Sebastián Márquez (33) tenía doce años cuando su mamá lo tomó del brazo y lo llevó al balcón de su casa en Santiago Centro. Llevaban casi cinco meses en la capital. Ella encontró un mejor trabajo aquí, estaba recién separada de un hombre maltratador y por eso dejaron Iquique atrás. Sin embargo, el contraste con la frialdad santiaguina, la soledad y el estar lejos del resto de sus familiares, hizo que en poco tiempo su mamá se sintiera deprimida. Esa mañana ella decidió entonces que sería el fin de su vida y la de su hijo. Le explicó, como quien lee un manual de instrucciones que, o se tomaban el detergente de la cocina, o se tiraban juntos del onceavo piso.
Minutos después lo abrazó con fuerza arrepentida, se arrodilló y le pidió perdón a dios.
Ese es uno de los recuerdos que aparecieron en su cabeza en esta entrevista. Para él, bucear en su memoria para armar a su mamá es literalmente buscar entre el agua que se mueve. Unas ondas difusas que de repente muestran a una mujer tierna y que más tarde se interrumpen con gritos, amenazas y llantos. “Recuerdo que yo escuchaba a los otros niños hablar de sus mamás con tanto amor y yo me sentía culpable, no porque no lo sintiera, sino porque no podía poner en palabras nada de lo que ellos sí: ni esa gratitud, ni esa serenidad, ni ese piso de seguridad con el que los demás contaban (...) Me daba muchísima envidia. Me parecía que la vida, desde el principio, había sido injusta conmigo. Siempre tuve rabia”, cuenta.
Sebastián comenzó a ir al psicólogo y al psiquiatra muy niño. No recuerda cuándo, pero definitivamente al llegar a la capital: aquí empezó a desarrollar un trastorno de ansiedad, él cuenta que por las noches no podía dormir, al otro día no quería comer, dejó de jugar. “Mis abuelos me protegían mucho de ella, que siempre estaba trabajando, entonces cuando estábamos solos en Santiago todo se trataba de mi mamá. Yo me sentía como un enfermero, no como un hijo”. La mujer enfrentaba duros episodios de tristeza y desconsuelo al menos una vez al mes, y con el paso del tiempo se hicieron más frecuentes, y más fuertes. “Ella terminaba tirada en el piso y yo, siendo muy chico, inventaba shows y cosas caseras para alegrarla. Cocinaba incluso. Aprendí a cocinar desde muy chico. Nada nunca era suficiente. A los meses mi abuela llegó a vivir con nosotros”.
Para un cumpleaños agarró varios regalos, los puso sobre la cama y lo encerró. Le dijo que pensara en todo el esfuerzo que ella hacía y en todo lo que lo quería. Y ahí quedó el niño de trece años, frente a un par de zapatillas, una polera y un oso polar de Coca Cola, no entendiendo nada.
Durante los años que vinieron, Sebastián fue el mejor de su clase. Nunca bajó su rendimiento, pero sí su ánimo y su energía estaban a la merma. “Tuve que empezar a ir a la psicóloga del colegio también, nadie entendía por qué yo seguía sintiéndome mal si ya estaba yendo a terapia, y ahí ella cita a mi mamá y después de hablar mucho rato, le pide que tome una hora con un especialista también. Se lo aconsejó de una forma muy amorosa, me acuerdo. Y ahí ella tomó una hora, fue a varias sesiones y volvió muy enojada: su terapeuta le dio un diagnóstico que no compartió con nosotros y enrabiada no fue más”, recuerda.
“Mi abuela me confesó años más tarde que un día lo habían conversado, que la psicóloga le había dicho que tenía un trastorno de la personalidad y que eso la había asustado mucho. Después, un psiquiatra, le habría dicho que era Trastorno Límite de la Personalidad, y eso fue peor. Mi lela no supo qué hacer y le dijo que no tomara ninguna pastilla si no quería, que mejor rezaran. Que dios todo lo podía y que él la iba a salvar”.
Según el National Institute for Mental Health, algunas características generales de los pacientes con este trastorno tienen un patrón de relaciones intensas e inestables con amigos y familiares, comportamientos compulsivos, con frecuencia arriesgados, pensamientos o amenazas suicidas y estados de ánimo intensos y muy variables. Afortunadamente, “un porcentaje importante de las personas con TPL logra recuperarse y una vez logrado ello, las probabilidades de recaída son bajas, incluso más bajas que, por ejemplo, las de la depresión”, cita CIPER en una columna del 2021 sobre Mitos y realidades sobre el Trastorno de Personalidad Límite.
A Sebastián, años más tarde, su psicóloga fue la que le dijo que él no tenía un trastorno como tal, sino que estaba somatizando la enfermedad de su mamá. “Fue liberador pensar que no había nada malo conmigo, sino que era una respuesta a su inestabilidad. Que yo había sido un niño perfecto, sano, pero que creció en las situaciones menos favorables. Me recomendó leer ‘Deja de andar sobre cáscaras de huevo’, un libro que me sirvió de mucho apoyo para entenderla mejor, para poder quererla desde ese lugar”.
Tú hablas de tu mamá, pero ¿qué pasó con tu papá?
“Él nunca estuvo. Fue un papá ausente y no tenemos relación, entonces por lo mismo yo no cuestionaba tanto a mi mamá. Si ella tenía rabia, pena, si quería destrozar cosas incluso, yo me imaginaba que era porque estaba cansada, porque le tocaba muy duro. Hoy yo tengo mi propia familia y trato de ser cuidadoso, de no repetir nada de lo que viví, siempre estoy alerta, preocupado, porque no me quiero parecer a ella”.
¿Cómo es la relación con tu madre hoy?
“Vive sola. Ella nunca quiso recibir apoyo médico. A veces llora y dice que sí, que quiere darse una oportunidad, que va a empezar una terapia. Días después se enoja si toco el tema. Saca a dios y su poder cada vez que puede, entonces es difícil. Eso sí hay como unas pequeñas grietas de lucidez, tiene unos periodos donde es una mujer simpática, dulce, tierna, positiva. Antes esos momentos igual me asustaban, porque yo decía ‘chuta, qué se viene después de esto, afírmate’, pero hoy los agradezco, trato de aprovecharlos, porque sé que ella después desaparece y vuelve esta mujer que compra cosas de manera compulsiva, que tiene rabia, que me trata mal, que dice que soy lo peor que le pudo haber pasado, entre otras cosas. Yo tengo una hija de tres años y me duele que no tengan una relación abuela-nieta normal, pero una de las veces en que lo intentamos se fue gritando de mi casa, y eso es algo que yo como adulto elijo no vivir”.
¿Cuándo asumiste que ella tenía una enfermedad si no había un diagnóstico?
“Yo creo que fue hace muy poquito tiempo, y fue a raíz de lo mismo: yo no quería que se repitieran patrones en mi casa, me asustaba ser como ella, dañar a mi pareja y después a mi hija, tenía mucho miedo de eso. Una terapeuta me ayudó a entender que era una enfermedad. Que podríamos decir ‘trastorno de la personalidad’ que es un concepto amplio. Había que verla con esos ojos. Y eso también ayudó a nuestra relación, porque yo ya no espero que ella sea diferente, o que se parezca a la mamá de mis amigos, o a las madres de las películas, ella es así: con sus días buenos o días malos. Y me cuesta muchísimo decir que la quiero, tal vez eso sí me hace sentir culpable, pero es lo que es no más”.
¿Cómo crees que va a ser el futuro con ella?
“Me da miedo pensar en que tal vez tenga que hacerme cargo de ella, porque soy hijo único, porque mis abuelos ya no están y porque ella nunca más pudo estar emparejada. Tuve una infancia tan dura que no quiero volver a pasar por algo así. Hace unos días estábamos hablando por teléfono y me contó una historia sobre la mamá de una vecina de ella. De la nada empezó a gritar y a suplicar que por favor no la metiera a una casa de reposo cuando llegara el momento. Apenas tiene 55 años, pero ya se vive esto como si fuera a pasar mañana: en esa llamada, que duró unos veinte minutos, empezó tirándome flores como padre, diciendo que ella había hecho el mejor trabajo conmigo, después se enojó ante el supuesto de que terminaría en un hogar y finalmente lloró de miedo. Ahí se me aprieta la guata, me recuerda cosas que no quiero que se repitan. Eran interacciones muy duras. Me da miedo pensar en el futuro. Ella sí me dice que me necesita”.
¿Ella está consciente de esto?
“No lo sé. A veces creo que sí, después me doy cuenta de que no. En esa misma llamada me contó que perdió al único par de amigos que le iba quedando, y eso es algo que le pasa mucho, pero ella nunca entiende la razón. Siempre cree que el mundo está contra ella, que no la entienden, que le hacen ghosting, pero no se hace responsable por nada. Yo durante mucho tiempo intenté llevarla al doctor, que tuviera una vida más pareja, y me resultó, tomó un par de semanas el tratamiento farmacológico y médico, y después botó las pastillas a la basura. El psiquiatra quiso estabilizarla primero, de hecho no le dio un diagnóstico al tiro, pero sólo alcanzó a verla dos veces. Han pasado los años y todavía yo no sé qué tiene, ni cuál podría ser su remedio. Ese día ella estaba muy contenta eso sí, me dio las gracias por seguir preocupado por ella, fue lindo verla emocionada, entusiasmada, me había dicho que esta sería una nueva etapa para ella y para mí. Para los dos. Pero no es la primera vez que me lo decía, probablemente tampoco será la última. Pero ya no tengo expectativas”.