Convertirme en madre siempre fue mi sueño. Miraba la maternidad como algo ideal, como algo que toda mujer debiese experimentar algún día. Lo miraba como una posibilidad de trascender y de encontrarme con una amor incondicional y profundo en el cual sumergirme todos los días de mi vida, pero jamás imaginé en lo difícil que iba a ser. Porque criar es difícil, pero criar con un trastorno psiquiátrico, más aún.
Cuando me embaracé lo hice a conciencia. Aunque mi esposo no podía procrear, hicimos una inseminación artificial y mi sueño de convertirme en madre –cuando tenía 28 años– se hizo realidad. Mi embarazo fue sano, una etapa hermosa. El parto también fue un lujo. Pero al poco andar, todo cambió.
Yo siempre fui dócil, conciliadora, tranquila, una persona fácil de tratar. Pero en el puerperio todo comenzó a hacerse más intenso. Me comencé a sentir ajena, más irritable, sensible, distinta. “Las hormonas”, pensaba yo, pero a medida que pasaban los meses todo se acrecentaba más y más.
Cuando mi hija lloraba era muy doloroso para mí. Era tenebroso. Las angustias más espantosas me venían y no sabía cómo afrontar esos momentos. A veces hasta llegaba a mecerla fuerte para descargar mis impulsos de hacer algo más. Los pensamientos intrusivos comenzaron a hacerse presentes y me imaginaba ahogando a mi hija con la almohada, o metiéndola en una canasta o regalándola a alguna vecina que la recibiera y le diera el hogar cálido que yo sentía que no podría ofrecerle jamás.
Mi sueño se desmoronaba cada vez más, la frustración se apoderaba de mí y lo que había sido alguna vez una ilusión ahora era un verdadero desastre.
Las peleas con mi marido empezaron a aumentar. Si yo alegaba o me quejaba por la falta de sueño, entonces él me juzgaba y enjuiciaba. Sus constantes críticas las viví como la traición más grande que he podido experimentar. Una puñalada de la cual no me pude recuperar. Eso sólo se expresó en más irritabilidad, e incluso, agresividad.
Cuando mi hija tenía siete u ocho meses, ya habían gritos, insultos y descalificaciones entre nosotros. Peleábamos todos los días, a toda hora. También hubo golpes. Golpes de mí hacia él. Golpes de él a la muralla de la casa. Hubo una violencia de la cual nuestra hija se hizo parte. Sí, ella presenció todo, y se angustiaba cada vez con mis gritos y llantos desconsolados de sentir que esto que tanto había anhelado, hoy era un calvario, una vida de la cual sólo quería escapar.
La persona que yo más amaba en el mundo, y a quien quería criar en un entorno ideal, a su corta edad estaba quedando con grandes heridas que, después, tendrían serias repercusiones en ella.
Cuando llevaba tres años maternando, y sin más fuerzas para luchar, le pedí ayuda económica de forma desesperada a mis papás para tratarme psiquiátricamente. Había tenido varios arranques de ira con mi hija y se me remeció el mundo. “Con mi hija no”, pensé. “Con ella, la violencia no”.
Con la terapia, poco a poco la irritabilidad disminuyó a tal punto que, incluso me empecé a llevar mejor con mi marido. Como ya estaba bien, decidí dejar el tratamiento psiquiátrico y farmacológico. Error. Duré un año bien, pero la psicóloga de mi hija se empezó a dar cuenta de que había algo en mí que de nuevo no estaba pudiendo lidiar con los desafíos que la Emi me imponía.
Me empecé a llevar mal con mi pareja de nuevo, así que finalmente nos separamos y entré en la mayor de las crisis. Mi cerebro ya no estaba funcionando bien. La separación de una relación de 17 años fue muy dura, la terapia no estaba dando resultados y planifiqué un suicidio que se vio frustrado. Fue ahí cuando me diagnosticaron con Trastorno Límite de la Personalidad. El diagnóstico lo cambió todo.
Finalmente pude encontrar el tratamiento que era adecuado para mí, una terapia especializada para lo que padezco. Sin embargo, caí en crisis por mal tratamiento farmacológico y tuve otro intento de suicidio, lo que me llevó a estar internada dos semanas en un clínica psiquiátrica. Después de eso comencé el mismo tratamiento en otro centro y al fin me empezaron a atender y acoger bien, con las dosis y medicamentos adecuados.
Gracias a la terapia correcta, hoy por fin puedo maternar tranquila, sintiéndome plena y feliz de hacerlo. Pude volver a sonreír y darle a mi amada hija el entorno acogedor y amoroso que se merece. Aunque ella también está con tratamiento por todo lo que tuvo que pasar, somos felices, unidas, y tenemos una relación de la que me enorgullezco
Siempre he amado a mi hija, incluso desde antes de tenerla. Siempre, a pesar de los pensamientos que me invadían, las noches agotadoras y las constantes peleas, intenté darle buenos momentos. Sin embargo, todo se hacía cuesta arriba con un entorno tan adverso y una enfermedad no diagnosticada, y por ende, no tratada.
Criar es difícil, pero criar con este trastorno que te lleva al límite, que te hace experimentar emociones de cero a cien en cosa de segundos, que te llena de una sensación de vacío y miedo, es más agotador aún. Sin embargo, se puede.
Maternar padeciendo TLP ha sido un gran desafío, el mayor que he experimentado hasta ahora. Y comenzar maternando sin tener un diagnóstico ni tratamiento, más que un desafío, yo lo describiría como una experiencia tortuosa, angustiante y escalofriante: un verdadero infierno.
A pesar de todo, hoy estoy estable y viviendo en un entorno tranquilo con mucho apoyo para continuar criando a mi pequeña que, sin lugar a dudas, se merece lo mejor. Agradezco la suerte de tener unos papás y hermanos que me apoyan y ayudan, por tener una buena relación con el papá de mi hija, y por tener el tratamiento adecuado.
* Marianela tiene 36 años y trabaja como educadora de párvulos.