Siempre quise ser madre, al menos no tengo recuerdos de no haberlo deseado. Con la misma convicción, siempre pensé que, si algún día tenía un hijo con una enfermedad o discapacidad, no sabría cómo afrontarlo. Incluso llegué a decirle a mis padres que, si eso ocurría, preferiría darlo en adopción, porque no me sentía capaz de enfrentar algo así.

Vengo de una familia donde el autismo es algo común, ya que varios miembros lo tienen, por lo tanto, que mi hijo lo tuviera nunca me resultó extraño. Desde que nació, notamos que no respondía a la sonrisa social, y mi esposo y yo creímos que era sordo. A medida que fue creciendo, observamos que jugaba de manera diferente: acercaba mucho los objetos a su cara y reaccionaba mal a ciertos estímulos auditivos y táctiles. No habló tan pronto como otros niños, y sacarle una foto mirando a la cámara era, y sigue siendo, un verdadero desafío. Además, tiene selección alimentaria: nunca ha comido un huevo a sabiendas, y no come nada con la textura de un flan. Cuando era más pequeño, lloraba más de lo habitual, y otros niños me preguntaban: ¿Por qué es así? Mi respuesta siempre fue: porque todos somos diferentes. Aunque no negaré que me dolía que lo notaran distinto. Los adultos también hacían preguntas difíciles, como: ¿qué enfermedad tiene tu hijo?, y no saber cómo responder me afectaba profundamente.

No puedo negar que le temo al futuro; me aterra pensar que otros niños, al no entenderlo, puedan lastimarlo, y me duele escuchar los comentarios ignorantes de quienes no comprenden su realidad. Pero a pesar de todo eso, Lucas es un niño extraordinario: cariñoso, curioso y extremadamente inteligente. De hecho, fue él mismo quien se auto diagnosticó como autista cuando nació su hermano Luciano. Al notar las diferencias de Luciano, Lucas se dedicó a investigar diversos síndromes, hasta que un día se acercó y me preguntó si él también era autista. Aunque aún no habíamos encontrado el momento para hablarle de su diagnóstico, solo atiné a preguntarle cómo se sentiría si así fuera. Su respuesta fue simple: ‘No cambiaría nada’. Para Lucas, entender su condición le permitió comprender por qué reaccionaba de ciertas formas y por qué le sucedían algunas cosas.

Nunca lo he tratado como un niño “diferente”, pensando que no puede hacer algo. Claro, sé que hay cosas que le cuestan y le costarán, pero estoy convencida de que es capaz de todo. No nos quedaremos esperando a que el mundo se adapte a él, porque eso nunca pasará, y la verdadera inclusión parece lejana.

Con Luciano fue diferente. Después de cuatro años esperando su llegada, el día más esperado se convirtió en el más triste y aterrador de mi vida. Al nacer, no se movía y necesitó un poco de oxígeno. Solo pude verlo durante cinco minutos en su primer día de vida, y ese breve instante no bastó para memorizar su carita, su pelo, sus pequeñas manos. Pasaron casi dos semanas antes de que pudiera abrazarlo por primera vez. Lo que vino después fue aún más difícil: un diagnóstico lleno de términos médicos desconocidos para nosotros, que solo nos llenaron de temor: Síndrome de Prader-Willi. Las expectativas que habíamos construido durante el embarazo, sobre cómo sería nuestra crianza, se desvanecieron de golpe.

En Chile se habla mucho de salud mental, pero en realidad nadie te prepara para estos momentos. Nadie te acompaña cuando recibes un diagnóstico como éste, y pocas personas te preguntan cómo estás. Escuché hace poco el término “depresión con hiperactividad”, que se refiere a mantenerse activo para no sentir el dolor. Tal vez eso era lo que me ocurría, pero nunca me detuve a pensarlo. Mis hijos no necesitaban una mamá con depresión, y yo no tenía ni tengo tiempo para eso.

Luciano es perfecto. Creo que todos los padres decimos eso de nuestros hijos, pero en su caso, ha superado todas las barreras. Está en proceso de caminar, ya da varios pasos sin apoyo, aunque es muy hiperlaxo, como su hermano. Tiene criptoquidia, pero come de todo, a pesar de que nos dijeron que tendría problemas de deglución. De hecho, es súper parlanchín y muy inquieto. Aunque tiene un déficit de hormona de crecimiento, cognitivamente está perfecto. Nos han dicho que no hay de qué preocuparnos.

Cuando nació, muchas personas dejaron de felicitarme y empezaron a mirarme con lástima, algo que nunca entendí. Había tenido un bebé, pero nadie parecía alegrarse por eso. Las miradas de compasión aún aparecen cada vez que alguien me pregunta por él, pero yo no las necesito ni las quiero. Jamás me he preguntado ¿por qué a mí? Claro que siento miedo del futuro y de qué será de mis hijos cuando nosotros ya no estemos. Mi esposo y yo bromeamos diciendo que tenemos hijos “de alta gama” porque requieren muchas terapias y cuidados especiales, pero nunca he sentido que no sean suficientes para mí. Son todo lo que alguna vez pedí y más. Solo me preocupa su futuro.

Hoy sé que mi papel es darles lo mejor, no limitarlos, confiar en sus capacidades y fomentar su independencia, porque ambos han demostrado que pueden con todo. Me siento enormemente orgullosa de ellos y de sus logros. Aprendí a celebrar cosas que para otras madres son cotidianas, porque sé que con nuestros hijos nada está dicho. Como bien dicen: diagnóstico no es destino.

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* Karla tiene 38 años, es profesora de artes visuales, además de emprendedora en su tienda @tienda.amo. Es mamá de Lucas de 9 años y Luciano de 1 año 9 meses.