“Todo empezó en el verano del 2005. Mi hermana estaba en un paseo por el día del profesor cuando se dio cuenta de que tenía algo raro en uno de sus pechos, era como una lentejita dura. Le dijimos que fuera al doctor de inmediato a hacerse exámenes para ver qué era.

Cuando la doctora confirmó que lamentablemente era cáncer, se nos vino todo un mundo encima. Uno asocia cáncer con muerte, sobre todo yo, porque había visto morir a una compañera de universidad en Osorno, que en el año ‘76 le descubrieron un bulto en el pecho y muy rápido, dos años después ya había muerto. Así que cuando la gordita –como le decía a su hermana– me contó, me imaginé lo que vendría.

Como el tumor que le descubrieron en una de sus mamas resultó ser chiquitito, la doctora dijo que no había que preocuparse, que había solución y que el tratamiento podía ser radiación en vez de quimio, que es menos invasiva. Pero en el caso de mi hermana, algo no salió bien y le quemaron el pecho. Ahí hubo que cuidarla harto. Se hacía las curaciones con matico, la acompañábamos a sus consultas, a hablar con los doctores y a comprar los remedios; nunca se enfrentó a esto sola, como familia éramos su red de apoyo. Se mejoró, no siguió creciendo ese cáncer, pero tenía que seguir con un tratamiento para mantenerlo controlado y se dejó estar. Es que la gorda siempre fue porfiada para los remedios.

Hasta el 2011, su cáncer estuvo ‘durmiendo’, pero volvió. Esto es algo que nunca termina, que lo puedes contener, pero no parar. Tienes que seguir exámenes, controles y remedios, cosas que mi hermana nunca quiso hacer. En esa instancia la doctora le propuso hacerse una mastectomía, que le iba a sacar de raíz el problema. Me acuerdo que cuando le hicieron la operación, estábamos en la sala de espera con toda mi familia y expectantes veíamos cómo pasaba la hora y nadie salía a avisarnos, estábamos asustados, temiendo lo peor, hasta que llegó la doctora varias horas después y nos dijo que todo estaba bien. Fue un gran alivio.

En esos días hospitalizada hubo un desfile de gente que la iba a ver, creo que era la paciente que más visitas recibía todos los días, y era lindo ver cómo la querían sus amigos. Por eso en esa etapa yo sentía que no podía decaer, porque había mucha gente alrededor. Aunque tenía miedo y me sentía mal, tuve que salir adelante porque además siempre he sido el apoyo de todas mis hermanas; así, mientras la gordita estuvo enferma, no solo tuve que cuidarla a ella, también apoyar a mis otras hermanas que me veían a mí como la única que podía tomar decisiones y que era más fuerte.

Muchas veces me pasó que les respondí algo sabiendo que a lo mejor les estaba mintiendo. No es que yo hubiese sido pesimista, porque siempre tuve la esperanza de que mi hermana se iba a mejorar y que no iba a fallecer, pero era complicado y cansador apoyarla, estábamos todas agotadas. Internamente decía ¿y ahora qué va a ser de mí? Porque sin la Gorda me sentía perdida, las dos siempre hablamos que no queríamos ser una carga para nadie y por eso teníamos el plan de vivir juntas a la playa, de apoyarnos entre las dos para no molestar a los demás.

Por eso, el día que supe que la gordita ya no iba a estar fue devastador. Hoy me he replanteado los sueños que teníamos las dos. Mi sueño sigue siendo irme a vivir a la playa a pasar la vejez, a morirme allá y quedar allá, cerca de los lindos momentos que pasamos juntas.

Ha pasado el tiempo y todavía la siento presente, siento que todavía me está acompañando. La echo mucho de menos. Cuando voy al cementerio le digo, ‘gorda chueca, me jugaste chueco, porque nuestros planes de vida a futuro eran seguir juntas, acompañarnos’. Hoy me veo aprendiendo a vivir sin ella, sin esa complicidad y compañerismo que teníamos. Nos mirábamos y nos entendíamos, ella sabía lo que yo quería o lo que estaba pensando y a mí me sucedía lo mismo con ella. Con mis otros hermanos yo tenía diferencias, no siempre estábamos de acuerdo, pero con la gorda era distinto; podíamos tener las discusiones más grandes, pero siempre terminábamos de acuerdo, era una relación única.

Recuerdo que una amiga que es enfermera y que vive al frente, vino a visitarla días antes de que muriera. Sabíamos que en cualquier minuto se nos podía ir. La vio, conversó con ella harto rato y al salir me dijo: ‘¿Has conversado con tu hermana? Anda y habla con ella, déjala ir, porque está sufriendo’. Me costó aceptarlo, sólo pude hacerlo cuando la vi morir, porque yo estaba al lado de ella cuando falleció.

Desde ese momento fue un comenzar de cero. Estar sin ella en la casa fue terrible, me costó mucho aceptarlo. La gorda era la que cocinaba en la casa, ella sabía cómo me gustaba la comida, cómo me tenía que servir, mi puesto en la mesa, mis servicios, ella lo sabía todo, fue como aprender a vivir denuevo. Todavía me afecta no tener a mi gordita, es difícil. A veces pienso que todavía vivo en el duelo, que todavía no la he dejado partir del todo; y aunque soy creyente en Dios, hoy creo que ella es la que me protege, la que me cuida, como yo la cuidé en sus últimos días”.

Carmen Gloria tiene 68 años  y es dueña de casa.