“Desde que tengo memoria mi papá me pegaba, no sé exactamente cuándo partió, pero cada vez que hacía algo que no le gustaba, volaban las cachetadas, para mí o para cualquiera de mis hermanos. Recuerdo la sensación después de cada golpe o de cada insulto. ¿Qué hice para merecer esto?, pensaba. En ese momento no sabía la respuesta, hoy la tengo clara: nada. No hice absolutamente nada para merecer el maltrato físico ni psicológico que recibí de mi progenitor.
No recuerdo que mi mamá también nos pegara, aunque no puedo descartar que no lo haya hecho. Lo que sí sé es que fue cómplice de todos esos actos. Y es que crecí en la década de los ‘90, cuando había muchas familias que normalizaron los abusos y golpes. De hecho recuerdo vivamente una campaña del gobierno que hablaba sobre los derechos del niño, decía que no podían ser golpeados. Ver este comercial fue esperanzador en ese momento pues me confirmó que no estaba equivocada. Algo me parecía raro y lo era, él no podía pegarme, pero por alguna razón lo hacía igual.
Una vez me armé de valor y le dije: ‘Si me vuelves a pegar te voy a denunciar’. Eso caló hondo en mi padre, como si se hubiese enterado recién en ese momento que lo que estaba haciendo era un delito. Estoy segura que lo sabía desde antes, pero también sé que su infancia debe haber sido similar o peor, y en definitiva, él no conocía otra manera de hacer las cosas. La teoría que dice que un niño abusado será un abusador cuando sea grande, se cumplió a la perfección en este caso.
Luego de ese día nunca volvió a golpearme, pero el maltrato no paró ahí, de hecho creo que recién hace pocos años se detuvo. Frases como ‘¿cómo eres tan idiota?’, ‘¿eres tonta?” eran pan de cada día en mi casa, y muchas veces incluso fuera de ésta.
Mi padre entonces, resultó ser una figura muy sombría en mi vida, porque fue un abusador, nos menoscabó a mí y a mis hermanos hasta grandes, o hasta que empezamos a responder con seguridad y confianza. Pero, por otro lado, ha sido un padre atento, que nos ha enseñado valores muy importantes, que ha estado con nosotros en todos los momentos. Resulta difícil congeniar ambas imágenes de mi padre y entonces, mi sensación hacia él siempre es ambivalente.
Sin embargo, y a pesar de la violencia, soy una mujer con personalidad, que no se deja pasar a llevar. Muchas veces he rozado la agresividad a la hora de defenderme. Y es que si las personas supieran de dónde viene esta coraza, recibiría más abrazos y menos juicios. Llevo ocho años de relación con el padre de mi hija, ella ahora tiene dos años y criarla ha sido revivir todo lo que viví cuando pequeña. En cada pataleta o llanto desconsolado sin razón, se apodera de mí una energía que me cuesta controlar y que son las ganas de pegarle y soltar mi niña asustada encima de ella para evitar que siga llorando.
En la práctica sé que no dejaría de llorar, lo sé por todo lo que viví. Sé que el llanto sería mayor, que me tendría miedo, que crecería al margen de mi cariño. También sé que si le pego una vez tendría solo dos opciones: no volver a hacerlo asustada por mi agresividad, o terminar convirtiéndo a los golpes en una costumbre, como lo hicieron conmigo. Digo todo esto esto a modo de reflexión, porque en el fondo sé que nunca la golpearé pues he hecho un trabajo para cortar esa cadena de abuso; aunque mi historia y mi pasado me podrían transformar en una madre violenta, todos los días me levanto convencida de que esto no es más que una sombra, un fantasma al que nunca le daré el poder.
Hoy veo a mi hija y no soy capaz de comprender cómo pudieron pegarme hasta los seis años. Cómo no les daba pena aplicar fuerza con una niña que ellos mismos trajeron al mundo, que no podía defenderse. Esta experiencia la llevo como una mochila cargada en mi espalda; no es fácil escapar de la rabia que muchos padres sentimos cuando vemos a nuestro hijo haciendo una pataleta una y otra vez, pero sé que jamás cruzaré esa línea, ni de forma física ni psicológica. Todos los días en la noche cuando hago dormir a mi hija le repito que estoy feliz de ser su madre, que es una niña maravillosa y que el mundo está hecho para que lo viva a su antojo. Cuando me responde veo en sus palabras la confirmación de que es una niña feliz con la madre que le tocó y eso me hace sentir orgullosa de haber cortado la cadena de violencia.
Algunas personas lo llaman ‘crianza respetuosa’, pero lo encuentro ridículo. ¿Qué otro tipo de crianza puede haber? Se imaginan hablar de ‘matrimonio respetuoso’, eso implicaría que hay matrimonios que no lo son; no nos parece lógico, es un delito, pero por alguna razón con los niños y niñas queda espacio a la duda. Estoy educando a mi hija para que ella no tenga que cargar con mi mochila en la espalda si decide ser madre, para que su única forma de crianza sea la que conoce en su casa, una basada en el respeto y sobre todo en el amor”.
Paz H. tiene 30 años.