Crecer en una familia estricta
“No fue hasta cuando tenía 14 años que comencé a darme cuenta que mi familia tenía dinámicas familiares complejas, que las peleas, el enojo, el silencio y la distancia eran aceptables dentro del núcleo familiar. Fue en esa época, justo cuando mi hermano mayor ya superaba su adolescencia, que comencé a entender sus comportamientos con mis padres.
Yo siempre lo vi como un hermano enojón, que criticaba todo lo que mis padres decían o hacían, que sentía y expresaba mucha rabia y pena. Y no fue hasta mis 14 años que comencé a actuar de la misma manera. Ahora era yo la que se enojaba por todo, era yo la que no quería hablar con nadie, era yo la que se molestaba con mis padres por cómo actuaban, era yo la hermana insoportable.
Sé que los cambios en esa edad son importantes, y que es ‘normal’ pasar por etapas de enojo y rabia con los papás, pero siento que de alguna manera lo que yo comencé a vivir no era de la misma intensidad o profundidad que la de mis pares. Si bien todas mis amigas comentaban lo enojadas que estaban con sus papás porque no las dejaban salir, porque las habían castigado, o por cosas típicas de la edad, mi rabia y mi pena eran constantes. No había un motivo particular, no había un detonante. Solamente estaba.
Había rabia contra mis padres por su forma de tratarse: por las conductas machistas de mi papá, por la aceptación y validación de lo mismo por parte de mi mamá. Había rabia contra ellos por la forma en que nos formaron: bajo la mirada crítica de un fanatismo religioso. Había rabia también por la manera de criarnos: con relaciones distantes, poco afectuosas, poco vinculantes.
Había pena por la sensación de ser insuficientemente buena, por la manera en que nunca lograba satisfacerlos, por no ser la hija perfecta que otros padres sí tenían (o me hacían entender que existían). Había una profunda sensación de tristeza por la soledad de crecer bajo el rigor, por la falta de cariño y amor incondicional que yo veía que los padres de mis amigas les entregaban. Había mucha inseguridad en mí por mi baja autoestima y poca validación.
Había mucho dolor en esa niña de 14 años, un dolor que no tenía dimensión ni entendimiento y que hoy, tras años de trabajo personal, logro identificar y nombrar. Y es que cuando uno nace y crece en familias con padres exigentes y distantes, no es hasta que conoces otras realidades que te das cuenta que las dinámicas no tienen porqué ser como son. Que no todo tiene que ser autocontrol, exigencia, sacrificio, rigidez. Que la vida puede ser desordenada, caótica. Que los estereotipos se pueden romper, que se puede estar mal, sentir pena, que el amor es más importante que el control, etc.
Romper con patrones de crianza es muy complejo. Tomar conciencia de que lo que llevamos arraigado social y biológicamente no necesariamente es lo más sano para nosotros, es difícil. Sobre todo cuando viene de la familia. La culpa, el miedo y la vergüenza de empezar a deshacernos de lo que por tanto tiempo creímos correcto, y de encarnar un nuevo rol en nuestra familia, un rol disruptivo, es algo que debemos enfrentar si queremos sanar.
Hoy soy capaz de identificar aquellas causas que me generaron por tanto tiempo esa rabia y pena, puedo recibirlas, entenderlas y trabajarlas. Hoy, tras una depresión y anorexia, soy capaz de comprender que si bien mis padres son lo que más amo en el mundo, son también ellos los que me han generado el dolor más profundo: la carencia y ausencia del amor incondicional. Y claro que quiero perdonarlos dentro de mi, porque también soy capaz de reconocer que no hay malas intenciones, y que ellos son producto de lo que recibieron en su infancia.
Es difícil, no tengo las cosas resueltas, hay días buenos, de risas y cariños; hay días medios, de silencios y saludos cordiales; y hay días malos, de penas vividas en solitario, de portazos e insultos. Hay días en donde agradezco todo lo que me ha pasado y de las reflexiones que logro con eso; hay días en que lloro por lo injusto que se siente tener un papá que no me abraza o una mamá que no me dice te quiero.
Pero hoy, al menos, estoy mejor que esa niña de 14 años. Hoy estoy más clara, con más herramientas, y más segura de qué es lo que quiero: formar una familia donde el amor, la preocupación y el cariño sea la base para formar personas libres y felices, de relaciones y razonamientos sanos, y con dinámicas que den seguridad y tranquilidad.
Hoy, a mis 24 años, estoy trabajando por darme todo aquello que no recibí: por quererme tal cual soy, por aceptar que hay días en que quiero llorar y está bien hacerlo, por no hacer cosas que no quiero hacer, por soltar el control de los tiempos, por entender que no tengo que ser perfecta ni en mi actuar ni en mi cuerpo, que basta con dar lo mejor de mí, que soy suficiente, que merezco amor incondicional, que mis sentires son válidos y no tengo que justificarlos con nadie, que mis relaciones tienen que ser sanas, libres y seguras. Hoy quiero darme lo que me corresponde como persona”.
Catalina Hernández tiene 24 años y es estudiante.
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