Ser mamá: Bendición y castigo
En medio del aislamiento social y a horas de que declararan cuarentena en la comuna donde vivimos con mi marido y mis dos hijos, me levanté del escritorio de campaña que armé en el comedor para mudar al menor, que tiene poco más de un año. Suena como una actividad rutinaria con la que todas las mamás de niños que usan pañales se podrían identificar, pero en esta ocasión me encontré con una sorpresa: entre toda la caca había un alfiler de gancho dorado y brillante. Pestañeé atónita y grité llamando a mi marido que estaba en el otro escritorio, que improvisamos en la pieza de al fondo.
Cuando llegó, le mostré el cuerpo del delito y aunque, sí, se preocupó por lo que podría haber pasado, se lo tomó con un poco de humor. Quizás así también me lo debí haber tomado yo, en vez de repetir en mi mente imágenes de los órganos interiores de mi hijo desgarrados por un alfiler de gancho en su organismo por culpa de mi evidente negligencia y pésimo trabajo maternal.
Pasa que desde que comenzó el aislamiento voluntario, el departamento se ha venido un poco abajo. Tratamos de mantener un orden, pero al final del día parece un campo de batalla de la época de la Reconquista, con el suelo repleto de migas de galletas, juguetes, papeles y, como no, un alfiler de gancho dorado. Acá asumimos el orden y la limpieza como tarea de todos los adultos que habitamos el departamento, pero lo cierto es que me sentí como la única responsable del incidente, que no pasó a mayores y que tuvo su final feliz en el tacho de la basura. ¿Por qué me sentí así?
En relación a los hombres, la verdad es que podemos luchar por tener iguales derechos e iguales responsabilidades, pero nunca seremos lo mismo. Y la maternidad es el motivo, lo queramos o no. Un hombre no concibe, ni se embaraza ni atraviesa un parto. Sí, pueden ser compañeros durante el proceso, pero no son ellos los que lo atraviesan directamente ni son ellos los que ven cómo su carrera profesional se empieza a parecer más a una pista de obstáculos cada vez más larga.
En 2017 The New York Times publicó un ensayo titulado La brecha salarial se debe, principalmente, a la maternidad, en el que postulan que al salir de la universidad, la brecha entre hombres y mujeres es prácticamente inexistente, pero que a medida que pasan los años, ésta comienza a crecer, siendo la diferencia más intensa entre los 20 y 35 años. O sea, cuando generalmente las mujeres tenemos hijos. Y esto es porque la norma pareciera indicar que, incluso si ambos tienen empleos de tiempo completo, serán las mujeres quienes sumarán a su jornada laboral el cuidado primario de los niños.
Partamos de la base de que elegí ser mamá de mis dos niños y en todo momento estuve muy feliz de estar embarazada de ellos. La maternidad sí fue una opción y los días que nacieron mis hijos lideran la lista de los más felices de mi vida, sin duda. No existe nada que me infle el pecho ni me llene el corazón tanto como verlos jugar, aprender cosas nuevas, ser felices y, por supuesto, dormir. Amé cada segundo de la lactancia, incluso los días en que parecía un castigo divino por el pecado de Eva, porque me sentía privilegiada de poder vivir momentos así. Únicos e irrepetibles.
Pero con la maternidad también se llora mucho. Al principio, se llora de sueño, la que después se convierte en frustración y en un cansancio que va más allá de dormir bien o mal. "La culpa es una emoción interpersonal que busca reparar o inhibir ciertos comportamientos que causan daño a otros", define la psicóloga finlandesa Anna Rotkirch en el estudio Culpa maternal, donde agrega que, en el caso de la crianza, los comportamientos que inhibe son principalmente negligencias y agresiones hacia los niños.
La marca de productos para el cuidado de los bebés, Nuk, publicó en 2017 una encuesta que dio cuenta que el 87% de las mamás se sienten culpables en algún punto de su vida, mientras que el 21% se siente culpable siempre. Además, somos las madres las primeras en enjuiciar comportamientos propios y de nuestros pares, como la cantidad de minutos que pasamos en el celular o el poco tiempo que le dedicamos al juego con los niños.
Aunque es innegable la relación potente que tienen los padres con sus hijos -y lo veo cada día con mi marido, que es un excelente papá- pareciera que el cordón umbilical nunca se corta realmente, y que de forma invisible vamos a estar conectadas a nuestros hijos toda la vida. En su libro Oneness and Separateness: From Infant to Individual, Louise Kaplan lo llama"el lazo", que define como "una fuerza magnética invisible que atrae al bebé hacia su mamá, y a la mamá hacia el bebé. Es un campo de relación emocional a través del cual muchos pueden pasar sin sentir nada, pero cualquiera que entienda lo que es ser un bebé o lo que es ser una madre, puede verlo".
Este lazo o conexión puede ser maravilloso, y muchas veces lo es. Las mamás tenemos la oportunidad de ser testigos de un amor incomparable, de tener una relación con pequeños humanos que van creciendo que nadie más va a poder tener. Y es triste, porque con los años sabemos que nos vamos a pelear y que no van a querer saber nada de nosotras, pero que luego van a volver simbólicamente al nido. Y es que el lazo invisible que nos une, no se borra con nada.
Esa conexión de cualidades casi mágicas hizo que, mientras escribía este texto, me parara corriendo porque el más chico -que claramente es bastante acontecido- se largó a llorar desconsoladamente porque se había caído mientras perseguía a su hermana.
El lazo hizo que mi cabeza empezara a pensar rápidamente que se le habían salido los dientes, que tendría que sacar salvoconducto para llevarlo a la clínica y que me preguntara si tenía que entrar por la urgencia de siempre o no. Y el lazo fue el que, en vez de hacerme sentir celos, me llenó de emoción cuando, mientras sostenía a este enano llorón, él lo único que hacía era gritar "¡Papá!".
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