El 2021 no pudo empezar con un peor pronóstico: Una separación reciente, temperaturas tan altas que hacen que se me pegue la mascarilla a la cara; me empiezo a gastar los ahorros en re amoblar el espacio vacío, en el retail no hay camas a la venta, debo pasar semanas durmiendo en un sillón y de las vacaciones con mi hija, ni hablar.
Mientras me autocompadezco egoístamente en plena pandemia, ocurre lo que ha resultado ser lo más difícil de enfrentar en mi vida: mi papá –el verdadero hombre de mi vida, dicho por terapeutas– acaba de ser diagnosticado con una enfermedad seria. El pronóstico no es fatal, pero significa que, en el mejor de los casos, durante los próximos meses pasará en un tratamiento que lo hará sufrir. Yo pido con la cabeza y el corazón, que me duela a mí y no a él.
Lloro varios días seguidos. Al cuarto día de llanto mi socio Mirko, me manda a secarme las lágrimas, a tomarme una semana de vacaciones, y sobre todo me invita a sentir. A no tener que hacerlo todo y bien, insiste.
Me enfrento a mi casa, el espacio vacío, y me pongo a ordenar. Allí me encuentro con mi anuario escolar: The English Institute, 1998. Deseo frustrado: Llegar a Broadway. Pienso en esa niña de 17 años que hacía la cimarra para irse a hacer teatro al campus Oriente, que cuando no existían en Chile, ya se armaba cursos de maquillaje teatral y que siempre se imaginó sobre un escenario. El único test vocacional que hice en cuarto medio sugirió como carreras afines ser actriz y/o vedette.
Pero una educación extremadamente tradicional, ser hija de médicos y hermano PhD en Ingeniería, impidieron que me atreviera. Postulé a Derecho, quedé, me inventé un papel principal en una obra de Derecho Romano y a los dos años me cambié a Periodismo, donde volqué la dramaturgia del escenario por la magia incomparable de contar historias como actriz secundaria.
Pienso en mi papá y en su dolor actual y venidero, y siento admiración por como jamás dejó sus sueños de lado. Es neurólogo, y baterista desde hace mucho antes. Partió a los 14 años tocando. Llegó a la batería por un problema lumbar que lo tuvo enyesado de cuello a cintura por seis meses y debía pasársela sentado. Tocó en grupos de La Nueva Ola, se enamoró del jazz, adaptó cada una de nuestras casas a una sala de ensayo –tuvimos una Yamaha en la mitad del living–, lo vi tantas veces informando electroencefalogramas, como haciendo solos sobre escenarios con músicos profesionales en el Club de Jazz o con la banda que tuvo por 20 años. Apenas se jubiló se metió a clases de vibráfono y a principios de este año como el catéter en el pecho en algún momento le impidió darle a las baquetas, se metió a un curso online de Historia del Jazz.
Sin darme cuenta, sentí que el mejor tributo a mi padre era cumplir mis sueños, y simultáneamente me inscribí a dos cursos por zoom: Maquillaje Artístico y Burlesque.
Burlesque apunta al destape y nace como género a fines del siglo XIX como una forma de presentar la burla, la exageración, la actuación y la sensualidad sobre el escenario. Ingresé por $17.000 mensuales a la Escuela Natalia Dufuur. Cada curso es una coreografía que se aprende en un mes: tres de ensayo y una de presentación. Natalia es una actriz y bailarina de 30 años. La primera clase, conecto el computador al televisor y veo a una mujer con curvas poco menos exageradas que las mías que me alivian, pelo crespo vaporoso, con flexibilidad de gimnasta, ojos inmensos, de labios rojos, vestida con un body con vuelos sobre las caderas y bucaneras.
Yo con calzas y polera, veo a mis compañeras por la galería con encajes, portaligas y las más osadas con corset. La democracia de internet permite que se hayan inscrito decenas desde regiones, México, Venezuela, Colombia y España. Decido dejar toda la puesta en escena para el final, pero antes de que comience la clase ya me compré por el teléfono un traje digno de Moulin Rouge que llegó desde China dos meses después.
De puro confiada comencé bailando floor, que es la técnica que ocupa este baile desde el suelo. En la primera clase, no doy con ningún sólo paso y pienso cómo el eximirme de educación física en mis últimos seis años de escolaridad por un asma bien llevada, hoy me pasan la cuenta. Parto con Alicia Keys y el canto desafinado me sale mejor que el baile, pero no puedo quejarme, porque el primer compromiso de la escuela es no reírse del resto, ni de una misma. La sororidad, el feminismo y el amor propio son trabajados con un coaching post clase y en diferentes workshops, donde he aprendido por ejemplo, el uso del twerk para sanar mi útero y mi pelvis cuando duelen.
La escuela manda la clase grabada y ensayo los ocho días siguientes. Resultado: un desgarro en la pierna derecha –por calentar con sentadillas perreando hasta el suelo–, un moretón gigantesco en el muslo izquierdo por caer mal y una herida en la rodilla que se transformó en cicatriz. Logro sacar la primera parte, pero debo hacer reposo. Siento admiración por Maripepa Nieto y las chicas del Passapoga que combinan esto con un caño. Termina el primer mes y veo cómo mis compañeras mandan sin vergüenza vestidas de transparencias la coreografía que yo no pude aprender. Me siento orgullosa de ellas y nos aplaudimos.
Descubro que los siete kilos que me comí en la cuarentena por un quintal de harina que amasé, me pasan la cuenta. Mi amiga Amanda, especialista en alimentación consciente, me prepara de regalo todo lo que voy a comer el próximo mes en base a una buena combinación de verduras, frutos secos, pescados y carbos controlados. Gluten, carnes rojas y lácteos salen de mi vida.
Segundo mes. Descubro que debo invertir en rodilleras y que el floor lo dejaré para más adelante. Me inscribo en Chair dance, para aprender una coreografía basada en She´s got the Jack de ACDC. Con tres kilos menos descubro que tengo un talento natural para contornearme y saltar sobre la silla, que tengo músculos en la espalda y que un giro mal hecho terminó en un cabezazo en la nuca y un chichón en la frente, pero sigo ensayando. Una gran amiga me dice desde Chiloé que esto es un deporte extremo, que me voy a matar y que no olvide el salbutamol.
Termina el mes y aunque tropezado, bailo completamente la coreografía. Me maquillo con mucho brillo, me pongo chaqueta de cuero, bucaneras y bailo de lo lindo, pero no envío el video porque me entra el pánico de la difusión por las redes sociales. El fin del burlesque es el ser presentado ante otros, y salvo mi hija de casi 18 años, no tengo más público. Ella me da ánimo: “pero qué flexible, Totito”, me dice con humor. Y pienso en mi sabia decisión a los 20 años cuando opté por Periodismo: habría sido una actriz pudorosa y con sentido del ridículo.
Tercer, cuarto, quinto mes. Mi padre va mejorando, esconde el dolor que siente en las manos y por teléfono me cuenta toda la historia del jazz que ha hilado hasta ahora. El profesor es al único al que le deja el micrófono encendido, porque considera que también le enseña al resto. Yo lo intento con Diva Burlesque, un estilo que evoca a las divas de antaño, pero en versión moderna. Sin darme cuenta llevo seis kilos menos y a los 40 años mis caderas generosas pero por primera vez trabajadas, se sienten dignas de fotografías.
Diariamente a las ocho de la noche como si ya fuera un hábito, bailo con emoción la música que escuché en el auto con mi padre: Ray Charles, Nina Simonne, Michael Bubblé. Sumo a Christina Aguilera y Joe Cocker. Ya no existen los porrazos, moretones, cabezazos, ni cicatrices. Mientras bailo, tampoco existe el ministro Paris ni el Plan paso a paso, ni rabeo contra los antivacunas, las fronteras cerradas, el control de crisis comunicacional que se viene mañana o las siete reuniones por zoom que tuve en el día.
Es que si hace cinco años me enorgullecía conseguir una entrevista con la Presidenta de la República, hoy me siento orgullosa también de hacer el shimmi un paso donde mis carnes se mueven sólo con el perfecto movimiento de las caderas, el bump donde de un salto el traste mira al cielo, hacer un circulo con la cintura, caminar como si una cuerda estirara mi columna y levantando la cadera sobre la cintura entrecruzando las piernas, lograr menear el esternón sin mover los hombros o hacer con mis brazos una serpiente perfecta. Aprendo para mi vida diaria que si quiero destacar algo, debo subrayar siempre con las manos.
Pienso en mi papito y como en medio del desgaste de seis meses de tratamiento sigue cumpliendo sueños: Se acaba de inscribir en clases de Historia del Rock and Roll y con respeto le pega a los tambores a diario. Pienso en mí, en mi recogida de sueños a los 40 y en todas las veces que intenté hacer ejercicios para gustarle a otros. Con el burlesque, por primera vez, conseguí gustarle al público más exigente: a mí.