A mediados de marzo empecé a hablar y salir con alguien que me agregó a las redes sociales, pues teníamos un conocido en común. Casi tres semanas después, a principios de abril ya hablábamos prácticamente todos los días, 24/7. Parecía que a ninguno de los dos nos aburría, algo más había nacido allí y era emocionante. A mitad de ese mes, tras una salida al cine y después de ocho horas de conversar y reír mucho, nos besamos y nació un extraño romance, que me gustaba pensar que había sido impulsado por ambos, pero que ahora ya no sé.
Digo extraño porque pasó de cero a mil en un par de días, después del beso. Nos mandábamos corazones, hacíamos planes, todo se sentía tan natural, que nunca sentí miedo o rechazo a ese avance a toda máquina. Yo sabía que él había terminado un noviazgo largo hace poco tiempo y que había quedado muy mal, era algo que habíamos conversado en nuestros primeros encuentros, así que como todo iba tan bien, decidí preguntarle más sobre esa historia a través de mensajes. Su reacción fue increíble, me dijo que yo era muy importante para él, que estaba feliz y que esto no era “un clavo que estaba sacando a otro clavo”. Me dijo también que quería conocerme más y muchas otras cosas bonitas que me hicieron sentir aliviada. Después de eso seguimos hablando tonterías el resto del día. Dos días después algo cambió, se volvió frío y reservado, no me respondía casi nada y cualquier respuesta era cortante. Algo había pasado, quizá algo había hecho yo para arruinarlo, pensé.
Le pedí vernos. Yo también me había puesto un poco fría. Y es que mandarle corazones y hablarle como siempre a alguien que se siente lejano y extraño, me hacía sentir triste. Cuando nos vimos llegó tarde. Mis manos sudaban y traté de actuar valiente y empoderada, aunque una parte de mí sabía lo que venía: él iba a terminarlo todo.
Tras 15 minutos de espera llegó, lo abracé y besé su mejilla. Él estaba y estuvo todo el tiempo con lentes oscuros, de sol. Puse mi mano en la parte de atrás de su cuello de forma cariñosa y su frente se arrugó; se echó hacia atrás como para que no lo tocara. Era evidente que no quería ni mirarme y no sólo por sus lentes oscuros. Su brutal indiferencia me dejó sin habla.
Caminamos cerca de diez pasos sin decir nada y nos sentamos en la calle. Yo rompí el silencio y fui directa. “¿Qué pasa, Andrés?”, pregunté. Él lanzó un suspiro y con un tono similar al regaño, me dijo “es que no sé qué quieres de mí. No puedo tener pareja ahora, no estoy listo”. Después vino el silencio.
No sabía qué responder a eso, mi mente empezó a repasar nuestras conversaciones, nuestros encuentros y de alguna manera me empecé a sentir culpable, como si yo lo hubiera obligado a adentrarse en algo que él claramente no quería.
Como no respondí, él retomó su monólogo, sin verme y mirando al vacío con sus lentes negros: “No estoy listo. Me sentí atraído por ti, creo que eres bacán, pero no estoy listo. Fue un error besarnos. No quiero perderte tampoco… quiero que seamos amigos”, dijo.
Sentí náuseas, mi pecho me dolía y me entró un temblor en las piernas. Le dije que no podíamos ser amigos. No lo entendió. Me preguntó ¿por qué? Le dije que me gustaba. Quise agregar algo más, algo como “y parecía que hasta hace unos días yo también te gustaba y mucho”, pero no lo hice: sentía dolor, confusión, como si estuviese sentada junto a un completo desconocido y no junto a alguien con quien semanas antes conversaba todo el día de manera muy cómplice.
Luego empezó a hablar de su autoestima, me habló de la mía. Insinuó que quizás todo esto era mi culpa: por enamorarme muy pronto, por besarlo. Le dije que quería irme. En realidad en ese momento no quería sentir, quería ser invisible.
Pasamos una hora más sentados en silencio. Sólo un par de veces habló para preguntarme en un tono molesto “¿no vas a decirme nada? ¿No vas a putearme?”. Yo solo negué con la cabeza. Entonces me puse de pie y le dije que nos fuéramos. Él se paró, lo abracé y olí su cuello (no sé por qué). Cuando solté mi abrazo, me dijo “lo de ser amigos va en serio, quiero que seamos amigos”. No respondí nada. Partí en la dirección contraria y me fui caminando a mi casa. Todo me dolía.
Después de ocho días miro esto con retrospectiva. He revisado nuestras conversaciones y me he convencido de que esto no fue mi culpa, no me enamoré sola, no me lo inventé todo. Ayer, además, recibí un correo de él, me decía básicamente lo mismo, agregando que él es torpe, que no entiende bien las señales del coqueteo, que no sabe qué le pasó, que no entiende por qué me besó. Me vuelve a pedir que seamos amigos.
No le he contestado y tampoco pienso hacerlo. Y es que en ningún momento él habló sobre nuestras conversaciones, nuestra conexión, los planes que me dijo, sus gestos tiernos y amorosos; tampoco me dijo qué cambió, si algo hice que le causara rechazo, o si en definitiva fue algo que él concluyó por otra cosa. Él prefirió ocultar eso, dejarlo para él, tomó una solución fácil, sin riesgos y bastante buena: decir la verdad de forma superficial y culparse sin dar mayor detalles.
He compartido su correo con varias personas, a algunas les he dado el contexto y a otras no, y la reacción es la misma: “suena sincero”. El problema es que en ningún momento se hace cargo de cómo llegamos a ese punto de la relación.
Como la típica frase “no eres tú, soy yo”. Claro, en ella “asume su culpa”, pero con un argumento para no discutir, para no interpelar nada, a menos que uno quiera quedar como una loca. Porque si uno busca tener una conversación con alguien y la otra persona empieza asintiendo con la cabeza y diciendo tienes razón, ¿qué más se puede decir?
Quisiera decir que salí fortalecida de este breve “romance”, pero su repentino rechazo me dejó un montón de preguntas atascadas en el pecho, con la sensación de desconocer completamente a alguien que creía que estaba conociendo mucho. Creo que es necesario reflexionar sobre el concepto de responsabilidad afectiva. Llevarla a cabo no es ir por la vida haciendo lo que quiero, dañando a otros y después pidiendo perdón sin dar espacio a la reflexión.