Paula 1131. Sábado 28 de septiembre 2013.
Si no se "aperra" hay riesgo de terminar teniendo una "vida de perros", ¿ o no, "perrita"? Sobre cómo los canes infiltraron el habla chilena escribe el escritor y periodista Oscar Contardo. Lo hace en honor a Molly, su westie fiel y melenuda.
Los animales nos brindan metáforas de vida, de formas de habitar. Hay zorros y lobos, hay ovejas, asnos y escorpiones. Existen mentes de lechuza y madrugadores como alondras, sujetos con ojo de águila y madres como gallinas con sus pollos. En tanto más doméstico sea el animal, mayor la variedad de reflexiones y proyecciones posibles. Nombrar un animal es hacerlo propio y darle un hálito de humanidad, o al menos de la mejor parte de lo que significa ser humano. Una consecuencia de este gesto es la amplitud de metáforas en torno a su figura, que muchas veces funciona como un espejo de nuestras muchas obsesiones y carencias.
"Aquel que desafía las dificultades y se echa al hombro las tareas necesarias para lograr un objetivo suele ser considerado alguien 'aperrado', un giro que reconoce como un valor algo que en nuestra cultura suele ser desdeñado: la voluntad".
Es posible dividir el mundo de muchas maneras. Trazar límites y crear categorías que distingan una cosa de otra. Diferencias y distancias entre buenos y malos, entre Oriente y Occidente, entre creyentes y escépticos, entre gatos y perros. Hay gente de gatos y gente de perros. Yo soy del segundo tipo, aunque tolero y respeto a los primeros. No me siento cómodo con los felinos ni con esa sensación de ostentosa superioridad con la que suelen observarlo a uno. Un desdén que se filtra en el imaginario cultural y se vierte en el lenguaje y en la imaginación: la vida de los gatos tiene el divismo de quienes se creen inmortales e imprescindibles. La de los perros, la dignidad de los resignados a buscar afecto para sentir que existen. Los felinos tienen un aura celestial que los eleva y deja en suspensión, los caninos pertenecen a la tierra, recorren sus arrugas y fisuras y en ella buscan su sitio.
Todos sabemos lo que significa tener "vida de perros" porque la expresión alude a esa herida abierta por la necesidad de compañía y apoyo para enfrentar un destino torcido y áspero. Por eso aquel que desafía las dificultades y se echa al hombro las tareas necesarias para lograr un objetivo suele ser considerado alguien "aperrado", un giro que reconoce como un valor algo que en nuestra cultura suele ser desdeñado: la voluntad.
La misoginia cultural le reserva a la "perra" y no a la "gata" la figura de la mujer casquivana. Tanto en castellano como en inglés el femenino de perro es un vuelco semántico de proporciones respecto del masculino. Si "perro" puede ser una fórmula amistosa que varía desde la jerga íntima entre parejas hasta el argot del joven zorrón que considera a sus amigos sus "perros", en su equivalente femenino la frontera con el insulto suele estar demasiado cerca. "Matando a la perra se acaba la leva" dijo el general Pinochet en pleno Golpe, echando mano a ese lenguaje campechano y feroz que terminaríamos soportando por décadas. Algo tan sutil como el cambio de género de un sustantivo tiene en nuestra civilización consecuencias escalofriantes. La perra no solo es la ramera, sino también aquella mujer de carácter capaz de tomar decisiones difíciles así tengan consecuencias duras para su entorno, aquello que en el caso de un hombre se entiende como "liderazgo".
La figura del perro en Chile tiene, además, algo de proyección patria en el quiltro, una suerte de metáfora de mestizaje que lo emparenta con la versión folclórica del roto chileno y que tiene en el perro Washington de Condorito un ícono que ha perdurado generaciones. El quiltro aperrado es una de las formas más honestas de vernos a nosotros mismos, tan sincera como el cariño canino, ese que es tan incondicional que no parece humano, sino algo mucho mejor.