“Mi vida ha estado atravesada por un dolor desgarrador en mi cuerpo producto de la menstruación, y por mucho tiempo, no sabía qué estaba pasándome. A los 15 años me llegó la regla, y desde el principio, se presentó de forma desordenada y distinta. Una noche, mi papá se había ido de viaje, y le pregunté a mi mamá si podía aprovechar de dormir con ella porque me dolía mucho el útero. En la madrugada, empecé a desesperarme, a sentir esa sensación de que no hay forma en la que te des vuelta en la cama, o remedio que te tomes.
Empecé a tiritar, mis articulaciones estaban duras, y sentía que ya no iba a aguantar más. Entonces, vomité de dolor. Llegué a la clínica en una silla de ruedas donde apenas podía contener la hemorragia, muerta de miedo, porque no sabía cómo detenerlo. Ese fue el comienzo de una serie de consultas y diagnósticos fallidos con distintos profesionales de la ginecología. El primero: resistencia a la insulina, a los 15. Yo era flaca, no tenia tanto desarrollo físico, y algo me decía que eso no era lo que me estaba pasando.
Esa primera vez en la clínica siento que no me tomaron mucho en cuenta. Decían que yo era chica, que estaba empezando a regularme en mis menstruaciones, y que el dolor era algo que sucedía. Pero ninguna de mis amigas vivía una menstruación así. En el viaje de estudio, a mis 17, pasé 35 días menstruando. Era una locura. Ese fue el comienzo de un adormecimiento del dolor en mi cuerpo, impulsado por mi mente y los anticonceptivos, durante más de 15 años.
Cuando cumplí 30, habían pasado años haciéndome ecografías por tratamientos anticonceptivos que no funcionaban bien: un día me decían: ‘No te preocupes, si se ve todo bien’, luego seis meses después, otros decían ‘se ven varios quistes en los ovarios pero esto es normal’, y después que ‘tenía lleno de quistes y que nunca iba a poder quedar embarazada, que este era el fin del camino’. Así de contradictorios eran los resultados de todas mis consultas. Así que dije ‘no más’.
A esa edad dejé los anticonceptivos para probar con tratamientos alternativos, y también empecé a vivir con el dolor. Yo misma me invalidé mucho, me decía que ‘cómo no iba a seguir funcionando por esto’, me obligaba a seguir trabajando, y también me culpaba pensando que era yo la que no estaba comiendo bien, o haciendo suficiente deporte, lo cual no era cierto. Esta responsabilidad que me echaba al hombro no tenía mucho fundamento, sin embargo, persistía, y no me dejaba descansar porque no quería decir que era por dolor de la menstruación.
Pasó una vez que en mi trabajo de esa época, donde tenía un cargo de alta responsabilidad, me invitaron a participar de una entrevista en el diario, donde mi foto iba a salir en grande. Ese día me desperté con un dolor terrible, menstruando con mucha sangre, al punto de que tenía que ponerme compresas gigantes. Vomité, me tiré en la cama, y dije: ‘no puedo no ir a la entrevista’. Y fui así, tiritando. Aún guardo la foto para recordar que no tengo que volver a hacer esas cosas.
Así vivía hasta el año pasado, con esta bola de fuego en el útero, que se activaba mensualmente, para la cual algunos doctores me recomendaban tomar ibuprofeno el día antes, pero no sabían que para mi, ese remedio era como tomarme un vaso de agua. Cuando sentía que el dolor venía, empezaba a irradiar todas mis partes del cuerpo: el útero, luego el estómago, después empezaban los tiritones, me tenía que acostar, ponerme en posición fetal mientras me movía un poco porque era insostenible en cualquier posición. Y luego llega un momento en que es tan grande la sensación de no poder contenerlo, que vomitaba. Hasta que empecé a desmayarme.
La vida sin dolor es totalmente distinta
Mi hermano, que vive en la misma ciudad que yo, fue a rescatarme porque lo llamé diciéndole que pensaba que me estaba muriendo. Me fue a buscar, y también me pidió que por favor hiciera algo al respecto. Pero yo no podía, no tenía respuestas. Hasta que un día, una hermana que es doctora me recomendó que fuese a ver a una ginecóloga que sabía de endometriosis. Fui, me hizo tres preguntas, e inmediatamente me derivó con un doctor experto —mi doctor hasta hoy—. Me volvió a pedir exámenes, pero esta vez con un protocolo de mirada especial en endometriosis.
Tuve que esperar 20 años para que alguien aplicara ese protocolo y descubriera lo que realmente tenía. Investigué que a 1 de cada 10 mujeres fértiles sufren de endometriosis, y que en promedio, tardan 10 años en diagnosticarla. Me plantearon operarme lo antes posible, y me explicaron que esta era una intervención delicada, donde no íbamos a saber qué estaba pasando exactamente hasta que me abrieran y vieran a dónde había llegado a parar mi endometrio fuera del útero, o peor, si es que estaba agarrado a algún otro órgano. Recuerdo haber llorado de emoción y de miedo. Por fin alguien estaba siendo claro y transparente conmigo, pero por otro lado, lo que tenía, era grave.
Y me cambió la vida. Ha pasado casi un año ya desde que me operé y estoy muy decidida a no volver a sentirme como antes. El dolor es como un ancla, que te condiciona el día a día y para el cual te tienes que organizar. Después de la operación, siento que esa ancla se cortó, antes tenía mi cuerpo en contención, ahora está en expansión, y lo siento sano. Incluso pude volver a pensar de nuevo en mi maternidad, antes no podía ni siquiera pensar en tener hijas o hijos con tanto dolor. Con esta libertad, literalmente me siento flotando en un mar de posibilidades, me puedo meter al agua, puedo andar en bicicleta, en patines, y eso en el corto plazo ha sido maravilloso.
Ahora mi cuerpo es mi aliado en las actividades que tanto me gusta hacer, y no mi enemigo. Eso ha significado tomar decisiones también, como por ejemplo, que sigo con anticonceptivos porque no quiero que mi endometrio crezca. Pero más allá del camino que estoy escogiendo para tratarme, poder reflexionar sobre el apoyo que se necesita para salir adelante en esto ha sido fundamental. Durante la operación pensé mucho en cómo quería sanar, y mi reflexión fue que la sanción tiene un componente individual muy importante, pero también uno comunitario y social.
Por eso, en mi recuperación, subí a Instagram una pregunta: ‘¿Quiénes tienen endometriosis?’. Me respondieron cinco amigas. Armamos un grupo, esas amigas empezaron a conectar con otras amigas, y hoy somos 15. Es por Whatsapp, todavía no nos conocemos todas, pero solo leernos ha sido tremendamente sanador. Hay algunas que hablan más, otras menos, pero siempre hay una que engancha con otra, o que tiene el dato que la otra necesita, y hemos ido armando una base de datos sobre doctores, remedios o medicina alternativa. Ha sido una tremenda compañía de mujeres de distintas partes de Chile.
Y hoy, solo quiero seguir conectada en este espacio de acompañamiento que hemos ido creando, porque siento que realmente, nadie que puede hacer un cambio real nos ha acompañado mucho. Si es que hace algunos años no se consideraba ni siquiera la endometriosis como un diagnóstico ante el dolor, hoy por ejemplo, mi seguro no considera la operación como algo en lo que me tiene que apoyar. Y eso es tremendo. Más aún por ser esta una enfermedad crónica. Me gustaría que en comunidad, viéramos llegar el día en que los demás se den cuenta que para una mujer con endometriosis, eliminar el dolor puede cambiar su vida”.
Florencia (36) es psicóloga