“Tenía 37 años la primera vez que me embaracé. Me acuerdo la emoción cuando vi las dos rayas en el test. Salí del baño y con los ojos repletos de lágrimas me puse al lado de mi pareja que estaba viendo una película, le tomé la mano y le pasé el test. Nos abrazamos. Llevábamos casi un año intentando ser padres y, aunque el doctor nos había dicho que no nos preocupáramos porque todavía era poco tiempo, vivía con la guata apretada. A esa edad ya conocía o había oído de muchas personas que tienen problemas de fertilidad, y mi caso no tenía por qué ser diferente. A mi mamá le había costado un montón embarazarse y, aunque no sé si tiene algo que ver, en ese entonces pensaba que podía estar relacionado. Pero bueno, me embaracé y estaba feliz. Más que feliz, dichosa, juro que caminé entre nubes por un par de semanas pensando en cómo sería todo, pero en silencio. Con mi pareja decidimos guardarlo para nosotros hasta cumplir las 12 semanas.
Su hermana y dos de mis primas habían pasado por pérdidas. Dos en los primeros dos meses, y la otra ya un poco más avanzado. Imaginábamos que el dolor se multiplicaba si todo el mundo lo sabía y, además de todo, había que dedicarse a dar explicaciones. Con la hermana de mi pareja -quien sufrió un aborto espontáneo en la semana ocho- había escuchado todo tipo de comentarios de personas que probablemente querían consolarla, pero seguramente lograban todo lo contrario: que era común, que le pasaba a todo el mundo alguna vez, que todavía era muy chico y apenas estaba formado, que ya le resultaría y esto sería solo una piedra en el camino, que ya vendría otro. Una vez conversé con ella sobre la pérdida y me había dicho que la pena había sido más grande de lo que imaginaba, pero lo más doloroso había sido darse cuenta que muchos se lo tomaban como algo trivial, como algo que pasa todos los días y que no había de qué preocuparse. Amigas cercanas y no tanto la habían llenado de casos de distintas mujeres que les había pasado lo mismo, pero que ahora tenían más hijos y todo estaba bien. Me dijo que con tanto comentario se había autoconvencido que quizás sentía una pena exagerada, y siguió adelante, pero años después con perspectiva se había dado cuenta de cómo le había afectado todo. Sea como sea, con mi pareja no queríamos pasar por lo mismo, así que decidimos guardarlo.
En el primer control me confirmaron el embarazo. Vimos ese puntito negro en el útero, escuchamos los latidos y salimos planeando toda una vida por delante los tres. Como no le habíamos contado a nadie, solo podíamos compartir lo que pensábamos entre nosotros, y lo hicimos con intensidad. Cuando transitaba mi semana número 10 de embarazo, fui al baño y, cuando me limpié, había sangre. Recuerdo mi angustia. No quería ir más al baño, pero con el transitar de la tarde el flujo seguía. Al otro día en la mañana fui al ginecólogo a confirmar lo que, en el fondo de mi corazón, ya sabía. Vivimos la pena solos. Hablaba con mis papás o mis amigas y sentía como si estuviese mintiendo, sonriendo y hablando de cualquier cosa cuando en realidad no tenía ganas, o diciendo que estaba todo bien cuando no lo estaba. Sentí en ese momento que ya era tarde, no iba a confesarme ahí, pero de cierta forma me arrepentí de haberlo hecho de esa manera. Necesitaba una contención más allá de la de mi pareja y no la tuve porque no lo permití. Creo que esa decisión no me hizo bien.
Pasaron cinco meses desde esa pérdida y de nuevo me embaracé, pero esta vez, y aunque medio en contra del deseo de mi pareja, dije que no me guardaría nada. Lo contamos apenas me hice el primer test. No diré que no tenía miedo. El fantasma de la pérdida estaba ahí todavía muy presente y siguió por un tiempo. Sufría con cada ida al bañó hasta muy avanzado el embarazo, pero, aunque me paralizaba el tener que dar explicaciones a todo el mundo si algo malo ocurría, sabía que para mí sería mejor contar con ese apoyo si algo pasaba. Hoy mi guagua ya es un niño de seis años, y aunque por suerte salió todo bien, volvería a hacerlo de esa manera. Al haber vivido las dos experiencias prefiero asumir el riesgo pero poder contar con el apoyo de quienes quiero, que resguardarme y vivir la pena sola con mi pareja por el miedo a fallar”.
* Carolina Urrutia, 45 años.
¿Contar o no un embarazo temprano?
Entre un 10% y un 20% de los embarazos clínicamente reconocidos terminan en aborto espontáneo durante las primeras 12 semanas, aunque los estudios reconocen que es difícil estimar con precisión porque hay muchas pérdidas que se producen también antes de que las mujeres se den cuenta que están embarazadas.
Contar o no un embarazo temprano, por tanto, es una decisión personal y depende de muchas circunstancias. Natalia Bruna, psicóloga perinatal y de crianza, indica que si bien hay una tradición de no contar hasta el segundo trimestre, la decisión sobre cuándo hacerlo debería responder a un montón de otras variables y necesidades de la mujer, más que al tiempo de gestación. “Me parece que somos muy sabias al decidir a quiénes y cuándo abrir este tema, es algo que vamos percibiendo y que podemos anticipar el bienestar que aportaría darlo a conocer”, señala, y reconoce que cuesta hablar de la muerte gestacional, porque lo enmarcamos dentro de algo que no debería ocurrir jamás, pese a que es muy frecuente. “No debería ser decisivo para dar la noticia el tiempo de embarazo, pero sí se deberían considerar los cuidados y apoyos emocionales que el entorno pueda brindar una vez que sepan de la gestación”, dice.
Paula Errázuriz, académica de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica, investigadora de MIDAP y cofundadora de la Fundación PsiConecta, señala que no hay una respuesta general ante este dilema, porque depende mucho de cada caso. “Si una persona siente que necesita el apoyo tanto durante el embarazo o en el caso de una pérdida, creo que va a ser importante compartir esa noticia al menos con las personas más cercanas. Si por el contrario la idea de exponer públicamente el dolor de una pérdida es algo muy difícil de llevar para una mujer, es totalmente respetable que quiera mantener esa noticia en lo íntimo”, dice.
La contención
La muerte gestacional de un embarazo en etapa temprana es un duelo que muchas veces se vive en solitario. Sin embargo, para Natalia Bruna, en esta situación la validación y el apoyo del contexto es esencial para lidiar con el duelo de la manera más sana posible. “Vamos a enfrentar la muerte en múltiples ocasiones, pero cómo vivimos esta experiencia va a definir qué significado le daremos”, señala.
La profesional explica que, en particular, la gestación se vive de manera muy íntima, y hay muchos procesos y sensaciones que sólo son reales para la mujer que gesta. “Perder a un ser querido de por sí es muy doloroso. Ahora imaginemos que perdemos a alguien que sólo es real e importante para una misma y que el entorno no legitima, eso se convierte en una pesadilla. Como personas necesitamos que las experiencias sean compartidas, y más aún si son dolorosas. Esto ayuda a que se vuelvan reales, tolerables, que podamos integrarlas”, dice Bruna. Y agrega: “Muchas veces quienes se enfrentan a una muerte gestacional quedan en un vacío en que el contexto no valida la experiencia. Permitir la expresión emocional, el relato, cuidar los tiempos para que esto ocurra y mostrarse disponible emocionalmente es crucial para quien sufre un duelo perinatal”.
Paula Errázuriz también cree en la importancia de la contención, así como aceptar las distintas emociones que puede sentir una mujer ante una pérdida gestacional, que pueden ir desde la pena, hasta la rabia, negación, impotencia, o alivio, entre otros. “Lo más importante es que la mujer se pueda dar el espacio para vivir lo que está sintiendo y entender que probablemente va a pasar por un proceso de duelo que tiene distintas etapas, que es normal que vaya pasando por distintas emociones y a veces cambiando lo que siente respecto de la pérdida, de los planes futuros, de las expectativas”, indica. Agrega también que es fundamental que la mujer se de el espacio para vivir el proceso, pero también que el entorno la apoye de la manera que ella lo necesite. Lo más importante es tratar de conectarse con la persona que tuvo la perdida y entender qué es lo que necesita, y si no sabe, preguntar”, advierte.