Compartir 40 metros cuadrados
Hace algunos años me separé. Era la primera vez que vivía con alguien y como toda primera vez, enfrentarme con el dolor de desarmar una casa-proyecto-pareja no fue fácil. Lo peor es que a los dos años, tomé la siempre mala decisión de volver a vivir con alguien, mi nueva pareja.
Pero esta pésima opción, me tiene feliz. Digo que es siempre una mala decisión porque aún no encuentro los argumentos para defenderla como la mejor, menos ante gente que vive sola, parejas que planean mantener relaciones en casas separadas o habitar en grandes espacios con múltiples piezas y escritorios particulares, porque quieren y pueden. Los formatos de vida de todos los demás suenan mucho mejor que él mío, pero empíricamente mi actual forma de convivencia -que se basa en el amontonamiento voluntario- me funciona. Y bastante bien.
Mi experiencia pasada fue en una casa grande, con balcones, ventanales, bonita vista y la lista completa de los accesorios decorativos que se repiten en Instagram. Actualmente, en cambio, vivo en un departamento antiguo de 40 metros cuadrados, de un ambiente, en pleno centro, con mi novio y, además, mi perro Segundo.
Han habido visitas que en el muy breve tour por la casa, lo han llamado sin ningún problema "El mata parejas", seguido de un natural "¿y dónde te escondes cuando pelean?". Ante esa pregunta, que me hacen bastante seguido, pienso que menos mal aún no he tenido que llegar a esconderme. Otros me preguntan cómo lo hacemos con la ropa, dónde duerme el perro, qué hice con el resto de mis cosas o por qué no cambiamos el piso. Siempre rematan con un "¿y cuándo se van a cambiar?". Me llaman la atención estas preguntas. La verdad, me gusta vivir aquí, estamos bien así. Y no. No hay planes de cambiarnos por el momento.
Es que para mí vivir con alguien puede sonar como algo perpetuo, pero en la marcha no es más que un momento breve dentro del día, que se me hace muy corto; es llegar en la noche y compartir un rato antes de dormir, para lanzarse nuevamente a la agenda de la semana o la del fin de semana, que es incluso más frenética. En ese momento breve, lo quiero pasar bien; disfrutar o discutir por temas, emociones o ideas, pero nunca más por trámites del cotidiano. Una de mis pesadillas es convertir mi vida en pareja en una de administradores, en un par de contadores auditores demacrados que, sin tiempo libre, deben calcular cada paso que dan. Cada peso que dan. Y a medida que uno posee más metros cuadrados de cosas, se hace más posible ese final.
Mi casa actual es un ente liviano, que ayuda a no terminar en esto. Aumenta nuestro tiempo, no demanda constante mantención, optimiza todo tipo de energía y te anima al uso de espacios públicos, como ir al teatro, museos y salir a bailar (cosas que le dan sentido a vivir en Santiago, si no es mucho mejor vivir en el campo). Me gusta toparnos, cocinar pegados, estar sentado en el comedor y sólo estirar el brazo para abrir el refrigerador. Que el poco espacio acuse que acumular tantas cosas no tiene sentido, que los conflictos no se pueden evadir y que el tiempo compartido es poco y hay que sacarle el jugo.
Hoy pienso que no hay una arquitectura que asegure el amor, pero escoger la correcta ayuda. Y en esa elección, no corre la decoración, las terminaciones, ni el barrio de moda. Es una búsqueda estructural que consta de conocer las dimensiones espaciales particulares de tus relaciones, para después ver dónde emplazarlas. Así que por ahora con estos 40 metros cuadrados basta y sobra, ya que las ampliaciones en vista tienen más que ver con la construcción de nuestro proyecto afectivo que con el lugar donde dormimos.
Tomás Espinosa es director teatral y dramaturgo. En los últimos años, su trabajo con la compañía Geografía Teatral ha circulado por Chile y el extranjero. Hoy prepara junto a su equipo la obra Tiniebla, su próximo montaje.
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