo una experiencia en común; desde distintas veredas y ocupando distintos roles afectivos, ambas se habían vuelto pilares fundamentales y acompañantes en el proceso de deconstrucción –y reconstrucción– de hombres cercanos a ellas. En el caso de Amalia, se trataba de su amigo de toda la vida con quien había compartido gran parte de la infancia y etapa universitaria. Y en el caso de Clara, de su pareja con la que lleva dos años de relación.

En un impulso genuino y poco calculado, apenas compartieron de manera preliminar sus experiencias, ambas sintieron la necesidad instantánea de soltar un suspiro de alivio y comprensión mutua. Amalia, sin darle muchas vueltas, dijo “es lo más agotador que hay, y eso que en pareja debe ser más complejo aun”. A lo que Clara le respondió; “pero a veces siento que si no lo apoyo en su proceso, quizás le estoy obstaculizando la posibilidad de que concientice y sea mejor persona. También me pregunto si es mi responsabilidad facilitarle esa posibilidad”.

A estas inquietudes le siguió otra que fue la que dio paso al debate colectivo entre el grupo de amigas; ¿hasta qué punto, si es que se podía delimitar de manera poco abstracta y teniendo en cuenta los matices, era o no un proceso en el cual les correspondía a ambas involucrarse? Y si ese era el caso y estaban dispuestas a hacerlo, ¿de qué manera era viable sin transgredir sus propios límites, necesidades y deseos?

“¿En qué minuto se estableció que tenemos que ser nosotras las que los educamos?”, concluyó Amalia. “Pero es difícil, porque se trata de dos personas a las que les tenemos mucho cariño. Si no abrimos en conjunto esa conversación, quizás nunca se abra. Entre ellos y con su grupo de amigos, por lo pronto, no lo van a hacer”.

Casos como el de Amalia y Clara, con sus diferencias y en distintas etapas de la vida, los hay por montones. En tiempos de mayor conciencia en los que rápidamente han cambiado las reglas del juego gracias a los esfuerzos de los movimientos feministas que articularon y pusieron ciertos temas sobre la mesa, la masculinidad hegemónica –aquella que históricamente se había perfilado de una única manera e impuesto por sobre las demás– está finalmente sujeta a una revisión colectiva, y en ese proceso, muchas veces, los hombres no saben cómo actuar.

Como explica la psicóloga y directora del Departamento de Género de la Universidad Diego Portales, Mariana Gaba, hasta hace poco, había una serie de problemáticas que habían sido estudiadas, analizadas, descritas y denunciadas por las feministas, y de golpe salieron con fuerza a la superficie; “Era un magma acumulado que de repente salió y le dijo a los varones, sean éstos padres, parejas, hermanos, amigos o jefes, que ya no se podía sexualizar, objetivizar, esencializar, denostar o discriminar a los cuerpos feminizados porque se trataba de situaciones insostenibles, y en ese proceso, que no fue buscado por ellos –porque no fueron ellos quienes lo solicitaron– se les pidió renunciar a ciertos beneficios. ¿Son puros costos? No, porque intentar ajustarse al modelo de masculinidad hegemónica es desgastante para ellos también. Ahora se les abre un espectro de posibilidades”, reflexiona. “El tema es que no es fácil ni para ellos ni para quienes están cerca. El concepto ‘deconstrucción’ es romántico y benigno; se instala en el sentido común como la contracara a la masculinidad tóxica. Pero no porque ellos estén pasando por eso, nosotras tenemos que ser las que los impulsan, guían o protagonizan el proceso. No pueden subirse al auto y pretender que nosotras manejemos”.

A eso, Gaba le suma que ciertamente se vive de manera distinta dependiendo del tipo de relación. “Si se trata de amigos, es bueno estar dispuestas a que nos consulten, que busquen nuestra opinión y que la valoren”, profundiza. “Pero si se trata de una pareja, es clave saber que no son nuestros hijos y que no tenemos por qué enseñarles de qué manera ser mejores. Eso, en definitiva, no es positivo para el proyecto afectivo. Aquellas que están en condiciones de colaborar en ese proceso, debiesen tener en cuenta que no es algo que les corresponde y que si bien es clave tender puentes y mantener diálogos abiertos, el proceso de revisión, deconstrucción y reconstrucción tiene que estar pensando a nivel colectivo”.

Ahí, como explica la especialista, el potencial rol que cumple el grupo de amigos es fundamental, porque de base, el trabajo de las masculinidades tiene que encauzarse ahí. “Es necesario que empiecen a trabajar las masculinidades y establecer, más que lo que no se puede hacer –que está mayormente delimitado– lo que sí se puede”.

En eso, la psicóloga clínica especialista en temas de género, Claudia Muñoz, está de acuerdo. Y es que, según ella, el llamado a los varones es a romper el pacto patriarcal más que a deconstruirse. “Deconstruir creencias para volver a construir es importante, pero romper el pacto es una acción política. Es decir en el grupo de Whatsapp ‘me molesta que estén compartiendo fotos no consentidas’. Son esos espacios de sociabilidad en los que la masculinidad podría verse en jaque si es que se muestra un descontento a desacuerdo”, explica.

Por eso, una vez establecido que para las mujeres no es por ningún motivo una imposición acompañar –o colaborar en– los respectivos procesos de revisión de los hombres, la pregunta es, según las especialistas; ¿De qué manera se puede hacerlo sin hacernos cargo? Y, por ende, ¿de qué manera se acompaña el proceso de otro sin que se vuelva nuestro?

De partida, profundiza Muñoz, no porque un hombre nos diga que se está deconstruyendo, hay que incondicionalmente quedarse ahí. “Si decidimos hacerlo, es importante pensar en cómo queremos acompañarlo y comunicarlo. Ahí se pueden recomendar lectura, películas, y abrir conversaciones incómodas, que siempre es necesario”.

Pero sobre todo, entender dos puntos a modo de guía; Solo podemos acompañar si es que sentimos que tenemos las herramientas para hacerlo, entendiendo también que el que está al frente, está pasando por un momento difícil. Y en segundo lugar, que este proceso nos atraviesa a todas y todos, por lo que tomar la decisión de vivirlo al lado de alguien, nos puede también generar rabia y pena. “Vamos a estar escuchando cosas que nos afectan y es válido que nos enoje y es sumamente necesario poner límites”, dice. Se trata, como explica la especialista, de tener autocompasión.

“Se puede también acompañar diciendo ‘esto prefiero no escucharlo’, ‘prefiero que lo hables con tus amigos o busques ayuda profesional’. Porque en definitiva, no está en nosotras salvarlos y seguir replicando un modelo estereotipado y jerárquico de apoyo y ayuda a la persona históricamente privilegiada”, profundiza Muñoz. “Acompañar y no hacerse cargo es una buena diferenciación. Obvio que si quieren preguntar, conversar, llorar y vulnerabilizarse, que lo hagan. Los varones, además, no nutren sus vínculos y les cuesta mantenerlos. Pero no nos sintamos responsables. Si decidimos estar ahí, hay que estar abiertas a tener conversaciones que nos van a incomodar, enrabiar y nos lo tenemos que permitir. Al otro también le toca, por eso es clave que en esas conversaciones se mantenga la amabilidad”.

Ahí es de suma importancia poder decirle al otro lo que nos afecta y nos duele y los pesos que sentimos al estar con ellos con el fin de abrir conversaciones más que cerrarlas, siempre con amabilidad, paciencia y atención a los propios límites.

Para Gaba, hablar de ‘acompañamiento’ suena como si se tratara de un proceso terapéutico o incluso de acompañamiento en la recuperación de una enfermedad. “Una de las cosas que más nos cuestionamos las que tenemos algún activismo feminista es, justamente, hasta dónde llega nuestro rol educativo respecto de un grupo que tiene privilegios. Es delicado el equilibrio entre pedirles que se pongan las pilas por su cuenta, que busquen información, que se inquieten, y saber cuándo poner límites”, explica.

“Por eso, si hay una intención genuina de cambio, más que acompañar, podemos colaborar a que un varón de nuestro entorno mejore. Eso no implica llevarlo de la mano, porque eso sería replicar dinámicas poco equitativas. Es dar empujones. El desafío acá está en mostrarle a alguien que tiene privilegios que los tiene, y muchas veces sin hacer usufructo de ellos de manera consciente. Está bueno colaborar, pero sin que la otra persona se cuelgue de nuestro feminismo”.

Y es que la relación sexoafectiva que existe entre hombres y mujeres es, como se explica en El segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir, la característica que la distingue de las demás relaciones discriminatorias y jerárquicas entre opresores y oprimidos. En ella, hay una mistificación mediante el ‘amor romántico’ que da paso a una matriz única en la que se valida una estructura de dominación. “En ese sentido, que las mujeres tengamos que ser las que iluminan a los varones, es una especie de reciclaje de esa dinámica. Sería impensado que los blancos racistas de Estados Unidos le demandaran a los negros que ellos sean los encargados de acompañarlos en sus procesos de deconstrucción de racismo. Así mismo, con la deconstrucción de la masculinidad hegemónica, la responsabilidad es compartida; hay que empezar a trabajar con y para los varones y ellos se tienen que poner las pilas y empezar a ser protagonistas”, termina Gaba.