El viernes cumplí treinta años, la misma edad que tenía mi mamá cuando falleció. El número treinta resonó en mi cabeza desde niña. Siempre tuve miedo de alcanzar esta edad porque, ingenuamente, creía que mi vida se iba a acabar al igual que la de mi mamá.
Desde que tengo recuerdos, escuché infinitas veces decir a mi familia lo mucho que ella y yo nos parecíamos: las dos tímidas, con malas experiencias en el colegio, escribiendo siempre lo que sentíamos. Supongo que así mi mente orquestó una narrativa que nunca le comenté a nadie, hasta ahora.
No fue hasta cuando entré a la adolescencia que entendí lo joven que era mi mamá cuando dejó este mundo; a los seis o siete años uno piensa que las personas de treinta son mayores, por eso creía que esa edad era suficiente para realizar una vida.
Siempre me identifiqué con las historias sobre Liliana y con lo que escribió en poemas y micro ensayos que dejó plasmados en cuadernos anillados. Al leerla, me di cuenta de que yo también experimentaba cosas parecidas al crecer. Me pude encontrar varias veces en sus letras, y todavía lo hago.
Mi mamá falleció por una condición cardíaca que la aquejó desde joven. La causa de su muerte fue un derrame cerebral ocasionado por una complicación al corazón. Lamentablemente, le tocó sortear varios obstáculos de salud. Mi familia nunca lo expresó con estas palabras, pero que yo haya nacido sana, sin ninguna enfermedad congénita, fue como un milagro. De igual manera siempre me realicé controles médicos para corroborar que el milagro siguiera obrando bien.
Aunque mi mamá murió cuando yo tenía a penas un año, fue en una visita a un cardiólogo a mis veintiún años, cuando sentí por primera vez el dolor de su ausencia. El médico preguntó por antecedentes familiares y yo lo puse en contexto, fue entonces cuando me explicó en detalle lo que le había causado el derrame. Ahí me sentí como si hubiera estado en la sala de espera de un hospital. Esa explicación médica me hizo sentir lo que por tantos años me dijeron que no debía sentir: dolor, angustia, pena; vacío. No conocí a mi mamá, nunca estuvo en mi memoria, ¿cómo podría sentir tristeza por la ausencia de una persona que nunca existió en mis recuerdos?
Ese era el razonamiento de terceras personas que escuchaban mi historia. Perdí la cuenta de las veces que escuché frases como: “Qué bueno que pasó cuando eras guagua, así no te acuerdas de nada”. Pero no recordar nada es igual o más doloroso.
Después de esa visita médica, recién a esa edad empecé un duelo en el que aún me encuentro y que no sé si alguna vez terminará. Parte de mi proceso es recordarla y homenajearla de esta manera, hablando de ella en voz alta por todas las veces que no pude hacerlo en el colegio o con mis amigos del pasaje. Por los momentos en los que me preguntaron dónde estaba mi mamá y yo respondí que no tenía mamá; por todos los regalos del Día de la Madre que no supe si entregárselos a mi abuela o a mis tías.
Liliana Amanda González Cofré dejó este mundo a los treinta años cuando su vida apenas empezaba. No alcanzó a estudiar lo que quería ni a conseguir un trabajo que le apasionara. No supo lo que es manejar por la carretera cantando su canción favorita a todo pulmón. No vivió sola en un departamento de soltera junto a su gata regalona. No tuvo un amor correspondido.
Tengo treinta años y he sido afortunada de vivir todas esas cosas y más. Mi vida no se acabó a los treinta, como la Valentina de ocho años pensó que pasaría. Mi mamá y yo no estábamos conectadas por un destino trágico, sino por algo mucho más fuerte que es el gran amor que me tuvo y el amor que yo siempre sentiré por ella, aunque nunca pueda decírselo a la cara. Al menos puedo escribirlo y hacérselo saber al mundo.
Las fotos que acompañan esta publicación son en Malahide Castle, una localidad de Dublín en Irlanda, donde actualmente vivo. En las imágenes visto un chaleco que perteneció a mi mamá y que usó tantas veces incluso antes de que yo naciera. Es la única prenda que mi familia conservó de ella y me ha acompañado siempre en mi clóset, aunque no la había usado hasta ese momento. Si soy sincera, no me lo había probado hasta hace poco más de un mes cuando estaba haciendo mis maletas para Irlanda. Una de mis tías me dijo que debería aprovechar de usarlo aquí, que sería perfecto para el frío.
El responsable de las fotografías es mi pololo Ciaran, a quien apenas le revelé la coincidencia de edad dos semanas antes de mi cumpleaños. Sin dudarlo, se comprometió a hacer su mejor esfuerzo para lograr postales bonitas. Eso solo me confirmó una vez más que no todos los aspectos mi vida coinciden con la historia de mi mamá. Ella tuvo un solo amor, de acuerdo con mi familia y según sus escritos. Ese amor no le fue correspondido, pero de ese amor nací yo y yo siempre la amaré.
Seguro que más de una persona tiene guardada una prenda de cuando era guagua. En mi caso, un chalequito amarillo y unos zapatitos blancos. Aquel chaleco siempre ha estado colgado junto al de mi mamá. Ambas prendas cruzaron el mundo conmigo y se hacen compañía en mi armario, a miles de kilómetros de donde mi mamá me dio a luz y pasamos los momentos más íntimos juntas. Ahora me encuentro empezando una nueva vida, saliendo de mi zona de confort, amando, siendo amada y siempre conectando con esa mujer a quien no tuve el privilegio de conocer en vida, pero sí en memoria.