“Recuerdo con mucho dolor un viaje en metro unos días antes de casarme. Iba camino hacia la casa de, en ese entonces, mi futuro esposo y sentía mucha culpa y pena por irme del lado de mi mamá. Una parte de mí creía que la estaba dejando atrás y que nunca volveríamos a estar juntas de la misma manera. Se supone que el curso natural de la vida es volar del nido de los papás y hacer su propia vida, pero en mi caso no estaba saliendo de la zona de confort, porque yo era ese espacio seguro para mi familia.
Soy la penúltima hija de cuatro hermanos, de los que, tristemente, solo quedamos tres. Mi hermana mayor falleció a los 30 años y dejó a nuestro cuidado a mi sobrina, quien con el tiempo se convirtió en mi propia hija y, a ratos, una más del clan de los cuatro. Mis papás se separaron cuando yo tenía unos 13 o 14 años. Mi papá engañó a mi mamá con otra mujer, se enamoró y se fue. Mi mamá, por supuesto, quedó devastada: habían estado juntos 17 años y de la noche a la mañana su mundo se había derrumbado. Tenía que mantener una casa con cuatro hijos, salir a trabajar y sobrellevar la pena de que el amor de su vida la había traicionado, todo esto mientras mi papá ya no vivía en la misma ciudad que nosotros y su aporte económico no era suficiente.
La primera vez que mi papá se fue, también fue la primera vez que mi mamá se apagó. Digo la primera porque la segunda fue cuando se separaron por segunda vez tras estar juntos un par de meses, y la tercera, cuando mi hermana mayor falleció.
Mi mamá, ahora de 83 años, no tenía las herramientas para sobrellevar una ruptura de esas magnitudes y eso hizo que estuviera ausente mucho tiempo, no de la casa, sino en espíritu. Siempre estuvo en la casa con nosotros, pero no para nosotros. Durante ese tiempo mi hermana mayor se convirtió también en nuestra mamá, la que nos cuidaba y nos contenía, quien nos retaba en ausencia de esa mamá que alguna vez conocimos, pero que estaba ausente sumida en su dolor.
Por eso cuando mi hermana falleció fue como perder a mi mamá y a mi hermana a la vez. Todos veíamos en ella esa figura protectora que tenía la capacidad de resolver conflictos con unas palabras y también quien nos cuidaba y hasta se preocupaba de hacer la lista del supermercado. Descansamos en ella tanto que la pérdida fue aún más brutal, pero no pasamos ese duelo como familia, sino que cada uno se encerró en su propio mundo tratando de paliar el dolor.
Sin darme cuenta yo había relevado a mi hermana en la figura de persona a cargo de la familia, si se le puede decir así. Supongo que porque era la más responsable y no había otra opción. Nunca me pregunté si asumir ese rol era realmente una tarea que había quedado sobre la mesa y que yo la había tomado, simplemente hice lo que tenía que hacer. Así me hice cargo de ordenar la plata para cubrir el arriendo, las cuentas de la casa y el resto de los gastos, y tantos otros quehaceres varios que llegaron después.
Con el tiempo también me convertí en la persona que les decía a todos qué hacer y cómo hacerlo. No porque buscara controlarlos ni sacar provecho de sus acciones, sino porque todos, casi como por inercia, relegaban esa responsabilidad en mí.
Esa fue la tercera vez que mi mamá se apagó, que se ausentó. No cuento la cuarta, porque ahora vive en su propio mundo, a veces está y a veces no está. Hace unos cinco años empezó con problemas de memoria que derivaron en un deterioro cognitivo leve, según nos explicó su neurólogo. Con el tratamiento adecuado se suponía que debía andar medianamente mejor, pero la verdad es que fue empeorando cada vez más, junto a sus problemas de salud física. Con una artrosis en todo el cuerpo que la acompañó desde los cincuenta y tantos, tiene una prótesis de cadera, una de rodilla y varias operaciones menores propias de la edad.
Antes que su memoria empeoró su cuerpo y ese fue un golpe fuertísimo para ella. Lo cuento en pasado porque, por fortuna, ya no recuerda la vitalidad con la que solía hacer las cosas, las ganas con las que cocinaba horas de pie y la perfección con la que hacía el aseo de la casa. Era cuestión de tiempo que de a poco su movilidad se fuera reduciendo cada vez más. Primero partió usando bastón a los sesenta; luego pasó al burrito, luego a la silla de ruedas para trayectos más largos y después a su cama, en la que está postrada hace meses por una fractura de fémur. Aunque los médicos dicen que tiene la fuerza en sus piernas para volver a levantarse, tengo pocas esperanzas de que lo haga.
Si bien es parte de su enfermedad y de la edad que esté así, nunca dejará de ser difícil para mí verla imposibilitada de caminar y de recordar al cien por ciento su vida.
No me di cuenta en el momento exacto en el que pasó, pero los roles se invirtieron hace ya un buen tiempo: ahora soy yo quien cuida de ella, quien peina su pelo, se preocupa de sus pies y de que tenga sus remedios. Todo lo que hago por ella lo hago desde el amor, porque me nace, igual que ella lo hizo conmigo cuando me crió, y siento que todo lo que pueda hacer por ella no será nunca suficiente.
Si bien es parte de su enfermedad y de la edad que esté así, nunca dejará de ser difícil para mí verla imposibilitada de caminar y de recordar al cien por ciento su vida. A quienes más reconoce cuando nos ve somos a mi sobrina y a mí. Con mis hermanos a veces requiere de unos segundos para caer en cuenta de quiénes son, pero al menos aún contamos con el regalo de que pueda decir nuestros nombres y asociar algunos recuerdos a nosotros.
Creo que fue hace un par de años cuando me di cuenta de que la mujer que había conocido como mi mamá ya había dejado de existir. Si bien fue una persona complicada de tratar, nuestra relación era muy bonita. Diría que yo era la más cercana, a quien regaloneaba cuando iba de visita y esperaba con calzones rotos o empanadas de atún. Yo sabía que podía contar con ella si tenía un problema o algo que me aquejara, sabía que sus palabras aliviarían mi dolor. Pero ella ya no está. Y ahora soy yo la que está para aliviar su dolor cuando nos encontramos en una misma sintonía.
Cuando la miro y me doy cuenta de que ya no es la misma y me pide con mucha ternura que le lleve algo dulce, se entrelazan mis recuerdos con mi propia infancia, cuando mi mamá era quien me cuidaba, me regaloneaba y me protegía. Cada vez que compartimos esos momentos en los que se me caen unas lágrimas que trato que ella no note, porque ahora soy yo quien la cuida, la regalonea y la protege”.