Esta historia comienza hace un par de años cuando, cursando quinto año de arquitectura, me fui de intercambio a Rio de Janeiro. El verano carioca me recibió en pleno carnaval, para luego empezar un año académico lleno de dificultades a causa de paros y problemas administrativos internos de la universidad. Después de seis meses de estudios, volví a Chile con el corazón en la mano, pues estando allá me había enamorado de un brasileño. Fue una historia intensa y fugaz, pues estuvimos juntos los últimos dos meses de mi estadía. Cuando nos despedimos, sentí como si mi cuerpo supiera que ya estaba cargando al interior a quien cambiaría mi vida por siempre.
Supe que estaba embarazada a las dos semanas de haber llegado a Chile, y por esas extrañas coincidencias de la vida, el padre de mi hija, con quien hasta ese momento aún mantenía una relación, llegó a visitarme justo el día en que me entregaron el examen de sangre que confirmaba el embarazo. Ambos sabíamos que era real la posibilidad, pues no nos habíamos cuidado y, sumidos en el embobamiento del amor romántico e idealizado, tal vez creímos que esto nos mantendría juntos más tiempo. Pero no fue así. Yo tenía 23 años recién cumplidos y él 30. Y dos meses después, decidí terminar la relación, ya que sentía que mi vida se estaba proyectando por obligación con un hombre al cual no amaba y que en realidad poco y nada sabía de mí. Me criticaron mucho, me dijeron que lo pensara bien porque tendría un hijo suyo y era importante que tuviera a su padre cerca. Pero a pesar de eso, nunca me he arrepentido de la decisión que tomé.
Empecé a trabajar en una pastelería para juntar un poco de plata. Entre el asco de abrir cincuenta huevos diarios, nauseas y tanto cambio, el mundo se me vino abajo. Partí contándoles a mis amigas que iba a tener un hijo. Y una mañana mi mamá, casi leyéndome el pensamiento, me preguntó si estaba embarazada. Cuando se lo confirmé, su mundo se vino abajo, mientras yo sentía que no encontraría la contención en nadie de mi familia pues "la bendición" parecía arruinar todos los planes que se habían trazado para mi, además de ser una carga económica no presupuestada que ella estaba segura que tendría que llevar al hombro. Mi grupo de amigos me mantuvo a flote, me dio amor y me cuidó más que nadie, dándome sobre todo paz mental.
Me sentía un bicho raro. A los 23 años ya no cabía en la categoría de embarazo adolescente, pero aún así toda la carga recaía en mis padres. Mucha gente importante en mi vida se desvaneció al poco tiempo. Pero con el tiempo aprendí que ese alejamiento se dio simplemente porque no pudieron entender con la madurez necesaria el proceso que yo estaba viviendo.
Mi hija nació un domingo lluvioso de abril, luego de una cesárea que tal vez era innecesaria, pero que me alivió porque yo no tenía la estabilidad emocional suficiente ni la compañía adecuada para lo que el parto natural significa. O al menos así me lo expresó mi cuerpo. El padre de mi guagua viajó de Brasil a verla, pues quería estar al momento del parto. Aunque me sentí incómoda porque para aquel entonces nuestra relación era nula, se lo permití. Creo que merecía que le regalara ese momento. Mi matrona, la Gloria, que fue la misma que acompañó a mi madre en sus partos y a los de muchos de mis primos. Ella me tomó la mano, me acarició la cabeza y me susurró cosas lindas al oído para tranquilizarme. En el momento en que escuché el primer grito de mi hija y la vi, supe desde lo más profundo de mi corazón qué eran la ternura y el amor.
Los meses que siguieron fueron difíciles. Decidí congelar ese año en la universidad para dedicarme a cuidarla a ella, ya que mi "red de apoyo" era escasa. Mi madre trabajaba y todas las posibles tías, abuelas o vecinas a quienes se les suele encargar el cuidado de los hijos en momentos difíciles, no existían. Lo diferente, claro está, es que ahora tenía a mi hija en los brazos y le daba un significado y razón a todo.
Mi hija entró al jardín infantil a los 10 meses y eso me permitió retomar la universidad y realizar mi proyecto de título. Costeamos nuestra vida entre la gratuidad universitaria que me gané ese año, un poco de plata que su padre ha mandado responsablemente mes a mes, el trabajo de mi mamá y otro poco de plata que mi papá nos dio.
Actualmente la Elena tiene dos años y ocho meses. Aunque no sabe con certeza quién es su papá pues la relación es nula, es una niña muy feliz porque entre mi mamá, mi hermano, mis amigos y yo hemos creado una manada que la ama profundamente. Tengo claro que los prejuicios de muchos sobre las familias "bien constituidas" nos van a seguir persiguiendo por un buen tiempo más, pero nuestra realidad es esta, somos una familia "diferente". Somos un grupo de personas que no decidió su destino, pero que aún así se junta en el amor para criar a una pequeña que no nos deja de sorprender.
Javiera Ramírez Villarroel tiene 26 años. Es arquitecta y mamá de Elena.