Llevaba tres horas de caminata por el desierto mexicano hasta que de pronto, a la orilla del camino, apareció frente a mí el primer peyote que encontraba o que me encontraba. Estaba cerca de unos matorrales, cubierto de tierra, y medía cuatro centímetros de diámetro. Cinco gajos se unían al centro con una simetría perfecta formando un pequeño botón. Su piel verde grisáceo era acolchada y no tenía espinas. Con una navaja, y mucho cuidado para no sacarlo de raíz, lo corté, lo guardé en mi bolsillo y seguí caminando. Llevaba tres meses conociendo México y estaba a punto de vivir una experiencia profundamente removedora.

El híkuri, como llaman al peyote los indígenas del oeste de México, es parte del imaginario colectivo mexicano; es el protagonista en los temazcales –o ritos ceremoniales– que se hacen en todo el país; es parte de las medicinas que los herboristas usan como ugüento para sanar dolencias articulares o como antibiótico para curar enfermedades, y es el responsable de los viajes que el escritor y antropólogo Carlos Castaneda narra en sus libros. Decenas de culturas indígenas del norte de América conocen sus usos hace más de cinco mil años. La mescalina es su compuesto activo y se popularizó en los años cincuenta gracias a los estudios del siquiatra Humphry Osmond, quien le dio al escritor Aldous Huxley una dosis sintetizada que inspiró su libro Las puertas de la percepción. Osmond estaba convencido de que esta sustancia serviría para entender la esquizofrenia y tratarla. Al igual que el LSD, tenía efectos como la alteración de la percepción y la conexión con otras realidades. Hoy, en los laboratorios ilegales, rara vez se sintetiza por su baja rentabilidad: se necesitan aproximadamente 500 miligramos de sulfato de mescalina para provocar un viaje sicotrópico, una cantidad demasiado grande tomando en cuenta que en drogas sintéticas como el LSD se requiere tan solo de 0.1 miligramos.

Viajando me había cruzado con Bernardo, un mexicano conocedor de los ricones más disparatados y esotéricos de sus país. Ya había ido dos veces al desierto a comer peyote y quería ir de nuevo. Decidí acompañarlo. Partimos a dedo desde la sierra del estado de Puebla en un viaje de 15 horas para llegar a Real de Catorce en el estado de San Luis de Potosí, ciudad que por más de un siglo fue rica a costa de los miserables mineros que trabajaban en las minas de plata. Tras una enorme inundación de agua proveniente de las excavaciones, los trabajos se clausuraron y durante décadas sus calles estuvieron abandonadas, hasta que volvieron a habitarse. Llegamos a un pueblo entre vestigios, con antiguas construcciones de piedra y puestitos que venden tortillas de maíz, cajeta de leche de cabra y artesanías para los turistas.

A 50 kilómetros de Real de Catorce, la reserva de Wirikuta es uno de los lugares donde más crece peyote en México. Solo está permitida su recolección para los wirrárikas –conocidos popularmente como huicholes– que cada año para Semana Santa peregrinan 400 kilómetros hasta allá desde la Sierra Madre Occidental de México, donde se encuentran repartidos entre los estados de Jalisco, Nayarit, Durango y Zacateca. El peyote es parte de su cosmivisión. Lo recolectan para uso medicinal y para sus ceremonias ancestrales, pero su extracción ilegal en grandes cantidades, por parte de traficantes, lo tiene a punto de la extinción.

Partimos a la reserva de Wirikuta un día jueves. A las siete de la mañana nos subimos a un jeep con 15 estudiantes que iban a la escuela en Estación Catorce. Como no éramos prioridad, nos tocó el peor lugar: el techo. Entre maletas y mochilas, nos agarramos como mejor pudimos a los fierros de la parrilla, mientras sorteábamos curvas estrechísimas entre montañas rocosas. Al llegar hicimos dedo rumbo a Wadley, que no es más que una calle con dos tiendas de abarrotes, un comedor con desayunos a 30 mexicanos –mil pesos chilenos– y una vieja estación de trenes de 1922 por donde pasa la Bestia, tren de carga que recorre prácticamente todo México hasta su frontera. Se sabe que polizontes mexicanos, guatemaltecos, beliceños y hondureños han viajado históricamente en él para tratar de cruzar a Estados Unidos. Y cuando la máquina para por el desierto, se bajan raudos a ver si encuentran peyote.

Un carnal con un auto ruinoso nos llevó hasta Margaritas, el caserío por donde se ingresa a la reserva de Wirikuta. Con una mochila, seis litros de agua, frutas, frijoles y tortillas, nos lanzamos a caminar al desierto. Sabíamos que entre más nos dirigiéramos al oeste, lejos de la civilización, más posibilidades teníamos de encontrar peyote. Tras un par de horas, nos topamos con un grupo de seis wirrárikas en plena faena de recolección. Los hombres vestían camisa blanca, una faja bordada y sombreros adornados con cintas y pompones de colores. Las mujeres, faldas largas con terminaciones bordadas y sombreros y pañuelos para protegerse del sol. Un par de niños de entre nueve y 13 años cargaban coloridos morrales y canastos con peyote. Cada uno miraba el suelo concentrado, con un pequeño cuchillo en la mano.

"Busque cerca de los arbustos, con paciencia", me dijo uno de los jicareros, como le llaman a los recolectores de peyote. Me sumé a la búsqueda tratando de imitarlos, pero no encontré nada. Y yo que pensaba que sería fácil, que crecían en cualquier parte. Era una simple turista que no entendía nada de su cultura.

Para el pueblo wirrarika, nómade desde siempre, Wirikuta es la zona sacra más importante de su cosmovisión porque queda hacia el este, punto asociado al cielo y a la creación. En sus oasis habita el venado –kauyumari o Hermano mayor venado azul, uno de sus principales dioses– y crece el peyote o híkuri, que facilita el contacto con sus más de 40 deidades. Bajo el prisma de este pequeño cactus, los wirrárikas han desarrollado su cultura y su compleja mitología de transmisión oral, casi indescifrable para quienes no participamos de su cultura. No pueden acceder a esta planta sin antes realizar peregrinaciones a sus otras zonas sagradas, en cinco puntos distintos de México, y sin hacer una completa purificación: abstención sexual, no beber alcohol, no comer sal, hacer ayuno, recorrer el desierto en busca del peyote, participar de la caza colectiva de un venado y confesar sus pecados amorosos alrededor del fuego, en ceremonias donde tienen que estar despiertos toda la noche.

Retomamos la caminata y sin buscarlo encontré a la orilla del camino mi primer peyote. Esperanzados seguimos buscando durante horas, sin encontrar nada más. Como se hacía tarde decidimos parar a la orilla de un estero seco. El plan inicial era encontrar suficiente híkuri –por lo menos una docena, porque se necesita una alta dosis–, comerlos frente el fuego y pasar la noche bajo su efecto, para irnos a primera hora de la mañana. Pero con apenas uno, tuvimos que resignarnos a otro día más de búsqueda y dormir a la intemperie. Los coyotes aullaban y las brasas del fuego que nos calentaba eran lo único que alumbraban la noche. No hacía frío, pero yo estaba helada.

Despertamos con los primeros rayos de sol y desarmamos el campamento improvisado. Teníamos que movernos antes de que el día comenzara a arder. Caminamos las cuatro horas del trayecto de vuelta a Margaritas para abastecernos de más agua y nos lanzamos a otra jornada de búsqueda, esta vez hacia una pequeña loma en donde, al parecer, los huicholes habían estado buscando.

Los primeros que encontramos –o más bien que encontró Bernardo– estaban aglomerados bajo un arbusto. Los cortó con cuidado, los limpió un poco y se metió a la boca el más pequeño. A los pocos metros encontró otro conjunto y en frente otro más. Yo me negaba a comer así sin más, incómoda por las largas espinas que me atravesaban las zapatillas y el sol que me quemaba la cabeza. "El híkuri te va a encontrar", me decía Bernardo con la boca llena de peyote. Llevaba en la mano uno tan grande como su palma, que debe haber tenido varias décadas. Catorce gajos turgentes y voluminosos se unían al centro, con pequeñas protuberancias en su piel verde, opaca por el polvo.

Nos fuimos con una docena al mismo lugar donde habíamos pernoctado la noche anterior. Cansados, decidimos volver a dormir ahí. Corría un viento fuerte y frío. Vi el amanecer envuelta en una manta de emergencia –para alta montaña– que me salvó del congelamiento. No había dormido casi nada y me inundaba una profunda angustia. Por agotamiento, por frío, por creer que podía resistir el desierto. Salió el sol, logré recuperarme un poco y lo primero que hice fue echarme un gajo de peyote a la boca. No iba a regresar a Real de Catorce sin cumplir mi objetivo. El sabor era tan fuerte que de solo pensar que tenía que seguir comiendo, me daban más náuseas. Se sentía viscozo, amargo. Casi como si mi cuerpo lo rechazara.

Me eché a la sombra de uno de los pocos árboles que había. Miraba las nubes moverse en el cielo azul. Formaban cabezas de venado, de conejos, de coyotes. Poco a poco, empecé a percatarme de las extrañas sensaciones que me envolvían. No controlaba bien los movimientos de mi cuerpo, estaba torpe, sin energía y me dolía el estómago. Las plantas a mi alrededor tenían un color nítido y alcanzaba a ver a la perfección cada detalle de sus hojas, como si pudiera penetrar sus células. Distinguía las tonalidades de la tierra, las yucas moviéndose con el viento, los cactus con sus espinas rojas a cientos de metros de mí.

Me preguntaba en qué se traduciría esto. En menos de dos horas, me había comido cuatro cabezas y mis emociones pasaban de la pena a la risa, del miedo a la soledad, de la soledad a la risa. No lograba entrar en el viaje y quería que todo se terminara rápido. Aconsejada por Bernando, que también estaba en un extraño tránsito, seguí comiendo. Confiaba en la única persona presente que podía ayudarme si me desmayaba –algo frecuente en mí– o me iba en un mal viaje. Dos litros y medio de agua era lo único que teníamos para regresar a Margaritas, así que decidimos racionarla. Cuando se nos comenzara a acabar el primer litro, tendríamos que partir. Mi cabeza me aportillaba. No sabía cómo iba a caminar cuatro horas seguidas con ese malestar físico. No tenía motricidad ni control sobre mi cuerpo.

Me cubrí la cara con un pañuelo y comencé a andar. Poco a poco, la caminata se me hizo más ligera, me empecé a sentir mejor y de un momento a otro mi mente dio un giro: había atravesado el difícil umbral al que te somete el híkuri. Ya no era ese bulto miedoso que no le importaba lo que le pasara en una tierra desolada a miles de kilómetros de mi país. Ahora era una más del desierto. Caminaba entre plantas y espinas sin clavarme nada. Veía las montañas cerca y fáciles de escalar. ¡Podía llegar a donde quisiera! Con razón los huicholes logran caminar tantas horas en el desierto, pensaba. Mis sentidos estaban tan agudos que en el mismo camino que había recorrido tres veces, encontraba peyotes como si nada.

El agotamiento físico tras días en el desierto, combinado con el consumo de híkuri, generan las visiones que todo huichol espera tener al menos una vez en su vida. No pueden esperar grandes revelaciones sino se someten a la disciplina y el esfuerzo. En su cerro ceremonial El Quemado –a pocos kilómetros de Real de Catorce– en una noche con cantos y bailes que los lleva al trance, alcanzan por fin el éxtasis de su experiencia, guiados por los marakames, jicareros viejos con años de experiencia en el desierto. Logran adquirir el don de ver, de conocer la verdadera realidad y conectarse con sus creencias.

La verdadera realidad que pude observar era algo más grande que mi propia y diminuta existencia, algo incontrolable, universal, que no tenía que ver con mis éxitos, mis talentos ni placeres, sino con el simple hecho de habitar el mundo y ser parte de su engranaje. Y no pude llegar a ella hasta que corrí el velo, superé mis miedos a perder el control y me abandoné en la experiencia como una pequeña célula que no tiene otra función más que vivir. Recorrí mi historia familiar y mi propia biografía, y me encontré caminando sola, despojada de toda herencia, de todo deber ser y sin las trabas que me hacían estar insatisfecha: mi incapacidad para aceptarme como una persona sensible, mi constante búsqueda por el éxito y la pertenencia, mi obsesión por estar siempre en otro lugar. Observé mi identidad difusa llena de contradicciones y obsesiones, llena de dudas, sin un norte claro, y pude entenderla. Aceptarla y quererla.

Llegamos a Margaritas exitados por todo lo vivido. Me miré en el reflejo de una ventana. Mi cara era otra: estaba llena de polvo, quemada, con las pupilas tan grandes que apenas veía el blanco de mis ojos. Aún estaba bajo sus efectos y me sentía capaz de llegar corriendo hasta Real de Catorce. Me sentía fuerte, segura, renovada a pesar del esfuerzo físico. El desierto me había curtido.