Ya desde el vientre de mi madre tuve una diferencia con el resto de las guaguas. Cuando nace un niño en un contexto de oyentes, lo primero que reconoce es la voz de sus padres, porque le hablaron durante nueve meses. Y cuando llora, escucha la voz de sus papás y se calma. En mi caso, no me hablaban porque no podían, pero emitían sonidos guturales que son los que me hacían reconocerlos y sentirme seguro.

Mis primeras expresiones en la comunicación, que como en la mayoría también fueron 'mamá', 'papá' y 'leche', las dije en lengua de señas, antes de que cumpliera un año. El aprendizaje de la lengua de señas es visual y pragmático: lo ves y lo repites. Hasta los seis años, yo pensaba que era un niño sordo. Tengo una hermana mayor, pero entre nosotros hablábamos con señas, porque era más cómodo. Sin duda para ella fue más difícil, porque nadie la escuchaba llorar. En cambio, cuando yo lloraba, ella corría hacia mi mamá y le hacía saber que necesitaba que me fueran a ver.

Mi familia se constituyó por mis papás y mi hermana. No teníamos relación con el resto de los familiares, solo con amigos de mis papás, que también eran sordos. Los hijos eran oyentes, pero entre nosotros nos comunicábamos con lengua de señas, porque esa es nuestra lengua materna.

Cuando empecé a ir al colegio, a los seis años, a la angustia de dejar la casa y separarme de mis papás, se sumó que no entendía nada de lo que decía la profesora ni mis compañeros. Fue una especie de shock cultural. Para mí era como escuchar chino mandarín, no lo podía asociar a nada. Un día la profesora me preguntó si quería tomar agua, pero yo no sabía lo que me estaba diciendo. Se le ocurrió agarrar un vaso e inmediatamente hice la seña de agua. Ella pronunció la palabra y yo la repetí. Esa fue la primera palabra que dije. Así, de a poco, fui aprendiendo a hablar en español. Mis informes psicológicos del primer año de colegio decían que tenía serios problemas de personalidad, que no interactuaba, pero no era por algún trastorno, era porque simplemente hablaba otro idioma.

Recuerdo situaciones en las que me tuve que adaptar, como cuando me caía. Lo normal para un niño es llorar de inmediato y que tus papás te vayan a ver. Pero al no escuchar, me di cuenta de que por más de que yo llorara, mis papás nunca llegarían corriendo a ayudarme. Desde muy chiquitito aprendí que cada vez que me pasara eso, me tenía que levantar, ir donde estaba mi mamá, tocarle el brazo y ahí recién llorar. Ya más grande, como yo era el que interpretaba cuando a mi mamá la llamaban a entrevista con los profesores, cuando decían algo malo de mí lo omitía. Sería una falta grave a la ética ahora, pero como era niño, filtraba todo. Decía puras cosas buenas de mí mismo.

Cuando aprendí a hablar español, mis papás encontraron en mí un salvavidas, porque lo que más carecen las personas sordas es de comunicación, alguien que les sirva de puente. Mi hermana y yo pasamos a ser sus intérpretes desde pequeños. Incluso, me tocó hacerme cargo de algo bastante incómodo, que fue el proceso de demanda por pensión de alimentos cuando mis papás se separaron. Yo tenía nueve años. Cuando hablas por tus papás, dejas de ser niño y pasas a ser adulto, porque lo común es que ellos hablen por ti. Yo tuve que actuar como un pequeño adulto: desarrollar personalidad, sociabilizar, manejar información que a lo mejor no me correspondía a la etapa que estaba viviendo.

Mis papás estudiaron sólo hasta tercero básico. Existen distintos tipos de desahucios: cuando el doctor te dice que te vas a morir, cuando te dicen que no hay nada más que hacer. En el caso de personas sordas de generaciones anteriores, se les desahució intelectualmente. Iban a escuelas con personas con discapacidades cognitivas, donde no había espacio para aprender geometría o historia de Chile, sino solamente manualidades. A mis papás les pegaban en las manos para que no hablaran en 'lenguaje de monos'. Desde niño viví la frustración al escuchar los comentarios despectivos hacia ellos, por lo que tengo un instinto natural a saltar en defensa de mi manada.

Mis papás eran el alma de la fiesta. Ponían las manos encima de la radio, sentían la vibración de la música y se ponían a bailar. Sus amigos siempre esperaban que llegaran ellos para partir las celebraciones. Les decían 'estos no son sordos, se hacen', porque sabían perfecto si es que estaba sonando una cumbia o una canción lenta. Quiero que algún día todos los Pedros y Magdalenas de este mundo puedan sentirse plenos, que puedan disfrutar de cosas como ver el Festival de Viña y entender las canciones.

Estando en un Congreso Internacional de sordos e intérpretes en Brasil, me llamó mi hermana para decirme que mi papá había fallecido. Hice todo lo posible para regresar, pero no pude. Lo único que me dio fortaleza en ese minuto, sabiendo que en Chile estaban en el entierro de mi papá, fue mirar a toda la gente sorda y pensar que cada uno de ellos era él. No fui al cementerio hasta cinco años después, para cerrar el ciclo. Ahí le interpreté su canción favorita en lengua de señas.

Los que somos oyentes tenemos la libertad de acceder a toda la información y filtrar si algo lo queremos retener o desechar. Pero a los sordos le entregamos la información ya filtrada, no tienen acceso a más. Les decimos 'sólo pueden tener el noticiario', y aun así los restringimos, porque no pueden elegir el canal, sino que tienen que ver por tres meses al que le toca tener intérprete. Eso no es inclusión. Sólo cuando tienes toda la información, puedes actuar como protagonista de tu historia y no como personaje secundario.

Una de las necesidades más básicas de los humanos es comunicarse, y cuando no lo puedes hacer, nace un sentimiento de frustración, de angustia. La mirada frente a la discapacidad es asistencialista, de decir 'pobrecitos'. La discapacidad en sí no es lo que te limita, sino que es el entorno. Porque cuando se elimina esa barrera, desaparece. Si todos supiéramos comunicarnos en lengua de señas, las personas sordas no tendrían los límites que existen ahora. Por eso no se dice persona discapacitada, si no que persona en situación de discapacidad. No es algo inherente a ella. Es circunstancial.

Me gusta pensar que soy un enviado al mundo del silencio, como un apóstol. Creo que mi propósito me acompaña desde que estaba en el vientre de mi madre. Me siento orgulloso de ser parte de esta comunidad, de poder vivirlo de primera fuente. Si me preguntas en qué idioma me gustaría estar hablando ahora, sería en lengua de señas. Pero como el resto de los que me rodean no la manejan, tengo que usar el español, mi segunda lengua.

Sergio Mendoza tiene 50 años, es intérprete de lengua de señas e hijo de padres sordos.