En 2013 Neni Pereda (83) acompañó a su marido a una consulta médica con un neurólogo. En los meses previos había tenido un par de episodios esporádicos de pérdida de memoria, como la pérdida de las llaves del auto, estacionarse y luego no acordarse dónde lo había hecho o desorientarse en la calle. Fue ahí que se enteraron que había sufrido un accidente cardiovascular y que los efectos se estaban empezando a manifestar. Dentro de ellos estaba la pérdida progresiva de la memoria, la que con el tiempo se fue agravando.
En todos estos años, y hasta su muerte reciente, Neni asumió los cuidados de su marido. Fue durante más de siete años la cuidadora primaria de una persona con demencia y nunca –salvo un día a principios de este año– consideró relegarle el cuidado a terceros. Tampoco fue excesivamente comunicativa respecto a lo que esto había implicado para ella, porque no quería que sus cuatro hijos se preocuparan más de la cuenta o se sintieran culpables. Pero en todo este tiempo perdió 20 kilos y dejó de lado sus actividades. “Todo lo hice desde el amor, porque no estaba dispuesta a dejarlo solo. Pero también sentí mucha culpa. Son muchos factores los que inciden, y hay cosas chicas que se van acumulando y empiezan a tener un efecto cada vez más notorio. Fue una tarea difícil que asumí como propia, porque además no quería que la gente se diera cuenta de que él estaba enfermo”, recuerda.
Fue así como Neni empezó a hacerse cargo de todo, desde las actividades más cotidianas como vestirlo, bañarlo, alimentarlo y darle sus remedios, a situaciones que tenían más que ver con los cambios conductuales propios de los que padecen ciertos tipos de demencias, como contenerlo y cerrar la puerta con llave para que no se arrancara en la mitad de la noche. “Dejé de ver a mis amigas, dejé de pasar tiempo en mi taller de pintura y costura, y lo llevé conmigo a todas partes. Fui viendo cómo se fue transformando progresivamente en un niño. Muchas veces lo encontré botado en el suelo, con el pantalón arriba del pijama o con calcetines distintos. Detalles que aislados parecen chicos, pero que se van sumando. Yo siempre lo iba a cuidar, eso se dio por hecho, pese a la insistencia de mis hijos de ponerlo en una casa de reposo. Cuando finalmente cedí en enero de este año, estuvo una sola noche porque se cayó de la cama y al día siguiente lo quise traer de vuelta conmigo”, cuenta.
Hace poco Neni sufrió una diverticulitis y su doctor le dijo que se debía al estrés. “Cuidar a alguien es vivir con este tipo de situaciones. Lo más fuerte de todo es que en Chile son tantos los factores culturales que influyen, que este tipo de enfermedades se esconden. Es una realidad mayormente oculta”.
Al igual que Neni son muchas las mujeres que han dedicado su vida al cuidado de un familiar. Según la encuesta CASEN realizada en 2017, un 19,4% de las mujeres chilenas mayores de 15 años se encuentra fuera de la fuerza de trabajo por razones de cuidado o quehaceres domésticos. Mientras que solo un 0,6% de los hombres están inactivos por esos motivos. A nivel global, un informe realizado por Oxfam Internacional, en enero de 2020 develó que mujeres y niñas mayores de 15 años –especialmente las que viven en condiciones de pobreza y marginación– dedican 12.500 millones de horas diarias alrededor del mundo al trabajo de cuidado sin remuneración. Lo que equivale, según los cálculos del informe, a un valor monetario de 10.8 mil millones de dólares al año.
Si a esto le sumamos que una de cada nueve personas mayores de 65 años presenta algún tipo de demencia –según datos entregados por la organización Alzheimer’s Disease International– y que en Chile se proyecta que esa cifra será de 533.188 personas en 2050 (Demencias: Una mirada Biopsicosocial, 2019), poder entender los trastornos cognitivos mayores y las repercusiones que tienen en los que están a cargo del cuidado de aquellos que los padecen adquiere mayor relevancia.
Como explica el neuropsicólogo clínico y profesor asociado de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales, Christian Salas, las demencias tienen distintas etapas y los efectos psicológicos que generan en las y los cuidadores primarios dependen de las demandas de cada una de esas etapas. “Lo primero que hay que saber es que ya no se habla de una sola demencia. Hay varios tipos y dentro de ellas la que está más instalada en el imaginario colectivo es la demencia tipo Alzheimer, que se desarrolla de manera lenta e insidiosa. Lo que caracteriza a su primera etapa es un progresivo deterioro de la memoria episódica, de los recuerdos más recientes y nuevos. En etapas más avanzadas empiezan a haber compromisos generalizados que tienen que ver con la toma de decisiones, la conducta, trastornos del sueño y problemas de atención. Esta última etapa implica también una pérdida de independencia y autonomía y eso, a su vez, implica una carga muy grande para el cuidador”, explica. “Ahí los desafíos son altamente emocionales, porque este nivel de carga se manifiesta en niveles de estrés muy elevados”.
Como explica el especialista, las cuidadoras y cuidadores no siempre están listos para tener que enfrentar esto, por lo que para ellos es como pasar por un proceso de aceptación que requiere de mucha contención y apoyo emocional. A su vez, como explica la psicóloga y académica de la Universidad Diego Portales, Guila Sosman, todos los procesos que viven las personas que cuidan de otros son procesos complejos en los que prima un desgaste físico, mental y emocional muy fuerte. “Las cuidadoras están dedicadas en un 100% porque muchos de estos cuidados son diurnos y nocturnos. También hay un tema psicológico fuerte, de lo que significa asumir que el otro está perdiendo la memoria, no nos reconoce y no recepciona nuestro cuidado. Es como vivir un proceso de duelo en vida, porque somos testigos de la regresión de un adulto hacia un estado de infancia”, explica.
Y esto puede generar rabia y culpa, principalmente por la pérdida de libertades a las que están sujetas las cuidadoras. “Rabia por dejar de lado la vida personal, por tener que sacrificar oportunidades, por no estar inserta laboralmente y por no poder tener más relaciones sociales, pero también culpa al sentir eso. Es una ambivalencia constante entre estar disponible para el cuidado de esa persona y renunciar a los propios intereses y objetivos de la vida. Es una disyuntiva eterna que por supuesto nos afecta más a nosotras porque tenemos asociado un rol de cuidadoras”. Muchas veces, como sigue explicando Sosman, estas personas se deprimen luego de que fallece el familiar, porque se quedan sin una motivación de vida.
En Chile existe el Plan Nacional de Demencia que fue presentado durante el gobierno de Michelle Bachelet y cuyos objetivos principales tienen que ver con proveer una prevención y diagnósticos oportunos y una mejora en la coordinación de los programas de atención y cuidados, entre otras cosas. Fue entregado, como explica la Directora de Estudios de la Fundación Procultura, María Teresa Abulseme, en 2015 con el objetivo de diseñar la estrategia de intervención nacional y redactar un plan de abordaje, y su ejecución comenzó en 2017. Pero más allá de eso, y del programa Chile Cuida, también impulsado en el segundo gobierno de Michelle Bachelet y que busca acompañar y apoyar a través de distintos servicios a las personas en situación de dependencia y sus cuidadoras, en Chile no hay una ley que postule que el cuidado es un derecho que se adquiere desde que nacemos hasta que morimos.
Por lo mismo, se ha hecho difícil contar con grandes avances. En Latinoamérica solo Uruguay cuenta con un Sistema Nacional de Cuidados que reconoce que el cuidado es tanto un derecho como una función social garantizada, lo que facilita que se genere un modelo de responsabilidad compartida entre familias, Estado, comunidad y mercado.
Como explica la psicóloga Eliana Heresi de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales, el cuidado en el hogar implica que alguien tiene que destinar todo su tiempo a eso, lo que da paso a un progresivo cansancio, síntomas depresivos, ansiedad y en particular, vivir la paradoja de que finalmente sólo se puede tratar de mejorar la calidad de vida, porque la enfermedad irá progresando continuamente. “Eso implica experimentar un duelo permanente de la pérdida de las funciones y hasta de la esencia de lo que era la identidad de la persona, el duelo de no saber si nos reconoce, de la relación que se tenía previamente, entre todos los cambios que van ocurriendo y que impactan psicológicamente a todo el núcleo familiar”. Y esto generalmente recae en la mujer.
El cuidado recae en la mujer
La fundadora y presidenta de la Asociación Yo Cuido, Mariela Serey J., explica que desde la asociación se han dedicado a estudiar quiénes son las y los cuidadores y junto a la Fundación Mamá Terapeuta, realizaron la Primera Encuesta de Cuidado Informal. Revelaron que el 97,7% de los cuidadores eran mujeres, que un 100% de ellos vive junto a la persona que cuida, que la mayoría tiene entre 30 y 39 años y que un 30,7% de ellas había tomado la decisión de cuidar porque “no había nadie más”. Con respecto a la situación laboral, un 77,8% dijo haber dejado su trabajo al momento de asumir el cuidado.
Como explica Teresa Valdés, socióloga y Coordinadora del Observatorio de Género y Equidad, siempre se ha asociado el cuidado a una tarea propia de las mujeres. “La crisis de los cuidados estalla cuando las mujeres entramos masivamente al mercado del trabajo. Ya no era obvio que nos correspondía quedarnos cuidando a quien fuera, tanto a un padre, un niño con discapacidad o a un suegro. Hasta hace no tanto las mujeres solían ser solteras para cuidar a sus familiares. La cultura lo reforzaba como una opción legítima, buena y deseable, y esto a su vez se sostenía aun más con la religión”, explica.
Y es que el imaginario que facilita que eso siga siendo así tiene que ver, como explica la especialista, con la idea de que el tiempo de las mujeres es elástico. “Se cree que las mujeres podemos despertar a las 5 para hacer todo, después salir a trabajar y luego cocinar. Eso tiene consecuencias gravísimas para la salud mental, de ahí los altos índices de depresión”, señala. Es que, al no existir un reconocimiento del derecho al cuidado por parte del Estado, el cuidado recae absolutamente en la familia. “Y cuando decimos familia, nos referimos a la mujer”, aclara Valdés.