Cuántas veces, después de un fin de semana sin restricciones alimenticias, hemos pronunciado las palabras ‘me porté pésimo, me salí de la la dieta’. Cuántas veces hemos asociado el concepto ‘chipe libre’ a la libertad de poder comer lo que se nos de la gana. Parecen ser expresiones comunes y corrientes, sin embargo, de base hay un entendimiento tácito de que se cruzó una línea o se va a romper una regla y luego vamos a tener que enmendar nuestro error. Esa carga, erróneamente asociada a la falta de fuerza de voluntad o de autocontrol frente a la comida, termina por hacernos sentir vergüenza y culpa.

“La culpa es un sentimiento que aparece cuando transgredimos una regla, que puede ser cultural, individual, familiar o social. En ese sentido, la manera con la que nos relacionamos con la comida es desde la culpa, interiorizando la idea de que existen alimentos buenos y otros malos. Pero, gran parte de esa lógica no tiene que ver con cuánto nos nutre ese alimento, sino que con cuánto engorda”, dice Carolina Aspillaga, psicóloga y miembro de la comisión de investigación de La Rebelión del Cuerpo. “Es importante visibilizar que las emociones tienen un rol cultural muy importante, ya que permiten que se promuevan ciertas relaciones y que otras sean limitadas. Por lo mismo, es importante cuestionarnos el rol que cumple la culpa respecto de nuestra alimentación”, agrega.

La culpa es aprendida y es considerado, desde la psicología, una emoción negativa, definida por muchos autores como un afecto doloroso que surge de la creencia o sensación de haber traspasado las normas éticas personales o sociales. La culpabilidad, por tanto, surge ante una falta que hemos cometido (o creemos haber cometido), y busca hacernos conscientes para facilitar los intentos de reparación.

Siguiendo esa lógica, hay alimentos que hemos aprendido a asociar a algo negativo. Claro, están aquellos que contienen componentes que, en grandes cantidades, pueden volverse dañinos para la salud, como lo son los saborizantes artificiales, conservantes, endulzantes, y otros componentes químicos. Sin embargo, esta asociación trasciende la real comprensión de su valor nutritivo y su verdadero aporte a nuestra alimentación. De ahí que surgen los estigmas en torno a las papas, los fideos o el arroz.

“Hay mucha desinformación y mitos respecto a lo que significa alimentarse bien o de forma saludable. Por ejemplo, hay carbohidratos que deberían ser más frecuentes que otros, pero en ningún caso son prohibidos. Es importante trabajar la psicoeducación en torno a lo que significa el autocuidado y el autonutrirse”, dice Alejandra Gil, nutricionista de la Unidad de Trastorno Alimentario de la Red de Salud UC Christus.

La culpa que experimentamos asociada a la comida no se debe únicamente a la percepción que tenemos de que ciertos alimentos nos harán engordar, sino también a la importancia que se le da en esta sociedad a la imagen corporal, apegada a un estereotipo de belleza que incluso vincula el ser delgadas con estar sanas. Y es que según una encuesta realizada por La Rebelión del Cuerpo a más de 10.000 personas (principalmente mujeres), un 90% cree que la imagen física afecta la satisfacción con la vida. “Por eso existen las dietas y hay tantas personas que viven a dieta, y cuando ‘se salen’ se sienten sumamente culpables por no estar preocupándose de sus cuerpos como deberían. Muchas veces cuando nos sentimos culpables por comer, realmente nos sentimos culpables por no estar cumpliendo con el mandato social de que nuestro cuerpo tiene que verse delgado”, dice Aspillaga.

De base, además de su importancia vital, la comida está también asociada al placer, a un acto social e, incluso, a nuestras creencias. Comer es mucho más que alimentarse, es un ritual identitario que configura entornos afectivos, culturales y emocionales. Dentro de este contexto, surge la dieta como una práctica que busca restringir ciertos tipos de alimentos para disminuir, mantener o aumentar el peso corporal, o para prevenir y tratar enfermedades como la diabetes y la obesidad. Ese concepto se ha transformado en un estilo de vida para millones de personas que hoy forman parte de una industria que mueve billones de dólares en todo el mundo.

“Uno de los principales gatillantes del descontrol con la comida es hacer dieta. Esto se ocupa en respuesta a la constante obsesión con la figura, el peso y la imagen corporal, idealizada en los medios y en la sociedad, y que tiene consecuencias directas en nuestros pensamientos. Está comprobado que hacer dietas y restringirse en las comidas, finalmente va a derivar en un descontrol en el que terminamos comiendo mucho más y generando ese sentimiento de culpa nuevamente. Es como un círculo vicioso”, dice Gil, quien también es terapeuta de Mindfull Eating, la práctica que lleva el ejercicio del mindfulness a la comida. “Se trata de todo lo contrario a las dietas, busca apaciguar a la policía interna que nos dice lo que podemos o no comer. Busca cambiar la mirada y la relación con la comida, incluyendo perspectivas de cómo se regula nuestro cuerpo y nuestra mente, apuntando a cambiar ese rígido autocontrol por el autocuidado y la autoregulación”.

Según Apillaga, es el placer asociado a la comida el que a veces genera culpa, porque en el mandato establecido de ser delgadas, hay ciertas comidas que no tienen cabida. “Lo que debemos cuestionarnos es por qué tenemos que ser flacas, por qué estamos obligadas a tener un cuerpo determinado para ser más valoradas. De ahí surge el asco, la vergüenza y la culpa asociada al comer. Además, está la idea de que las mujeres no comen mucho porque eso es poco femenino. El sandwich es para el hombre y la ensalada para la mujer. La alimentación queda asociada a la feminidad, y se divide entre las mujeres que se cuidan y las que no”, dice.