Un par de fotografías antiguas y una mañanita de lana son los únicos dos recuerdos que Lucía Muñoz Canteros (47) tiene de su mamá. El chal se lo regaló su tío una vez que lo fue a ver a su casa en el sur a los 18 años, y hoy, es él y su tía que la crió en Santiago, las únicas personas que quedan vivas de su familia materna. “Cada vez que se va muriendo gente de la familia que tuvo contacto con mi mamá, siento que pierdo información. Les pido que no, que por favor no se mueran, ‘quedas tú que la conociste, cuéntame algo más’, les digo, porque aunque sea difícil de creer, cada año, durante 47 años, aparece una anécdota nueva, una pequeña pieza en este puzzle en el que se convirtió mi vida desde que se la llevaron”, cuenta.
Clara Canteros Torres desapareció un 23 de julio de 1976. Estaba a dos días de cumplir 22 años. Vivía en el paradero 18 de La Florida con toda su familia repartida en tres casas: su mamá, su papá y su hermana menor en una, otra hermana con su marido y su hijo en la segunda, y en la tercera vivía ella, con su marido y sus dos hijas, la mayor de un año y medio, y Lucía, que solo tenía siete meses. En la misma calle pero en otro terreno, vivía también su tío Eduardo Canteros.
En esa época, Clara estaba en tercer año de Ingeniería Civil Industrial en Beaucheff. Había dejado atrás su militancia política en la JJCC para dedicarse a los estudios y a trabajar en un laboratorio clínico después de clases. Eso sí, su abuelo, Víctor Canteros, seguía siendo parte importante del partido, y permanecía oculto desde hace meses por la dictadura. “Tiempo después, la familia se enteró de que había salido exiliado a Alemania”, cuenta Lucía hoy, “lo decidieron sin contarle a nadie, porque se dieron cuenta de que habían muchos autos de vidrios negros estacionados al frente de nuestro terreno, todos los días”.
Clara venía de regreso a la casa desde el laboratorio, se bajó de la micro en el paradero de siempre, y caminó unos pasos por la calle Panamá hasta el cruce con Rojas Magallanes. Ahí estaban los mismos árboles que veía todos los días, los mismos autos de vidrios negros estacionados a los cuales ya se había acostumbrado, y de repente, como varias veces en su camino de vuelta, se encontró de frente con su tío Eduardo.
Dos hombres se bajaron de uno de los autos y agarraron a Eduardo por la espalda para detenerlo. Ellos ya habían estudiado las caras de la familia, sabían perfectamente que él era hermano de Víctor, a quien buscaban desesperadamente hace meses, y que Clara, era su hija. Fue el peor lugar en el que podría haber estado, y en el peor momento: ella ahora era testigo de la detención de Eduardo y a la vez, serviría de carnada para atraparlo. Nadie la volvió a ver más.
Vivir con la reverberante ausencia
Lucía creció en la casa de su tía Nene y su marido, a quienes hoy llama mamá y papá, los mismos que hoy siguen vivos además de su tío menor que vive en el sur, y que le pasó la mañanita de lana de su madre cuando cumplió 18. Cuando se la dio, Lucía la tomó en sus manos y la olió para buscar una pista de su madre en vida. “Olía a guardado”, cuenta hoy con nostalgia. “A cajón guardado y a lana normal, sin perfume, sin nada que me enseñara algo de ella. Yo no tengo ninguna religión, pero la sigo buscando en esos detalles y símbolos porque tengo la necesidad de tener fe, de a-fe-rrarme a que su existencia es perpetua, que aún existe como una mujer de 21 años, congelada en el tiempo”.
A ella y a su hermana les contaron apenas pudieron lo que había pasado con su mamá. “Mi tía y mis abuelos creían que lo mejor era contarnos la verdad, pero esta era una verdad de la cual tampoco podíamos hablar con nadie en ese tiempo”, dice Lucía. Con su hermana fueron creciendo con este secreto adentro, incluso cuando entraron al colegio. “A menor información, mayor imaginación, entonces teníamos que inventar una realidad paralela para que nadie se diera cuenta de que había pasado algo horrible pero de lo cual no podíamos preguntar”, cuenta.
Así, Lucía evitaba hablar con la gente, hacía esfuerzos por llamarle mamá y papá a sus tíos frente a sus compañeros, y también ocultaba que su padre biológico se las llevaba los fines de semana a su casa —donde vivían un infierno de abusos y maltratos—, diciendo que cada sábado tenían que irse a la playa.
“A eso hay que sumarle el miedo”, continúa. “Recuerdo que a los 10 años empecé a creer que me iba a venir a buscar un desconocido y me iba a raptar, por ejemplo. Desconfiaba de todo y de todos, e incluso, llegaba a soñar que llegaba a mi casa y todos me habían abandonado”. Su tía le hacía una especie de “fuerte” con cojines alrededor de la cama para que se sintiese protegida por las noches, y su hermana mayor la acompañaba —y la acompaña hasta hoy— en cada momento para cuidarla.
Pero aunque Lucía siente que recibió todo el cariño, cuidado, educación y contención que su familia le podía entregar, el trauma de haber perdido a su madre provocó una fractura en su identidad que hasta hoy no puede sanar. “La vida se ha encargado de manifestar su ausencia cada día, y cada vez más difícil en la medida en que van pasando los años. Cada vez que me hago una pregunta sobre mi misma: ‘¿Por qué me gustan estas cosas?’ ‘¿Por qué tengo este cuerpo?’, ‘¿De quién son estos ojos?’, la respuesta aparece como un palo que me golpea en la cabeza: ‘No tienes mamá’”.
Descubrir el amor incondicional siendo madre
El golpe más duro vino cuando ella misma se convirtió en madre. Ya había terminado sus estudios de arquitectura en la Universidad Central, carrera que eligió porque le “gustaban los edificios porque son concretos, estables, que no se movían para ninguna parte, son un lugar que te protege, que no se cae”, cuenta. Conoció a su actual marido en una fiesta a los 27, y a los 31, quedó embarazada. “Yo no quería ser mamá”, recuerda. “Lloré cuatro días seguidos, porque había usado protección y pastillas siempre, pero aún así quedé embarazada, y sabía que el pavor se iba a apoderar de mi en esta situación”.
Clara nació el 6 de diciembre de 2006. “Ni me lo preguntes”, le dijo su marido a Lucía cuando supieron que iba a ser mujer. “Se llamará Clara, como tu madre”. Ella siente hoy que fue una carga lo que le traspasó a su hija con ese nombre. “A pesar de que quería llamarla así para mantener el nombre de alguien que debió haber sido mi vínculo más importante, no pensé que cada julio, cuando a todos nos invade una nube negra por recordar lo que pasó con su abuela, la vería sentir el peso de ese nombre en silencio”, dice.
Después del nacimiento de Clara, Lucía se deprimió. No quería tocarla, pero apenas llegaba su marido, trataba de disimular y la tomaba en brazos. No podía amamantarla, y él se la ponía entre los brazos mientras dormía, las abrazaba y le hacía cariño a ambas para que Lucía le intentara dar leche y se sintiese acompañada. Cuando cumplió seis meses, no pudo seguir tratando, se le cortó la leche, en lo que Lucía considera un simbolismo total: “Yo perdí a mi madre a los seis meses, creo que el dolor que llevo escondido conmigo se tradujo en esta reacción biológica, y me impidió continuar”.
Tres años después nació Consuelo, su hija menor. De nuevo había fallado el método anticonceptivo, la “T”. La crianza continuó y luego fue ella la que volvió a trabajar, no su marido. “Siento que siempre he sido funcional y administrativa más que emocional con las niñas, como una máquina que no debe derrumbarse ni fallar. No creo que el ‘amor de madre’ sea algo que viene predispuesto, mi proceso fue dándose con el tiempo para construir un amor incondicional que yo nunca conocí, que tuve que levantar desde cero”.
Hoy las niñas tienen 16 y 13 años. “A pesar de que no he querido traspasarles mis miedos y mis inseguridades, ellas ya conocen la historia, y tienen muchas preguntas a las cuales yo no tengo respuesta. ‘¿Sabes que le gustaba hacer a la abuela Clara?’, me preguntan, ‘¿Sabes si le gustaba la música?’, porque una toca batería, ‘¿Sabes si le gustaba el sushi?’, porque a la otra le encanta esa comida, y así. ‘No lo sé, no tengo cómo saberlo’, les contesto yo, y se frustran, y me frustro yo porque es un recuerdo constante de los vacíos de información que tengo, que lleno con diálogos inventados de qué diría mi mamá cuya voz nunca escuché, cómo se vería, o que le gustaría”.
El camino para soltar
Hace poco Lucía volvió a vivir a la casa en La Florida donde todo sucedió. Surgió la posibilidad de restaurarla y se movió con su marido y sus dos hijas, que hoy caminan por las mismas calles donde estuvo su abuela.
“Mi marido le tomó una foto a la Clara mientras ella miraba uno de los carteles que pegaron los vecinos con la cara de su abuela, para recordar que a 47 años de lo sucedido, aún no ha sido encontrada”, cuenta Lucía. “Ellas no se parecen físicamente, pero creo que la sangre tira. Mientras que la Consuelo, observadora y silenciosa, ha tomado más distancia de ese dolor. Los vecinos instalaron una placa en su memoria en el paradero donde se bajó de la micro por última vez. Yo lloré, y ella me pedía que no lo hiciera en la calle frente a los demás. Es perspicaz”.
Volver a esta casa le ha removido muchas cosas del pasado. “Los miedos me han obstaculizado mucho, me han impedido salir de viaje, de disfrutar, de permitirles a las niñas tener una vida más libre y de sentir que tengo una identidad clara y constante”, cuenta. “Pero a la vez intento recordarme que he sido resiliente, que he logrado tener un matrimonio, una familia, trabajo, y criar dos niñas”, continúa. “Me cuesta creerlo”, porque al reconocer que una es resiliente, implícitamente recuerda la parte más dolorosa y vulnerable que la han hecho serlo.
Cada día, Lucía se despierta y palpa su cuerpo para saber si es real que está corporalmente en esta Tierra, hasta que abre los ojos y ve que efectivamente está aquí. “Esta ausencia se ha convertido en mi forma de existir, y ya no quiero eso”, dice. “Quiero sentir que soy una persona con una identidad propia y no solo alguien funcional a la supervivencia. Que soy una madre que ama a sus hijas y que es amada por ellas, que soy una persona tranquila, a la que le gusta la paz y el silencio, y que sabe lo que le hace feliz más allá de los pequeños momentos”.
“La posibilidad de soltar aún no llega” continúa Lucía. “Hace años que me digo ‘todavía no es momento’. He tenido tanto amor, tanto cuidado, pero aún hay cosas muy pragmáticas y funcionales que tienen que estar en su lugar y en su orden y armonía para poder encontrar la paz. Y quizás la espera va a ser eterna, la vida va a seguir dando los golpes, y yo seguiré adelante para que todo funcione. Pero no pierdo la fe de al menos poder encontrar una identidad que me haga feliz, y sé que mis hijas también lo esperan”.