Jimmy (10) no quería ir al colegio. Se despertó esa mañana con la idea fija de faltar: no lloraba, sino que por el contrario parecía contenido, pero estaba devorado por la angustia. Le decía a su mamá una y otra vez “no puedo”. La noche anterior, según describe él, las paredes de su casa se encogían, como si lo fueran a aplastar y por eso no pudo dormir. No era la primera vez que le pasaba, esta era la segunda semana en la que no sólo veía cómo los objetos de su hogar cambiaban de tamaño, sino que también sentía que Temuco entero se movía como si fuera un barco.
Lo primero que el niño pensó es que se estaba volviendo loco y por eso mismo no quiso decirle a nadie, ni siquiera a sus amigos. Pero esa mañana de septiembre de 2023 la presión que sentía era tanta, que no pudo salir de su cama y le pidió ayuda a su mamá. Paola (43), técnica en enfermería, se sentó a su lado, le tomó la temperatura, pero no quiso tratarlo como a un paciente. “Yo vi en sus ojitos que algo malo estaba pasando. Que no era un dolor de guata o que tenía flojera. Lo primero que le pregunté fue que si le estaban haciendo bullying en su nuevo colegio, porque había escuchado historias parecidas a esta que terminaban siempre en lo mismo: niños que evitaban volver al liceo por acoso”, recuerda. “Mamá me estoy volviendo loco”, le dijo él y ahí, mientras la abrazaba con fuerza, Jimmy lloró por primera vez en mucho tiempo y le enumeró todas estas cosas que percibía.
Paola no sabía qué hacer, acostó al niño, le hizo un té, él le decía que se sentía mareado. “Lo primero que pensé es que era al oído medio. Me pareció raro que un niño de diez años tuviera una complicación así. Desde esa mañana él no pudo volver al colegio, lo tuve acostado semanas, sólo se levantaba para ir al médico a que le hicieran pruebas. Le descartaron todo: es un niño completamente sano, decían. Ahí yo creo que uno se convierte cien por ciento en mamá. Hasta busqué en Google, algo que yo sé que no hay que hacer”, cuenta Paola, quien efectivamente encontró información sobre trastornos psicosomáticos, pero no le dio importancia.
“Durante nuestra reunión con la psicopedagoga del colegio, nos dimos cuenta de que Jimmy estaba experimentando un agotamiento acumulado debido a diversas tensiones: se sentía mal, carecía de respuestas, y no podía asistir al colegio. Faltar a clases le generaba una gran culpabilidad, ya que mantenía un buen rendimiento académico y no quería que su desempeño disminuyera. En ese momento se derrumbó emocionalmente, llorando y temblando, algo que nunca antes había visto. La especialista nos informó que el niño estaba experimentando un alto nivel de estrés, y aunque esto era evidente, ella se refería a una situación más antigua: a principios de 2023, mi madre falleció, nos vinimos al sur debido a mi trabajo, y Jimmy tuvo que adaptarse a un nuevo entorno escolar. Fue entonces cuando poco a poco comenzamos a ver cómo todas las piezas del rompecabezas empezaban a encajar”, recuerda la madre. “Comenzamos con las evaluaciones libres y de inmediato lo derivaron a terapia psicológica también”
Según la Librería Nacional de Medicina (NIH) los síntomas psicosomáticos en la infancia son aquellos que no están definidos bajo una causa orgánica. Los más comunes incluyen dolor abdominal, dolores de cabeza, pecho, espalda o cualquier extremidad. En muchos pacientes se manifiesta la dificultad para respirar y su prevalencia puede alcanzar hasta el 25% si no se trata.
“Dichos síntomas son una respuesta del cuerpo para expresar malestar emocional. Especialmente los niños más pequeños tienen dificultades para verbalizar sus emociones. Cuanto más jóvenes son, más difícil les resulta expresarse. Un niño no te dirá: ‘Me cuesta adaptarme al cambio de ciudad’ o ‘Tengo conflictos para adaptarme’. Es en estos momentos cuando surgen los síntomas. Y estos síntomas pueden variar en cada caso”, explica Daniela González Saldías, psicóloga clínica infantojuvenil de la Universidad Diego Portales.
A Karla Gutiérrez, apoderada de un colegio en Santiago Norte, la llamaron porque su hija Colomba (8) estaba con cistitis. La niña salió de su curso, se fue al baño y no pudo volver a salir. “Ella me explicó a mí y a la doctora que sentía todo el día ganas de hacer pipí. Que no podía estar en la sala porque le daba mucho miedo no poder contenerlo. Eso la angustiaba mucho. Después le hicieron exámenes, uno tras otro, y nada de eso nos daba pistas. Nos recomendaron ir a la Unidad Infanto Juvenil de la Universidad Católica para que ella pudiera recibir ayuda, todo esto había empezado después de que mi pareja -que era como su papá- y yo, nos separamos. Ella fue mi apoyo durante todo ese tiempo y se llevó una parte muy mala”.
La experta infanto juvenil avisa que “cuando hacemos una evaluación, lo primero que buscamos es saber desde cuándo comenzó el síntoma y si hay gatillantes. Es importante poder contextualizarlo. Todos los niños y niñas hacen síntomas: psicosomáticos o conductuales. Algunos se ponen más oposicionistas, o dejan de dormir, les da cefalea o dolor de estómago, otros se vuelven a hacer pipí, por nombrar algunos. Es importante en la clínica hacer psicodiagnóstico. Allí uno aplica pruebas proyectivas, gráficas, con collage, hace juegos, trabajo con caja de arena, porque es a través del juego o del dibujo en el que los niños y niñas son capaces de representar el mundo interno. Ahí podemos comprender esta sintomatología”.
Jimmy va una vez a la semana a la psicóloga y también visita a una terapeuta ocupacional. En marzo comenzó sus clases y volvió al curso. Estaba muy nervioso. Todo lo que le pasó, todavía no lo cuenta, porque no se siente preparado. Le da miedo que los otros niños se rían de él, pero reconoce que se siente muy apoyado por su mamá. “Yo cuando tengo pena por algo se lo digo, o cuando estoy feliz también. Dibujo mucho lo que me pasa. En el verano adoptamos un perrito que es mi responsabilidad y me siento bien”, dice el niño.
“Creo que para uno como mamá es algo muy difícil porque no es como que le duela la cabeza y le puedas dar un paracetamol, con el apoyo de las especialistas nosotros pudimos lograr que él se sintiera mejor, que hablara sobre cómo le afectó la muerte de su abuela o el habernos venido a vivir aquí. Es un niño muy sensible. Cuando estábamos haciéndole los exámenes yo pedía mucho permiso en el trabajo para poder llevarlo y él después me confesó que se sentía culpable de verme aproblemada. Hoy tengo mucho cuidado de no traspasarle a él cosas que son mías. La maternidad es aprendizaje todo el tiempo”, cuenta Paola.
Karla, la mamá de Colomba, dice que el desafío que están viendo en terapia ahora es reforzar el autoestima de la niña y resolver algunas alteraciones que dejó el síntoma como la baja en el rendimiento escolar y los problemas para conectar con otros compañeros de su edad. “Ella se siente mejor. Vamos juntos a la psicóloga una vez a la semana. Después de todo lo malo, yo creo que esto terminó siendo una cosa muy mágica para nosotras, porque ella sabe que puede contar conmigo. Que me puede decir todo lo que se le pasa por la cabeza y no la voy a juzgar, sino que voy a tratar de entenderla. A veces me dice ‘mami, siento algo acá que no está bien’ y se señala el corazón o la guata. Ahí nos quedamos un rato hablando sobre lo que ella cree que le está generando eso. Yo la veo como una niña con una capacidad importante de sentir, pero muy curiosa también, que quiere ponerle nombre a todo”.
“Cuando no se trata el síntoma, éste se cronifica. Si nunca le pudimos poner palabra a la emoción vivida o al malestar, se queda en el cuerpo. Ese dolor de guatita no se va. La cefalea se mantiene, no desaparece, porque la prioridad no es el síntoma, sino lo que lo causa”, advierte la experta.
En su nueva habitación, en la casa de Temuco, Jimmy acaba de colgar un dibujo de su abuela rodeada de corazones, parada junto a su mamá, el perro que adoptaron y él sosteniendo un cartel que dice “te extraño mucho”.