¿Te ha pasado que dejas de comer o comes más para dejar de sentir dolor, olvidar o anestesiar? Y es que así como el dolor nos indica que algo no está bien adentro o afuera, comer o dejar de comer es una forma humana e involuntaria que surge como respuesta a una herida. El dolor nos moviliza o a veces paraliza para erradicar esa emoción, sensación física y rumeo mental.

Nuestro sistema nervioso está diseñado para estar alerta a evitar el dolor y el peligro y de manera inversa a buscar la seguridad y placer generando el motor para desarrollar estrategias que nos anestesien, bloqueen emociones, nos alejen de lo que nos produce dolor y entregue recursos para gestionar emociones incómodas.

A nivel físico, un evento traumático genera cascadas de cortisol en la sangre, lo que nos ayuda de manera precoz a reaccionar y protegernos. Los sistemas del cuerpo priorizan los órganos vitales corazón, cerebro y pulmones y la sangre se redistribuye hacia el tren inferior para poder huir si es necesario. Y donde menos llega sangre es hacia nuestro sistema digestivo, y es que claro, frente a eso no es momento importante digerir. Así, disminuye el peristaltismo (movimiento del intestino), los sentidos del gusto, y olfato se ven alterados. Se desarrolla una mayor fijación por algunos alimentos (el cuerpo necesita de energía rápida, glucosa, carbohidratos) se nos inhibe el apetito, cambian nuestras elecciones alimentarias, y se ve alterada la sensación de hambre y saciedad.

Bien sabemos a nivel emocional, social y cultural que el alimento, el comer, mascar, sentir texturas y llenado estomacal, es fuente de seguridad, compañía y contención. Lo que lo hace ser una muy efectiva herramienta para surfear, evadir o anestesiar las emociones dolorosas. A su vez, la restricción y vigilancia alimentaria nos permite sentir control y la sensación de que hay algo que podemos manejar en momentos de caos. Ambos son respuestas adaptativa frente al estrés agudo y una manera de gestionarnos frente al trauma.

Sin embargo, cuando esta respuesta ya se instala en nosotras, no solo nos limitamos a intentar sanar esta herida que aún sigue abierta, ya que por mucha restricción y control o exceso que podamos tener, no hay volumen de comida ni restricción excesiva que pueda ayudarnos a ir limpiando para dar espacio al proceso de la cicatrización. La herida sigue igual o más viva y continua sangrando cada vez que la recordamos. Porque ahora no solo se siente el dolor de la trauma inicial, sino que se suma la compleja, alterada y dañina relación que empezamos a desarrollar con la comida y el cuerpo.

Esta herramienta del comer para anteponernos y buscar refugio termina siendo un hambre que jamás se va a poder saciar del todo si es que no nos permitimos observar, digerir, reconocer y trabajar, cuál fue la herida inicial.

*Inspirado en el libro Hambre, Roxanne Gay.

Camila es Nutricionista y Health Coach. Instagram: @camilaquevedot