Esta es una historia tragicómica. Mi mamá es absolutamente lo contrario a mí. De hecho, siempre hemos tenido roces por no entendernos mutuamente. Ella es extrovertida, sociable y llena de energía. En cambio, yo soy muy tímida, de pocos amigos y fanática de mi cama. En mi familia somos tres hermanas mujeres. Yo soy la mayor, muy parecida a mi papá de personalidad, y las otras dos son un fiel reflejo de mi mamá. "Sus espejitos", como las llama ella.
Quizás como mecanismo para defenderme de sus ataques por no calzar en muchas cosas, intenté diferenciarme aún más durante mi adolescencia. Época en la que, sin duda alguna, nos costó conectar más que nunca. Si ella decía que nos fuéramos a la playa de vacaciones, yo inventaba que odiaba el mar. Si quería que viéramos una película, yo me restaba diciendo que no me gustaba la que había elegido. Ahora pienso en lo terrible y difícil que debe haber sido para ella. Y para todos la verdad. Porque si había alguien que sabía incomodar y tensar las instancias familiares, esa era yo.
Sin embargo, con el paso del tiempo (y una buena terapia de por medio), aprendimos a congeniar. Las dos tuvimos que aceptar que éramos diferentes y que eso no nos hacía peor o mejor que la otra. El problema era que mi mamá tenía miedo que mi timidez me perjudicara y por eso se empeñaba en impulsarme a ser como ella. Una vez que ambas bajamos la guardia, nuestra relación mejoró notoriamente y, extrañamente, empezamos a parecernos más.
A mí me gusta relacionarlo con eso. Y es que yo creo que me había armado un caparazón que se fue destruyendo con la aceptación de mi mamá. Empecé a sentirme mejor y me di cuenta de cómo anhelaba conectar con ella. Obviamente sigo pensando que tenemos muchas diferencias, porque las tenemos, pero esa sanación de cierto modo me liberó e hizo que yo cambiara. De hecho, muchas de mis amigas me comentaban que me veían distinta. Contenta. Tampoco fue un cambio de la noche a la mañana y mucho menos milagroso. Creo que después de un año de terapia, lo logramos.
Ahora es divertido reconocer nuestras similitudes. Y siento que cada año que pasa nos mimetizamos más. Heredé literalmente todas sus manías. Las dos necesitamos tapones para dormir y antifaz; giramos la llave para cerrar dos veces: ponemos el seguro, lo sacamos y lo volvemos a poner; nos comemos las uñas (ella no reconoce esto, pero sí lo hace) y tenemos el mismo tic de modernos los labios.
Sobre el físico, siempre nos hemos parecido. En estilo somos nada que ver, pero nuestros rasgos son los mismos. Las dos tenemos una nariz un poco parecida a la de un chancho, labios muy pequeños pero muy marcados y los ojos de un café amarillento. Ella se ve súper joven, así que la gente nota de inmediato que somos madre e hija cuando nos ven juntas. Cosa que al principio me hacía poner cara de desprecio y que ahora me gusta.
Creo que, en general, es difícil encontrarse parecidos a los papás. No sé si es porque uno tiene tan mapeadas sus caras o porque inconscientemente queremos ser alguien diferente. Sin embargo, a mí sí me ha pasado que a veces me veo en algún reflejo y es como que rápidamente se viene la imagen de mi mamá. Yo creo que es por cómo nos movemos y nuestro pelo ruliento.
Me da risa, porque siempre peleé con mis hermanas diciéndoles que eran igual a ella. Esa era mi ofensa, la que por su puesto no generaba nada en ellas, pero para mí significaba algo muy poco deseado. Entonces ahora que nos ven mucho más unidas, me la devuelven. Igual hay veces que me da nervio –porque también tiene muchas que no quiero heredar– pero la mayoría siento una cuota de orgullo. Y es que mi mamá en verdad es bacán.
María Jesús tiene 28 años y es artista.