Conocí a mi marido en Pamplona durante el intercambio de mi último año universitario. Después de un tiempo de relación nos casamos en Dinamarca y nos fuimos a vivir a Alemania por 3 años y medio. Luego de eso vivimos 10 meses en Jakarta, Indonesia, y ahora, luego de 8 años juntos, estamos viviendo la etapa de ser padres en Japón. Somos una familia multicultural. Yo soy chilena, mi esposo alemán y mi hijo nació en Tokio.

Cuando me enteré de que estaba embarazada, llevaba aproximadamente tres meses viviendo en la capital nipona. Aunque con mi marido nos habíamos preparado para la llegada de nuestro primogénito, fue sorpresivo enfrentarnos a la maternidad en un país en el que no conocíamos a muchas personas y tampoco manejábamos el idioma. Pero la suerte estuvo de nuestro lado y nuestro hijo venía con la "marraqueta bajo el brazo". Encontramos a un doctor japonés que hablaba español, y él y todo su staff médico era internacional, lo que nos ayudó a coordinar los procedimientos médicos. Hasta la semana 32 me realizaban controles médicos una vez al mes, luego cada dos semanas y a partir de la semana 37 fui al doctor semanalmente, siempre atendida por mi doctor de cabecera y nunca con una matrona como sucede en otros lugares. En cada consulta me realizaron exámenes de rutina y una ecografía para medir el tamaño y peso de mi bebé.

Los japoneses son bastante reservados, y mi doctor no fue la excepción. Me entregaba información precisa sobre mis avances en el embarazo, pero yo lo llenaba de preguntas, tanto, que a la quinta ya me miraba un poco raro. Lo bueno es que no era exagerado, jamás me impidió  hacer deportes y me incentivó a caminar mucho. Fue en sus consejos sobre la comida vi un choque cultural, ya que me permitió comer sushi, algo que en otros lugares del mundo no se recomienda. "Te imaginas si yo le prohibiera comer sushi a una japonesa, se volvería loca", me dijo. Otra cosa que rescaté mucho, fue que hasta el último momento esperó a que mi parto se iniciara de forma natural, cosa que no llegó a suceder, pero nunca tuve miedo.

Llegué a la clínica de 42 semanas a encontrarme con especialistas que hablaran inglés, pero no existían. Después de esperar 2 días a que mi bebé se dignara a salir, no quedó otra opción que hacer una cesárea. Fui de ese pequeño porcentaje de mujeres que no tienen contracciones, a pesar que me administraron oxitocina para inducir el parto, pero jamás logré dilatarme. Recuerdo haber estado muy nerviosa antes de entrar a pabellón. En ese momento llegaron dos enfermeras con un documento que debía firmar, pero toda la información estaba en japonés. Extrañada, miré a las chicas y les expliqué que no entendía nada. Ellas, entre risas, me intentaron decir que todo estaría bien y que por favor firmara.

Estuve cinco días en la clínica con mi hijo. Sentí que los dos habíamos nacido; él al encontrarse con esta nueva vida y yo al encontrarme como madre en el extranjero. Esos días fueron una mezcla de angustia y locura, y el traductor del teléfono fue mi mejor aliado para comunicarme con las amables enfermeras. Nunca olvidaré el primer control de mi bebé, en el que la pediatra del hospital revisó por más de media hora a mi hijo. Como no hablaba inglés, simplemente me dijo "ok". A mí, a una madre primeriza llena de dudas.

A los cuatro meses de vida de mi hijo viajamos a Munich, en Alemania, para que la familia de mi marido lo conociera. Llegamos comenzando el otoño, un clima que para mí era pleno invierno. Fue la primera vez que mi guagua se enfrentó a la odisea de abrigarse por completo. Nunca olvidaré una tarde que la familia decidió ir a caminar al bosque mientras llovía, mientras yo, con cara de espanto, miraba cómo mis sobrinos y mis suegros se preparaban para la aventura bajo cero. Mi esposo, como buen alemán, abrigó a nuestro hijo, lo acostó en el coche y lo cubrió con un protector anti lluvia. Durante todo el viaje lo único que pensé era que estaba haciendo una locura.

Al llegar a la casa mi bebé seguía durmiendo. Para no despertarlo y evitar que se acalorara con la alta temperatura de la calefacción de la casa, mi esposo no encontró nada mejor que dejarlo en el patio durmiendo y mirarlo desde la ventana del salón. Ésa fue nuestra primera discusión por el choque cultural en la crianza. Ellos estaban acostumbrados a eso y yo pensaba que si hiciera algo así en Chile, todos me encontrarían una loca.

Actualmente mi hijo tiene 1 año y 8 meses. Ya ha viajado en dos oportunidades a Chile para estar con mi familia, y debo reconocer que fueron experiencias agotadoras. Estar sola con un bebé en un avión en un trayecto que en total dura casi 30 horas, no es menor, pero sí se puede. Ha sido difícil criar en el extranjero sin una red de apoyo que me ayude cuando estoy enferma, cansada, cuando quiero un consejo o simplemente cuando deseo un tiempo para mí. Incluso fue difícil cuando celebramos el primer año de mi hijo y estábamos lejos de la familia. Sin embargo, es un privilegio tener la oportunidad de conocer cómo crían otras culturas y darse cuenta de que cada madre hace las cosas lo mejor posible, que no se debe tildar que ciertas técnicas son buenas o malas, simplemente son nuestras tradiciones, costumbres y modelos heredados de nuestras madres o cercanas las que nos guían en la crianza.

Recuerdo cuando la pediatra me dio el primer consejo acerca de la alimentación complementaria. Me manifestó que la comida es algo cultural, por lo que cada familia debiera decidir con qué comenzar. Mis amigas japonesas le daban a sus bebés arroz y sopas al desayuno y la mayor parte del tiempo los pequeños consumían diversos tés para niños. Con el tiempo entendí también que los nipones no les ponen calcetines a sus  hijos ni dentro ni fuera de la casa, e incluso en el invierno, porque sostienen que de esta forma aprenden a regular la temperatura del cuerpo y evitar resfríos.

Creo que para mi hijo ha sido un regalo crecer conociendo el mundo, aprendiendo más de un idioma y, por sobre todo, entendiendo desde pequeño que todos somos iguales. En un par de meses emprenderemos otra aventura, y nos iremos a Indonesia por cinco años. No tengo idea qué nos deparará el destino, pero lo que sí tengo presente es que ésta es nuestra vida, lejos de la familia y siempre despidiéndonos de nuestros amigos. Una vida llena de oportunidades para reinventarse a diario.

Alejandra es periodista y mamá de un niño de un año y ocho meses. Le gusta sacar fotos y hacer manualidades.