La noche del 7 de febrero de 2017, Antonia Garros terminó con su vida. Tenía 23 años y los últimos dos había sido violentada física y psicológicamente por su pareja. En un principio, a pedido de sus cercanos, se habló poco de suicidio, pero con el tiempo fue su muerte la que hizo que se ampliara la conversación respecto a la violencia en las relaciones de pareja –conversación hasta entonces relegada al ámbito de los matrimonios y relaciones más formales– y el límite difuso que existe, en casos como éste, entre el suicidio y el femicidio; ¿Se podía hablar únicamente de suicidio si otra persona había llevado a la víctima a esa situación limítrofe? ¿O más bien se trataba de una situación provocada o inducida? Y, sobre todo, ¿por qué era importante que esos matices fueran considerados al minuto de hablar de su muerte, incluso para efectos legales? Desde entonces se habla de la inducción al suicidio y la Red Chilena Contra la Violencia Hacia la Mujer contabiliza dentro de su registro anual de femicidios, los suicidios femicidas, para dar cuenta de aquellos suicidios cuya causa principal es la violencia de género.
Un año después de su desgarradora muerte, la madre de Antonia, Consuelo Hermosilla, creó Fundación Antonia, con la intención de visibilizar y educar respecto a la violencia en contexto de relaciones informales de pareja, y de acompañar a las víctimas en sus procesos de desvinculación de sus agresores. Habla de esto hasta el cansancio, como ella misma dice, aunque la tilden de ‘latera’, porque sabe que si queremos erradicar la violencia, por ahí va. “A alguien le va a hacer sentido y a otros tantos les va a salpicar”, dice.
En esta conversación íntima, a seis años de lo ocurrido –y justo a un mes del aniversario de la muerte de Antonia, que se ha transformado en un día conmemorativo contra la violencia en el pololeo– Consuelo habla de cómo ha sido este tiempo para ella y su hija menor; cómo se vive la muerte de una hija en manos de otra persona; y qué tenemos que cambiar a nivel social para desmantelar y erradicar la violencia que tanto ha permeado en sociedades clasistas, machistas, doble estándar, individualistas e indiferentes. Porque de base, como dice ella, ese conjunto es el mejor aliado de la violencia.
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“Estos seis años he aprendido a vivir con una parte menos. Suena cliché pero no hay otra forma de describirlo, porque es lo que siento. No hay terapia, ni palabra, ni abrazo alguno que pueda llenar el vacío interminable que se alberga en mi interior. Y aunque siga con mi vida, y sea funcional, y me ría y vea cómo los demás disfrutan a mi alrededor, sé que la mitad de mí está apagada y esa parte es tan profunda que nunca me va a dejar de acompañar. Todo esto lo vivo como si fuera una espectadora de mi propia vida. A veces incluso lo paso bien, pero nunca me olvido que ese vacío está.
En estos años también he aprendido que los demás sienten la necesidad, o el derecho, de decirte cómo se vive la pena. Me han dicho que tengo que salir adelante, que tengo que pensar en mi otra hija Rosario, que el duelo tiene etapas y que el tiempo sana toda herida. Pero a mí el tiempo no me ha sanado y eso que la muerte de Antonia la acepté desde el primer momento que la vi tirada, tapada y con sangre. Yo como mamá la hubiese querido agarrar y abrazar, pero no lo hice porque estaba con Rosario y mi responsabilidad es también hacia con ella; ¿cómo iba a permitir que se quedara con esa imagen?
El resto de las personas siguen con sus vidas, y qué bueno que así sea, pero para Rosario y para mí la vida quedó en pausa. La partida de Antonia fue injusta, tenía toda la vida y las ganas por delante, pero también sé que no daría un segundo más de sufrimiento de ella para sacarme el mío. No pediría jamás que ella viva un minuto más sintiendo la desgracia y desolación que tiene que haber sentido, con tal de aliviar mi malestar.
Porque finalmente, lo único que me ha aliviado la desesperación y angustia tremenda en estos años, es saber que ella dejó de sufrir. Y no se trata de ser mártir ni heroína, simplemente es lo único que me ha hecho sentir algo de tranquilidad.
La violencia es compleja y tiene muchos matices. Es nuestra labor –aquellos que la hemos vivido de manera directa o indirecta– dar a conocer de qué se trata y cómo opera. Y que quede claro que no hay que llegar a la caricatura, que no hay que esperar a ver a que la mujer esté morada. Para que una mujer esté morada por fuera, es porque viene hace mucho rato llena de moretones en el alma. Y eso es delicado de transmitir. Pero es también lo que me impulsa a seguir hablando de esto y poniendo el tema sobre la mesa, aunque me encuentren una latera.
Me mueve la injusticia de ver a una sociedad tan dormida, que toma palco para ver esto, y quiero que se entienda que no se trata de un palmetazo, porque cuando te llegan a dar un palmetazo es porque ya te comieron la cabeza.
La violencia física y psicológica parte con las descalificaciones, con la crítica constante, con hacerte dudar de tus propias capacidades. No tiene nada que ver con las discusiones o plantear temas en los que no se está de acuerdo. Y mientras no eduquemos a nuestros niños desde la emoción, no vamos a hacer nada para erradicar la violencia.
Una vez en una charla se me acercó un niño y me dijo que cuando se enojaba rompía y pateaba las cosas. Después de un rato de conversación, se dio cuenta que lo que sentía realmente era pena. Cuando tenemos a un niño de 12 que no sabe identificar lo que siente o no está conectado con su emocionalidad, damos paso a que se refuercen estereotipos; la única emoción permitida, e incluso justificada, para los hombres, es la rabia. Por eso el cambio viene desde el foco en la educación y desde las políticas públicas, pero para que eso ocurra, tenemos que conversar todos. Hay que hablarlo en la sobremesa con nuestros hijos o hijas, hay que hablarlo en el colegio, en terapia y en todas partes.
Es fundamental entender que las personas que viven violencia no son ingenuas, no tienen dificultades mentales y saben muy bien lo que les pasa, pero se les enfermó la voluntad. Y eso es difícil de asimilar porque a todo se le pone voluntad. Incluso las campañas publicitarias se enfocan en la víctima y su fuerza de voluntad; que tiene que salir de esa relación y pedir ayuda, que tiene que darse cuenta, que no tiene que callar.
Pero no va por ahí. No pueden hacerlo, y el giro en cambio lo tenemos que dar nosotros, siendo más amorosos y empáticos. El mejor aliado de la violencia es una sociedad clasista, machista, aspiracional, doble estándar e indiferente. Y eso es lo que somos. Por eso también el caso de Antonia llamó tanto la atención, porque nos mostró un caso de violencia en el pololeo, que no se dio en la periferia, y entre personas universitarias y profesionales. En la mentalidad de este país, la violencia ocurre pero allá lejos. Cuando en realidad se nos ha demostrado por todos los lados posibles que no somos una sociedad sana y que las cosas, así como están ahora, no funcionan.
Yo al principio no quería que se hablara de suicidio en los medios, porque en una primera instancia eso podía implicar que la Antonia hubiese querido hacerlo, o que lo hubiese programado. Si hablamos de ideación suicida, Antonia no la tuvo nunca, y no quería restarle importancia a la responsabilidad del otro. Hay una condición externa que la llevó a ese punto, a ese límite de desesperación, y esa condición tiene nombre y apellido. Así como su enfermedad tuvo comienzo y hora de término.
¿Supe que ella estaba sufriendo? Lo supe desde un principio, esto fue una crónica de una muerte anunciada y eso es quizás lo más terrible de asumir. Antonia conoció a su ex pareja una noche que salió con su hermana. Yo las pasé a buscar, a modo de Uber, a las 5 de la mañana y ellas comentaron todo el camino lo raro que había sido el hermano mayor de un amigo de ellas, a quien conocieron esa noche. Siempre he sido muy cercana a ambas, aunque no amiga, porque cuando hay un padre ausente, hay que jugar un doble rol todo el rato. Pero hablábamos mucho, comíamos juntas y regaloneábamos todas las noches. Esa vez, mientras manejaba, les pregunté por qué era tan raro este personaje, a lo que Antonia me respondió; ‘Mamá, tenía una mirada de hombre sin alma’. Nunca me voy a olvidar de esa descripción, ni tampoco del hecho que su estómago se lo advirtió.
A los tres meses me dijo que estaba saliendo con ese chico sin alma y yo le pregunté por qué. Ahí me dijo que en realidad simplemente era tímido. En mis charlas yo siempre cuento esto porque lo que le pasó a la Anto es lo que vengo viendo hace años; cambia el nombre y el contexto, pero el denominador es el mismo. Primero hay una señal de alerta, después una justificación, y finalmente un aislamiento absoluto. La Anto era desordenada, divertida, buena para carretear y pololear, y sobre todo transparente. Nunca sintió la necesidad de mentir, tampoco se escondía ni se iba para adentro. Pero al poco tiempo eso cambió. De un día para el otro las juntas pasaron a ser con él y sus amigos, asumió todas sus costumbres, empezó a tomar mucho y a andar triste. Al poco tiempo, dejó de sonreír y de bromear.
A los seis meses de que empezara a pololear yo fui al psiquiatra porque necesitaba tener unas pastillas para tranquilizarme, en caso de que pasara algo. No dormía nada y pasaba en vela cuando no llegaba a la casa. Fueron dos años horribles y eso es lo que también me preocupo de transmitir en mis charlas, que la violencia la vive la víctima pero también su entorno cercano, y se vive con una impotencia enorme. También le dije a ella que buscáramos ayuda profesional, pero cuando la llevé, nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Una psiquiatra incluso me dijo ‘ella no va a terminar su relación’. Es obvio que no iba a terminar, lo que necesitábamos era que alguien profesional la ayudara a llegar a la base.
Las personas que sufren de violencia son hábiles para esconder lo que les pasa, porque la vergüenza y la culpa que sienten es muy fuerte, entonces no es algo que quieren hablar. Por eso un profesional tiene que partir desde otro lado, haciendo otro tipo de preguntas. Estas situaciones finalmente solo desincentivan, lo vemos desde el primer momento que se realiza la denuncia hasta en el sistema judicial. Revictimizan, preguntan por el historial sexual, cómo estaba vestida, y hacen de todo para depositar la responsabilidad en la víctima. Por otro lado está el agresor que también es muy hábil en su manipulación y chantajeo, y que se preocupa de hacerla sentir mal, sola y cuestionada.
Si no contamos con una institución que nos saque de esa postura, ¿cómo vamos a denunciar? El sistema está hecho para los agresores y no para las víctimas de violencia. Es un sistema descoordinado, poco amigable y parten diciéndote que algo hiciste mal. Los abogados advierten que puede que tu caso no llegue a nada, después ponen en juicio tu calidad moral, las adicciones y todo lo que pueda sumar. Y todo esto implica seguir violentando a una víctima que está haciendo un esfuerzo enorme por asumir lo que le pasó. Por eso muchas dicen ‘mejor me quedo con mi agresor. No es algo que quiero, pero al menos tengo momentos de intimidad y de cariño’.
Porque lo primero que hacen estos cazadores es alejarte de tu red; se aprovechan de todas tus debilidades, de cuando te abriste y les contaste el episodio más triste de tu vida y se agarran de ahí. Así van mermando poco a poco en la autoestima. Y la llegan a mermar tanto que finalmente tu valor depende de ellos. Tu estado anímico también está en sus manos; si esa persona amanece atravesada, tu día se echa a perder. Y si en cambio te dice un comentario positivo, estás rebosante de alegría durante todo el día. El agresor necesita a una persona desarmada, que no tenga redes de apoyo, sin herramientas y que se vea cuestionada física y mentalmente. Puedes tener una postura hacia fuera de ‘súper chora’, pero en el fondo crees que no vales nada. Y eso le puede pasar a cualquiera, independiente de la personalidad y el carácter.
Por eso seguimos fallando. Denunciar hoy en día es igual a exponerse. Antonia denunció el 9 de diciembre de 2016, porque ese día él la agredió y un grupo de mujeres lo presenció y llamaron a carabineros. Ahí no le quedó otra, pero esto ya le había pasado. Unos meses antes, en septiembre, él la dejó sin ropa de la cintura para abajo y le pegó en el estacionamiento. El libro de reclamos del edificio estaba lleno de mensajes que decían ‘por favor hagan algo, esto va a terminar en tragedia’. Pero ninguna autoridad hizo nada. En febrero del año siguiente, terminó en tragedia. Y su última media hora de vida fue con esta persona gritándole ‘tírate, maraca’. Es importante que se sepa su historia porque es única y a su vez similar a muchísimas otras, y podría haber sido una amiga, una prima.
Justicia hubiese sido que ese 9 de diciembre se lo procesara y condenara, pero no fue así. Entonces ahora solo me queda honrar su vida; fueron 23 años maravillosos, ni más ni menos fáciles que la vida de cualquier otra persona de esa edad, y eso se tiene que notar. Por eso hoy, desde la fundación, me preocupo de que se aborden estos temas. Muchas veces llegan mujeres que no están listas para terminar pero sí quieren hablar. ¿Te imaginas decirles que tienen que terminar la relación? Esa es una mujer que no va a volver a venir. Lo que tenemos que hacer es llegar a la base, a esta voluntad que se vio mermada.
La persona que sufre violencia no es una persona discapacitada, ni que de un día para otro se volvió incapaz; está más bien al final de una telaraña, de un laberinto, y no sabe cómo salir. Tiene claro que lo que vive no le gusta y le hace mal, pero tiene enredado el camino. Es una persona que fue desarmada y manipulada, y se encuentra sin herramientas. Porque el agresor le dijo una y otra vez ella solo vale si está al lado de él. ¿Te imaginas lo difícil que debe ser sentir que no sabes quién eres? Y un día abres los ojos y como la sociedad no entiende cómo funciona la violencia, tienes a tu grupo de amigas que te dicen ‘mientras estés con él yo no te apaño’, y la familia que dice ‘este niñito no puede entrar a la casa’. Y más nos vamos aislando.
Este es el caldo de cultivo para los agresores porque necesitan a una persona sola. Y lo consiguen porque la sociedad no sabe cómo opera la violencia. No sabemos que en realidad tenemos que validar a las víctimas, estar ahí aunque nos de una paja tremenda compartir con el agresor, preguntarles cómo se sienten, en qué podemos ayudar, o decirles que conocemos a una psicóloga o un libro que puede servir. Cuando hay otra persona que te mira y te trata desde la horizontalidad, recién ahí la víctima dice ‘no soy tan penca y aunque me cueste dos años, voy a salir de acá’. Eso es volver a darle valor”.