Bien sabemos que no solo comemos para nutrir nuestro cuerpo físico y que no solo ingerimos alimentos para saciar el estómago. Comemos y buscamos los alimentos por múltiples razones, como agregar nutrientes a nuestras células o por motivos emocionales que tienen una fuerte influencia en nuestras decisiones y urgencias alimentarias.
Como lo he comentado en post anteriores, la alimentación tiene un componente emocional fuerte. Al nacer, lo primero que nos da contención fue un alimento, esa leche tibia que nos hizo volver a encontrar la calma. Siglos atrás, cuando la comida no estaba siempre disponible y nuestros antepasados tenían que ir a cazar para alimentarse, era un acto de vida o muerte lleno de estrés y angustia por encontrar algún nutriente que devolviera la energía, un motor para la sobrevivencia. No puedo llegar a imaginar el éxtasis que sentían cuando después de días sin comer encontraban algún alimento (fruta o animal). No es raro entonces que la comida, el alimento, el saborear, tenga un impacto y recuerdo emocional grande en nosotros.
Validar que comemos desde la emoción y que a veces necesitamos de un alimento para cambiar una emoción incómoda nos hace más humanos y nos permite decidir sobre nuestra ingesta emocional, así como hacer la diferenciación entre hambre e ingesta emocional. Yo puedo comer desde la emoción y puedo de manera consciente decidir cuánto comer.
Pero hay un punto muy importante a observar y hacernos consciente, ya que tiene implicancias en la salud: cuando mantenemos de manera permanente e inconsciente el hábito de comer; es siempre emocional.
Es normal, humano y parte de nuestra emocionalidad que nos constituye asociar que los alimentos puedan llenar vacíos internos que no son el estómago. El punto importante es que a veces no nos damos cuenta que hacemos de este acto que podría ser terapéutico. Porque sí, la comida puede ser terapia cuando se toma de manera consciente. Sin embargo, hay momentos en que entramos en este loop automatizado en donde pasamos de tener comidas emocionales por eventos puntales a tener una alimentación emocional de manera permanente. Perdemos el sentido y perpetuamos un hábito que si lo volvemos crónico o sostenido en el tiempo, se transforma en un limitante para gozar de los alimentos, genera grandes frustraciones y a veces una sensación de perdida de control y angustia. En casos más graves se convierten en trastornos de la conducta alimentaria y depresión.
Dado todo lo anterior es importante graficar de manera clara las diferencias para poder identificar cuándo este acto que nos debería generar placer, disfrute, energía y una liberación de endorfinas, nos lleva más a la culpa y la frustración. El hambre emocional aparece de manera repentina y es una sensación que hay que saciar de inmediato, y no con cualquier alimento. El hambre fisiológica va de a poco apareciendo, es un hambre que puede esperar y se sacia generalmente con alimentos que tienen un valor nutricional o bien podemos ser flexibles a la hora de elegir.
Está bien comer desde lo emoción y lo seguiremos haciendo, pero no hagamos de esa comida emocional que elegimos en un momento puntual un hábito en donde comer sea la única manera que tengamos para gestionar las emociones. La invitación es a identificar si mi forma de comer es gozosa y me suma a mi vida o más bien me está generando limitaciones en mi salud física y mental. En este contexto, busquemos, exploremos y seamos curiosos en llegar a actividades que puedan nutrirnos y alimentar nuestra menta y alma.
Camila es Nutricionista – Health Coach. Instagram: @camilaquevedot