Mi núcleo familiar cercano está compuesto por mujeres. Mi mamá, mi hermana, mi abuela y mi tía. No veo a mi abuelo materno hace más de seis años, cuando de casualidad me lo topé en la calle en unas vacaciones en Buenos Aires. Tengo papá, y hablo con él por teléfono cada cierto tiempo; desde que empezó la pandemia me ha llamado con más frecuencia. Le cuento cómo va el teletrabajo, le expongo mis inquietudes laborales y compartimos alguna que otra frase que ambos rescatamos de las últimas entrevistas al filósofo e historiador Yuval Noah Harari. Él es israelí y mi papá vive allá. Me aferro a esas coincidencias para tener temas de conversación con él.
Pero no es más que eso. Un llamado corto, conciso y mayormente racional. Porque en ese pragmatismo y falta de necesidad por expresar de manera constante nuestro sentir, hemos encontrado un pequeño espacio en común. Aun así, no hay muchos otros espacios en los que hemos convivido a lo largo de mi vida. Porque, en definitiva, fui criada por mujeres. Mujeres solteras y poderosas cuya necesidad por ser libres y no anclarse ha sido superior a cualquier otra. Y por eso, los hombres que han transitado dentro del núcleo no han encontrado en él un espacio permanente. Han entrado, han dejado huellas –algunas más grandes que otras– pero al cabo de unos años, han partido. ¿Expulsados? No del todo. ¿Agobiados? Tampoco lo tengo claro. ¿Fascinados? Muchos. ¿Asustados? Quizás más de lo que he podido identificar.
La primera fue mi abuela. De muy joven se casó con un empresario de Toscana, fanático de los veleros y las regatas. Ella, siendo hija de diplomático y no del todo emancipada de las imposiciones de la época, pensó que un matrimonio estable sería la mejor opción. Era romántica –lo sigue siendo– y el ritual, más allá del dogma, la cautivaba. También estaba enamorada. Pero luego de unos años en los que tuvieron a mi mamá y a mi tía y juntos migraron a Argentina, se aburrió. Así de simple. Él era gerente y la llevaba a las comidas de trabajo. Ella solo estaba interesada en leer poesía y hacer teatro. Quería, como me lo ha dicho, "pasarlo bien y no tener que fingir ser una esposa perfecta y bien vestida". Nunca se ha vestido bien y hacerlo era agotador para ella. Así que se divorció y se fue a Nueva York con sus dos hijas.
Luego vino mi mamá. No conozco, hasta la fecha, una persona más desapegada a lo material o con mayor capacidad para reinventarse que ella. Fue bailarina de ballet clásico hasta los 23, fue activista y parte de las campañas de alfabetización realizadas en los noventa en El Salvador, abrió un restorán de comida italiana en Nueva York y ha vivido en siete países a lo largo de su vida. Me crió sola y a mi hermana, que nació cuando yo tenía 15 y que ha tenido que luchar con una distonía muscular desde chica, también la crió y sacó adelante ella.
Durante mi infancia, sus pololos iban y venían y de cada uno yo aprovechaba de aprender algo: uno me enseñó a andar en bici, otro me regaló un cachorrito y con otro profundicé en mis gustos musicales. Pero, cuando las cosas no iban bien, la reacción casi espontánea de mi mamá era la de agarrar los bolsos y partir. A otro país, a otro lugar, a otra dinámica. Y en ese ir y venir que fue configurando su vida de nómade y aventurera irremediable, transmitiéndome que tenemos el derecho a cambiar de opinión cada 10 minutos si así lo queremos.
Hay principios que no cambia: su rigurosidad hacia las múltiples causas que la motivan, su disciplina, su impulso maternal y su eterno compromiso social –de los pocos que jamás ha soltado–, pero para todo lo demás no existen reglas. Esa flexibilidad y capacidad de adaptación me marcaron. Y son de los atributos que dentro de mi personalidad poco rígida, se han mantenido estables. A veces me pregunto cuánta de esa habilidad camaleónica heredada se volvió una sobre adaptación que me dificulta definir lo que realmente quiero.
Y es que es este linaje de mujeres autónomas y poco establecidas ha servido para configurar gran parte de mi imaginario y visión de mundo. Son ellas, mi hermana chica incluida, las que se me vienen a la cabeza cuando pienso en los vínculos primordiales que me han definido. Y son ellas también las que pese a la distancia siempre encuentran una manera de estar presentes en mi cotidianidad.
En este minuto vivimos todas separadas, repartidas por el mundo, pero la red –sostenida por ellas más que por mi– se mantiene intacta. Y es que la presencia ha sido ineludible: no es fácil escapar de un remolino de fuerzas femeninas y las veces que lo he intentado, solo terminaba acercándome más a ellas. Porque no niego que en sus formas, he sido más espectadora que cómplice.
Admiro la fuerza de todas, su insistencia en comunicar, externalizar y buscar alternativas, pero a mi manera, si bien he ido asimilando esas conductas, no las he hecho del todo mías. Me atrevería a decir que me he desplazado con flexibilidad y he sabido fluctuar entre una dimensión y otra, pero llevo 15 años en un mismo país y mis vínculos afectivos han sido duraderos. Y haciéndolo, me he sentido en falta con ellas.
Contrario a lo que dirían otras madres, cuántas veces he escuchado a la mía decir que trabajo mucho y que me establecí muy joven. Cuántas veces, también, me ha dicho que tengo que soltar todo, viajar, trabajar en cualquier cosa y tener muchos pololos. Suena increíble, lo sé. Y no me quejo. Pero no niego que junto a esos inofensivos comentarios aparece de la mano una presión. Y esa presión ha dado paso a la que podría ser mi mayor disyuntiva. ¿Por qué no me he ido? ¿Por qué me ha costado tanto soltar? Soltar vínculos, soltar lo que ahora siento que es mi hogar, soltar exigencias autoimpuestas y, por sobre todo, lo que el resto espera de mí. He cultivado en estos años una lucha interior en la que se contraponen dos tendencias y fuerzas innatas en mí: la de quedarse o la de irse. Permanecer y construir o desprenderse y fluir.
En estos días en los que ponemos en duda, entre muchas otras cosas, un sistema que nos ha hecho pensar que siempre necesitamos tener todo resuelto para ser más y tener más, es imposible no pensar que las mujeres de mi familia vivieron buscando de lo contrario: no tenían que tener todo resuelto, no querían tener más y, ciertamente, no les incomodaba remar en contra de la corriente.