Con mi hermana fuimos donantes de mi papá: “Si estaba la posibilidad de salvarlo, no la íbamos a dejar pasar”
“El 2017 tuve un embarazo múltiple de trillizos que fue muy difícil. Los niños nacieron prematuros extremos y uno de ellos murió a las dos semanas. Los otros dos estuvieron en la UCI durante seis meses, con varias complicaciones, pero finalmente lograron salir adelante. Ese mismo año nos vinimos a vivir a Santiago para estar cerca de los médicos, y fue un año en el que me dediqué por completo a las guaguas. A fines del 2018, cuando ya la situación se había vuelto más estable y al fin las cosas estaban saliendo un poco mejor, a mi papá le diagnosticaron cáncer al hígado. Fue otro balde de agua fría en mi vida.
Con 63 años, era diabético y ya había tenido algunos problemas de salud, entre ellos una cirrosis hepática que venía arrastrando hace un tiempo. Pero ese año había empezado a mostrarse más agotado de lo habitual, chocaba el auto de repente y estaba mayormente despistado. Mi cuñado que es médico advirtió que era mejor revisarlo, por lo que se hizo exámenes y ahí nos llegó la noticia. Decidieron entonces, junto a mi mamá, venirse también a Santiago, para poder estar cerca de los oncólogos. Pero de los cinco que vieron en total, todos le dijeron que no calificaba para hacerse un trasplante; hay ciertos criterios internacionales que establecen quién califica y quién no, dependiendo de la edad y estado de salud, y él no calzaba.
La quimioterapia, según le dijeron, tampoco era opción. Quizás se podía tratar con inmunoterapia, pero dada sus condiciones preexistentes, eran pocas las posibilidades de que fuera para mejor. A esas alturas mi papá dormía todo el día, estaba lento, había adquirido un tono amarillo y estaba con un poco de encefalotopia hepática, que es la pérdida gradual de la función cerebral producto de un daño en el hígado. Y nosotras, sus tres hijas y mi mamá, ya estábamos empezando a perder la esperanza. Sabíamos, porque ya era lo que todos los especialistas nos repetían, que con suerte le quedaban un par de meses de vida. No había nada más que hacer que apoyarlo.
En un minuto, casi por descarte, mi papá pidió hablar con un radiólogo que conocía de Viña, solo para recibir una última opinión. Lo llamó y el médico le dijo que estaba de vacaciones, pero que podíamos hablar con un colega de él de la Clínica de Reñaca. Todas pensamos que ir para allá sería como ir a apretarse el dedo a la puerta, pero finalmente mi papá y mi mamá decidieron ir. Al llegar, el especialista les dijo que él no sabía mucho, pero que conocía un doctor de Ecuador que había estudiado en París y que se dedicaba exclusivamente al hígado. Y les pasó un papelito con su número de teléfono.
Llegaron a la casa con cara de funeral, cansados y poco esperanzados. Las respuestas ya se habían vuelto cada vez más limitadas y parecía no haber otra alternativa, pero hacia el final, de manera totalmente desganada, mi mamá agregó: ‘Ah, y nos pasaron el número de un especialista, ahí está por si alguien le quiere escribir’, y tiró el papelito en la mesa.
A mí no me dio, no estaba dispuesta a escuchar de nuevo lo mismo. A mi hermana menor, Anita, tampoco. Pero Deborah, la del medio, agarró el papel y le escribió. A lo que recibió una respuesta casi de inmediato. El médico al otro lado del teléfono le estaba pidiendo que le mandáramos todos los exámenes. Y cuando los vio dijo ‘esto es perfectamente solucionable’. No lo podíamos creer.
Las conversaciones siguieron. Total, pensamos nosotras, no teníamos nada que perder. Con un poco de miedo y cautela, nos fuimos ilusionando. No sabíamos nada aun, y podía ser un estafador, pero esa pequeña posibilidad de que no lo fuera nos daba esperanza. Según él, se podía hacer un trasplante en Corea, en una clínica que se especializaba en trasplantes de hígado. Y con eso se nos abrió una puerta; habíamos llegado a ese punto en el que o creíamos y nos lanzábamos, o simplemente no creíamos. Pero si se creía, había que ir con todo. Alguien al fin nos estaba entregando un poco de felicidad, y eso nos motivaba a seguir, así que nos pusimos a investigar.
Sonaba todo muy maravilloso y por supuesto eso nos generaba sospecha, pero el médico nos dijo que hiciéramos una reunión por Zoom para analizar bien los estudios y las posibilidades. Lo primero que nos advirtió fue que si el cáncer se había ramificado y tenía metástasis, no se podía hacer nada. Acá todos los especialistas le habían dicho a mi papá que no valía la pena hacerse un PET porque con el nivel de destrucción que tenía su hígado, era evidente que hacerse el examen iba a ser una pérdida de plata. Pero siguiendo las recomendaciones de este nuevo médico, decidió hacérselo. Y para nuestra sorpresa, resultó que no tenía metástasis. La opción de ir a Corea y realizar un trasplante se estaba volviendo una posibilidad real.
Al poco tiempo, el doctor nos pidió exámenes a todas para ver quién era compatible. Vino a Chile y estuvimos encerradas casi una semana en la clínica, haciéndonos todo tipo de examen. Hasta ahí seguíamos sin saber del todo si esto era real o si era una gran estafa. Era todo muy surrealista, pero frente a la mínima posibilidad de que pudiéramos salvar a mi papá, no lo dudamos; las cartas ya estaban tiradas.
La espera se hizo eterna. Hasta que un día nos llegó un pantallazo del médico ecuatoriano de una conversación con los médicos en Corea. La situación era compleja y la cirugía iba a ser difícil, pero se podía intentar. Nuestra cita con el doctor Lee era para el mes siguiente.
Durante ese tiempo mi casa se volvió un centro de operaciones nocturno, en el que íbamos recopilando papeles, certificados, traducciones al coreano y todo lo que fuera necesario. Mientras tanto, mi papá no entendía mucho y mi mamá confiaba plenamente en nosotras. Yo estaba muy estresada, a tal punto que solo quería ser la donante para no tener que estar despierta mientras ocurriera la operación.
Estábamos muy angustiados, y entre medio todos nos cuestionaban la decisión. Ante eso yo siempre respondía que no íbamos a ir si es que implicaba un riesgo para nosotras. Mi papá decía ‘es mucha plata, ¿valdrá la pena?’, a lo que nosotras le respondíamos ‘no sirve de nada que seas el más rico del cementerio’. Si existía la opción de salvarlo, lo íbamos a hacer.
Finalmente, dejé los mellizos en la casa de una prima muy cercana y partimos con mi hermana chica, mi mamá y mi papá a Corea. Mi hermana del medio llegaría después. Llegamos un viernes y la cita médica era el lunes. Estábamos todas muy angustiadas y hasta que no lo dejamos a él en la clínica aun no sabíamos del todo si iba a resultar. Yo sentía mucho miedo, especialmente en un minuto que su salud estaba muy deteriorada, pero también sentía emoción frente a la posibilidad de recuperar su vida. Por esos días me decía a mí misma que el que no salta, no cruza el río. Así que eso hicimos. Y justo antes de la operación, mi papá pidió verme. Estábamos los dos tranquilos; ahora no me explico muy bien cómo, pero es como si hubiésemos sabido, pese a todo el desgaste emocional, que iba a salir bien. Estábamos confiados.
El director de la clínica, quien se hizo cargo de nuestro caso, había definido que el trasplante tenía que ser dual porque no bastaba con un hígado. Así que mi hermana chica y yo terminamos siendo las donantes. Y hasta que no estuve en el pabellón, seguía pensando que en cualquier minuto salía la cámara de Videomatch. Pero todo salió como planificado. La operación fue el 8 de abril y yo volví a Santiago un mes después. Mi papá se tuvo que quedar un tiempo más, pero finalmente llegó de vuelta también. Acá los especialistas lo habían desahuciado, pero volvió a tener vida.
Existe la idea de que son los padres los que te cuidan, y es verdad, en la medida que sea posible. Pero si estaba la posibilidad de salvarlo a él, con mis hermanas no la íbamos a dejar pasar. De hecho, jamás lo dudamos. Sabíamos que no íbamos a poner en riesgo nuestras vidas, pero teniendo claridad respecto a qué tan seguro era para nosotras un trasplante, ni lo pensamos. Sonaba loco, y en realidad lo fue. Llegar ahí y ser puras mujeres, en un país altamente machista; que nos preguntaran si no había un hombre en la familia que prefería donar; ver que había todo un piso de la clínica dedicado a los trasplantes hepáticos, en el que se paseaban puros zombies donantes. Era como estar en una película. Pero entre nosotras nos dábamos fuerza. Y veíamos que había mucho orden y eficiencia entonces en cierto sentido, nos entregamos. En parte, ya se había sembrado en nosotras la semilla de la ilusión.
Hace un mes mi papá se hizo exámenes de sangre y los mandamos a Corea para que los revisaran. El doctor dijo que estaban bien y le rebajaron a la mitad los inmunosupresores. La historia es linda, pero en su minuto fue muy desgastante. De hecho, todas salimos de esta experiencia con las prioridades mucho más claras; lo que antes nos parecía muy grave o importante, quizás ahora ya no lo es tanto. Lo que antes nos estresaba de sobremanera, ahora lo miramos con más liviandad. Porque nos dimos cuenta que somos capaces de lograr todo lo que nos propongamos y porque tenemos más sentido de lo que realmente importa. El costo emocional fue muy alto, pero hubiese sido más aun si es que no lo hubiéramos hecho”.
Bárbara Neumann (36) es abogada.
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